—¿Ángeles jugando en el barro?
—No es más extraño que murciélagos modelando estatuas —replicó Luet—. Y te está goteando leche por la barbilla.
—Pues tú tienes miel en la punta de la nariz.
—Y a ti te ha crecido una cosa grande y fea delante de la cabeza… oh, no, es tu…
—Mi cara. Ya lo sé. Termina el sueño.
—Me puse la arcilla en la boca para ablandarla, de modo que cuando yo, como ángel, modelé la estatua, la imagen contenía algo de mí. Creo que es muy significativo.
—Oh, muy simbólico, sí —sonrió Hushidh con tono travieso, pero Luet sabía que escuchaba atentamente.
—Y las estatuas no eran de personas, ni de ángeles ni de cualquier otra cosa. A veces tenían rostro, pero no eran retratos, ni siquiera cosas. Las estatuas cobraban la forma que nosotros necesitábamos. No había dos iguales, pero yo supe que en ese momento la estatua que estaba modelando era la única estatua que yo podía modelar. ¿Tiene sentido?
—Es un sueño. No es preciso que tenga sentido.
—Pero es un sueño verdadero, así que debe tener sentido.
—Ya veremos —dijo Hushidh. Se llevó otra blanda cucharada de pan y leche a la boca.
—Cuando terminamos —prosiguió Luet—, las llevamos a una roca alta y las pusimos a secar al sol, y luego volamos alrededor, y cada cual miraba las estatuas de los demás. Luego los ángeles se fueron volando y ahora yo ya no estaba con ellos. No era un ángel, sólo estaba allí mirando las rocas donde se erguían las estatuas, y se puso el sol y llegó la oscuridad…
— ¿Veías en la oscuridad?
—En el sueño, sí —respondió Luet—. De cualquier modo, al anochecer vinieron unas ratas gigantes, y cada cual tomó una de las estatuas y la llevó a unos hoyos que había en la tierra, hasta madrigueras profundas, y cada rata que había robado una estatua se la daba a otra rata y luego la roían juntas, la humedecían con saliva y se frotaban con ellas. Se cubrían con arcilla. Yo estaba muy enfadada, Hushidh. Destrozaban esas bellas estatuas, las convertían en barro y se frotaban con él… incluso en los genitales, por todas partes.
—Amantes de la belleza —comentó Hushidh.
—Hablo en serio. Me dio muchísima pena.
—¿Y eso qué significa? ¿A quién representan los ángeles, y quiénes son las ratas?
—No sé. Por lo general cuando el Alma Suprema envía un sueño el significado es evidente.
—Pues quizá fuera sólo un sueño.
—No lo creo. Era distinto y muy nítido, y lo recuerdo con gran claridad. Shuya, creo que quizá sea el sueño más importante que he tenido.
—Lástima que nadie pueda entenderlo. Quizá sea una de esas profecías que nadie comprende hasta que todo ha concluido y ya es demasiado tarde para intervenir.
—Tal vez Tía Rasa sepa interpretarlo. Hushidh esbozó una mueca de escepticismo.
—En este momento no está muy lúcida. Luet notó con alivi o que no sólo ella pensaba que Rasa estaba cometiendo errores.
—Entonces, quizá no se lo cuente.
Hushidh sonrió pícaramente, con aire de estar muy complacida consigo misma.
—¿Quieres una interpretación absurda? —preguntó. Luet asintió, y mientras escuchaba siguió comiéndose el pan.
—Los ángeles son las mujeres de Basílica —dijo Hushidh—. Durante milenios, en esta ciudad, hemos forjado una sociedad refinada y agradable, y la hemos convertido en parte de nosotras mismas, tal como los murciélagos de tu sueño modelaban sus estatuas con saliva. Y ahora hemos puesto nuestras obras a secar, y en la oscuridad nuestros enemigos vendrán a robarnos lo que hemos hecho. Pero son tan estúpidos que ni siquiera entienden que son estatuas. Las miran y sólo ven terrones de barro seco. Así que los humedecen y se revuelcan en ellos, y están orgullosos porque poseen todas las obras de Basílica, pero en realidad no poseen nada de Basílica.
—Eso está muy bien —dijo Luet, estupefacta.
—Yo también lo creo —asintió Hushidh.
—¿Y quiénes son nuestros enemigos?
—Muy sencillo. Son los hombres.
—No, eso es demasiado simplista —dijo Luet—. Aunque Basílica es una ciudad de mujeres, los hombres que entran en ella contribuyen tanto como nosotras a realizar las obras de belleza. Forman parte de la comunidad, aunque no puedan poseer tierras ni vivir intramuros sin estar casados con una mujer.
—Se me ocurrió que eran hombres en cuanto dijiste que eran ratas gigantes.
La cocinera rió suavemente entre dientes mientras preparaba la cena.
—Alguien más —insistió Luet—. Tal vez Potokgavan.
—Quizá sean sólo los hombres de Gaballufix —dijo Hushidh—. Los matones, y esos soldados con sus horribles máscaras.
—O quizá sea algo que aún no ha aparecido —aventuró Luet. Y añadió con angustia—: O quizá no tiene nada que ver con Basílica. ¿Cómo saberlo? Pero así era mi sueño.
—No nos dice adonde deberíamos haber enviado a Smelost.
Luet se encogió de hombros.
—Tal vez el Alma Suprema pensó que teníamos el sentido común suficiente para deducirlo por nuestra cuenta.
—¿Y tenía razón? —preguntó Hushidh.
—Lo dudo. Enviarlo al territorio de los gorayni fue un error.
—No sé. Pero comer el pan seco… eso sí que es un error.
—No para los que tenemos dientes. No necesitamos mojar el pan para poder comérnoslo.
Lo cual condujo a una falsa discusión que se volvió tan tonta y estridente que la cocinera las echó de la cocina, lo cual no les molestó porque ya habían terminado el desayuno. Era agradable comportarse como niñas por unos minutos. Pues sabían que, para bien o para mal, las dos participarían en los acontecimientos que se estaban desarrollando en el interior y en las cercanías de Basílica. No se desvivían por participar, pero sus dones las hacían importantes para la ciudad, así que harían todo lo posible por servirla.
Luet acudió al consejo de la ciudad y refirió el sueño, que fue registrado y entregado a las mujeres sabias para que lo estudiaran en busca de señales y presagios. Luet les contó la interpretación de Hushidh. Le dieron las gracias cortés-mente, pero le insinuaron que, aunque cualquiera podía tener sueños, se necesitaba bastante más experiencia para interpretarlos.
EN KHLAM, Y NO EN UN SUEÑO
Una tormenta seca y cálida soplaba desde el noroeste, arrastrando arena y tierra y, según decían, los huesos molidos y las carnes pulverizadas de hombres y animales sorprendidos por ese vendaval a mil kilómetros de distancia y, si uno escuchaba con atención, se oía el gemido de sus almas arrastradas por el viento al cielo o al infierno. Aunque las montañas protegían al ejército de Moozh de los más feroces embates de la tormenta, las tiendas se agitaban con violentos chasquidos y los estandartes flameaban locamente; algunos mástiles se soltaban y echaban a rodar por la avenida polvorienta que había entre las tiendas, perseguidos por un pobre soldado.
La gran tienda de Moozh también temblaba en el viento, a pesar de estar bendecida por el imperátor. La bendición surtiría su efecto, pero Moozh siempre se cercioraba de que las estacas estuvieran bien clavadas.
A la luz de las velas, miraba nostálgicamente el mapa desplegado sobre la mesa. El mapa mostraba todas las tierras que bordeaban las costas occidentales del Mar Interior. En el norte, un contorno rojo indicaba las tierras de los gorayni, las tierras del imperátor, que era la encarnación de Dios en la Tierra y en consecuencia tenía derecho a gobernar a toda la humanidad, etc., etc. Moozh evocó los límites invisibles de naciones que eran tanto o más antiguas que los gorayni, con historias gloriosas, naciones que ahora no existían, que ni siquiera se podían recordar, pues la simple mención de sus nombres era traición y dibujar sus viejos límites en ese mapa implicaría la muerte.
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