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Robert Silverberg: Espinas

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Silverberg: Espinas» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1990, ISBN: 84-7386-551-0, издательство: Ultramar Editores, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Silverberg Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano. Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver. Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás. Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible. Espinas

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Chalk vio botes en el horizonte. Hombres que venían hacia él, de pie en sus embarcaciones, el rostro ceñudo. Ahora se había convertido en una presa. Lanzó una carcajada que parecía un trueno. Cuando los botes se aproximaron a él, dio la vuelta y nadó hacia ellos, provocándoles, invitándoles a que usaran contra él sus peores armas. Estaba cerca de la superficie, reluciendo con un brillo blanco bajo la luz del mediodía. Cortinas de agua semejantes a cascadas caían de su espalda.

Ahora los botes estaban muy cerca. Chalk giró. Potentes aletas azotaron el agua; un bote salió disparado hacia lo alto, se convirtió en astillas y dejó caer su manoteante cargamento de hombres en el agua salada. Un agitar de sus músculos le llevó lejos de sus perseguidores. Resopló, lanzando un gran geiser para celebrar su triunfo. Después se sumergió, lleno de alegría, buscando las profundidades, y en unos instantes su blancura se desvaneció en un reino donde la luz no era libre de entrar.

6 — Madre, compasión; déjame fenecer

—Tendrías que salir de tu habitación —sugirió amablemente la visita—. Mostrarte al mundo. Enfrentarte a él de cara. No hay nada que temer.

Burris gimió.

—¡Tú otra vez! ¿No vas a dejarme en paz?

—¿Cómo puedo dejarte? —preguntó su otro yo.

Burris le miró por entre capas de creciente oscuridad. Hoy había comido tres veces, por lo que quizá fuera de noche, aunque no lo sabía ni le importaba. Una ranura reluciente le proporcionaba cualquier tipo de comida que pidiese. Los que habían cambiado la disposición de su cuerpo habían mejorado su sistema digestivo, pero no habían hecho ninguna alteración fundamental dentro de él. No estaba muy agradecido por esa pequeña bondad, pero aún podía vérselas con la comida terrestre. Sólo Dios sabía de dónde venían ahora sus enzimas, pero eran las mismas. Renina, pepsina, las lipasas, la amilasa pancreática, tripsina, ptialina, todo el viejo y diligente equipo de siempre. ¿Y el intestino delgado? ¿Cuál había sido el destino del duodeno, el yeyuno y el íleon? ¿Qué había reemplazado al mesenterio y al peritoneo? Perdidos, perdidos, todos se habían perdido, pero la renina y la pepsina lograban hacer su trabajo sin que supiera cómo. Eso habían dicho los doctores de la Tierra que examinaron a Burris. Burris tuvo la sensación de que habrían sido muy felices diseccionándole para enterarse con más detalle de sus secretos.

Pero todavía no. No, todavía no. Estaba dirigiéndose hacia ese momento, pero tardaría un tiempo en llegar.

Y la aparición de su antigua felicidad no pensaba irse.

—Mira tu cara —dijo Burris—. Qué estúpidamente se mueven tus párpados, hacia arriba, hacia abajo, pestañeo, pestañeo… Los ojos son tan toscos. Tu nariz deja pasar la basura hacia tu garganta. Debo admitir que represento una considerable mejora comparado contigo.

—Por supuesto. Por eso te digo que salgas, que te dejes admirar por la humanidad.

—¿Cuándo admiró la humanidad a los modelos mejorados de sí misma? ¿Se quedó extasiado el pitecántropo ante los primeros neanderthales? ¿Aplaudió el neanderthal a los auriñacienses?

—La analogía no es adecuada. Tú no has evolucionado dejándoles atrás, Minner. Fuiste cambiado por medios externos. No tienen ninguna razón para odiarte por lo que eres.

—No necesitan odiar. No tienen más que mirar. Además, me duele todo. Es más sencillo permanecer aquí.

—¿Es realmente tan duro de soportar ese dolor?

—Me estoy acostumbrando a él —dijo Burris—. Sin embargo, cada movimiento es como una cuchillada. Las Cosas estaban experimentando, nada más. Cometieron sus pequeños errores. Esta recámara extra de mi corazón: cada vez que se contrae, lo noto en mi garganta. Esas tripas relucientes y permeables que poseo ahora: cada vez que el alimento pasa por ellas, me duelen. Tendría que matarme. Sería la mejor liberación.

—Busca tu consuelo en la literatura —le aconsejó la aparición—. Lee. Hubo un tiempo en que lo hacías. Eras un hombre bastante instruido, Minner. Tres mil años de literatura a tu disposición. Varias lenguas. Hornero. Chaucer. Shakespeare.

Burris contempló el sereno rostro del hombre que había sido.

—«Madre, compasión; déjame fenecer» —recitó.

—Termínalo.

—El resto no es aplicable.

—Termínalo de todos modos. Burris dijo:

—«Que Adán e la perdida humanidad sean salvos del averno.»

—Pues entonces, muere —dijo el visitante con voz apacible—. Para que Adán sea rescatado del infierno junto con la humanidad condenada. De lo contrario, sigue con vida. Minner, ¿crees ser Jesús?

—Sufrió a manos de extranjeros.

—Para redimirlos. ¿Redimirás a las Cosas si vuelves a Manipool y mueres en su umbral? Burris se encogió de hombros.

—No soy ningún redentor. Necesito redimirme yo mismo. Me encuentro bastante mal.

—¡Otra vez gimoteando!

—«Hijo, veo tu cuerpo pendido, tu seno, tu mano, tu pie de la antorcha quemado.»

Burris torció el gesto. Su nuevo rostro estaba bien diseñado para ello; los labios se deslizaron hacia fuera, igual que una puerta en forma de esfínter abriendo su iris, dejando al desnudo la empalizada subdividida por los dientes que nunca perecerían.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—¿Qué quieres tú, Minner?

—Abandonar esta carne. Recuperar otra vez mi viejo cuerpo.

—Un milagro, eso es lo que quieres. Y quieres que el milagro te suceda dentro de estas cuatro paredes.

—Es un sitio tan bueno como cualquier otro. Y es tan probable que ocurra aquí como en cualquier otra parte.

—No. Sal fuera. Busca ayuda.

—Ya he estado fuera. He sido examinado y han hurgado dentro de mí. No sirvió de nada. ¿Qué voy a hacer…, venderme a un museo? Vete, maldito espectro. ¡Márchate! ¡Márchate!

—Tu redentor vive —dijo la aparición.

—Dame su dirección.

No hubo respuesta. Burris se encontró contemplando las sombras llenas de telarañas. La habitación ronroneaba, cargada de silencio. Sentía latir su cuerpo a causa de la inquietud. Ahora estaba diseñado para mantener su tono muscular pese a la falta de ejercicio; era el cuerpo de un perfecto navegante espacial, equipado para vagar de una estrella a otra soportando todo el largo silencio. Así había llegado a Manipool. Estaba en su ruta. El Hombre era un recién llegado a las estrellas, apenas si había dejado atrás sus propios planetas. No había forma de saber con qué se podía encontrar uno allí, y lo que le sucedería. Burris había sido el infortunado. Había sobrevivido. Los demás yacían en hermosas tumbas bajo un sol de varios colores. Los italianos, Malcondotto y Prolisse…, no habían superado la cirugía. Fueron ensayos para la obra maestra de Manipool, el mismo Burris. Burris había visto a Malcondotto muerto, después de que hubieran terminado con él. Estaba en paz. Tenía un aspecto tan tranquilo, si es que un monstruo puede parecer tranquilo incluso en la muerte… Prolisse le había precedido. Burris no había visto lo que le hicieron a Prolisse, y quizá fuese mejor.

Había ido a las estrellas como un hombre civilizado, alerta a todo, con una mente flexible. No era un mono como los que trabajaban con los tubos, no fregaba cubiertas. Era un oficial, el más alto producto de la humanidad, armado con las mejores matemáticas y la más elevada topología. Una mente repleta de pepitas literarias Un hombre que había amado, que había aprendido. Ahora Burris se alegraba de no haberse casado nunca. A un navegante estelar le resulta difícil tener esposa, pero aún resulta mucho más difícil regresar de las estrellas transformado y abrazar a tu antigua amada. El fantasma había vuelto.

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