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Robert Silverberg: Espinas

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Robert Silverberg Espinas

Espinas: краткое содержание, описание и аннотация

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano. Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver. Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás. Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible. Espinas

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Se apretó la chaqueta alrededor del cuerpo. Sintió un escalofrío de anticipación. Miró lo que la rodeaba.

Ordenadamente dispuestas en las paredes de la habitación había fotos de bebés. No cien bebés; debían ser más bien sesenta o setenta. Y no eran sus bebés. Pero sesenta fotos de bebés bien podrían ser cien. Y, para una madre como Lona, cualquier bebé podía ser suyo.

Tenían el aspecto que tienen todos los bebés. Rostros carentes de una forma definida, regordetes, con narices respingonas, labios brillantes cubiertos de saliva y ojos que no veían nada. Orejas diminutas, dolorosamente perfectas. Manos que se agarraban a cualquier cosa, con uñas tan espléndidas que parecían improbables. Piel suave. Lona alargó la mano y tocó la fotografía más cercana a la puerta e imaginó que estaba tocando la aterciopelada piel de un bebé. Después, llevó la mano a su cuerpo. Tocó la lisura del vientre. Tocó un pecho, pequeño y duro. Tocó las caderas de las que había brotado toda una legión de niños que, sin embargo, no habían brotado de allí. Agitó la cabeza en lo que podría haberse tomado por un gesto de autocompasión, pero a esas alturas la autocompasión ya se había agotado, dejando sólo un sedimento residual de confusión y vacío.

Salió de la habitación. La puerta se cerró silenciosamente a su espalda.

El pozo la llevó rápidamente al nivel de la calle. El viento azotaba el angosto pasaje situado entre los grandes edificios. En lo alto, el brillo artificial de la noche rechazaba la oscuridad; globos de colores se movían silenciosamente de un lado para otro. Los copos de nieve bailaban recortados contra ellos. El pavimento estaba caliente. Los edificios que la flanqueaban se hallaban brillantemente iluminados. A la Arcada, le dijeron los pies de Lona. A la Arcada, para caminar un rato bajo la brillantez y el resplandor de esta noche de nevada. Nadie la reconoció.

No era más que una chica paseando sola por la noche. Cabello color ratón agitándose alrededor de sus orejas. Un cuello delgado, hombros caídos, un cuerpo insuficiente. ¿Cuántos años? Diecisiete. Pero podían ser catorce. Nadie lo preguntó. Una chica insignificante, una ratita. Ratita.

Doctor Teh Ping Lin, San Francisco, 1966: «En el tiempo previsto de la ovulación inducida hormonalmente, los ratones hembras de la clase agutí negro C3H/HeJ fueron colocados en jaulas con machos fértiles de clase albina, del tipo BALB/c o Cal A (originalmente A/Crgl/2). De nueve a doce horas después del esperado apareamiento, los óvulos fueron expulsados de los oviductos, y los óvulos fertilizados fueron identificados mediante la presencia del segundo cuerpo polar o por observación de pronúcleos.»

El experimento exigía mucho del doctor. La microinyección de células vivas no era nada nuevo ni tan siquiera entonces, pero el trabajo con células de mamífero nunca había salido bien. Los experimentadores no habían sido capaces de salvaguardar la integridad estructural o funcional de los óvulos.

Nadie le había informado nunca a Lona Kelvin de que:

«Aparentemente, el óvulo de los mamíferos es más difícil de inyectar que otras células debido a la gruesa zona pelucidar y la membrana vitelina, que son altamente elásticas y resistentes a la penetración de un microinstrumento, especialmente en el estadio anterior a la fertilización. »

Como de costumbre, en el vestíbulo que llevaba a la Arcada había numerosos grupos de chicos. Algunos de ellos estaban acompañados por chicas. Lona los contempló tímidamente. El invierno no se extendía a este vestíbulo; las chicas se habían quitado los chales térmicos y se exhibían orgullosamente. Ésta le había dado cierta fosforescencia a sus pezones. Aquélla se había afeitado el cráneo para mostrar su delicada estructura ósea. Allí, voluptuosa en las últimas semanas del embarazo, una pelirroja tenía cogidos del brazo a dos jóvenes muy altos que rugían obscenidades entre carcajadas.

Lona la contempló, nerviosa. Un gran vientre, una pesada carga. ¿Puede verse los dedos de los pies? Tiene los pechos hinchados. ¿Le duelen? La criatura fue concebida al viejo estilo. Lona parpadeó. Jadeo y golpe y empujón a los riñones, y ya se había fabricado un bebé. Un bebé. Era posible que fuesen dos. Lona echó hacia atrás sus flacos hombros y llenó de aire sus tensos pulmones. El gesto alzó sus pechos y los hizo asomar hacia delante, Y en sus angulosas mejillas apareció un poco de color.

—¿Vas a la Arcada? Ven conmigo.

—¡Eh, pajarito! Trinemos juntos.

—¿Necesitas un amigo, amiga?

Oleadas de charla. Zumbantes invitaciones hechas con voz de bajo. No son para ella. Nunca son para ella.

Soy madre.

Soy la madre.

«Esos óvulos fertilizados fueron colocados a continuación en un medio que consistía en tres partes de solución de Locke modificada, una parte de dihidrato de sodio al 2,9 por ciento, y 25 miligramos de gammaglobulina de buey (GBB, Armour) por mililitro de la solución Lockecitratos. Al medio se le añadió penicilina (100 unidades por mililitro) y estreptomicina (50 µg/ml). La viscosidad del medio a 22 grados centígrados era de 1,1591 cp y su pH 7,2. Los óvulos fueron conservados para la micromanipulación y la inyección en una gota de gammaglobulina de buey —solución de Lockecitrato (GSC)—, que fue introducida en un recipiente de vaselina cubierto con aceite mineral y situado sobre una platina de microscopio.»

Esta noche había una pequeña sorpresa para Lona. Uno de los chicos del vestíbulo se acercó a ella. ¿Estaba borracho? ¿Sufría tal privación sexual que le resultaba atractiva? ¿Impulsado por la piedad hacia la huerfanita? ¿O sabía quién era y deseaba compartir su gloria? Eso era lo menos probable de todo. No lo sabía, no desearía saberlo. En cuanto a la gloria, no había ninguna que compartir.

El chico no era ninguna belleza, pero tampoco resultaba claramente repulsivo. Estatura media; cabello negro untado con gomina y echado hacia delante hasta llegarle casi hasta las cejas; esas mismas cejas ligeramente distorsionadas quirúrgicamente para arquearse en una escéptica V invertida; ojos grises ardiendo con una mezquina astucia; mentón débil; nariz afilada, prominente. Sobre los diecinueve años de edad. Piel cetrina marcada por estriaciones subyacentes, dibujos sensibles al sol que arderían con una gloria llameante al mediodía. Parecía hambriento. En su aliento había toda una mezcla de cosas: vino barato, pan de especias, una pizca de (¡fanfarrón!) ron de caña.

—Hola, guapa. Vayamos juntos. Soy Tom Piper, el hijo de Tom Piper, ¿sabes? ¿Y tú?

—Por favor… no —murmuró Lona. Intentó alejarse de él. El chico le cerró el paso, dejando escapar su aliento.

—¿Ya tienes pareja? ¿Vas a encontrarte con alguien dentro?

—No.

—Entonces, ¿por qué no yo? Podría irte peor.

—Déjame en paz. —Un débil gimoteo. Él la miró con una fea sonrisa. Ojos diminutos clavándose en los suyos.

—Soy un navegante estelar —dijo—. Recién llegado de mundos lejanos. Conseguiremos una mesa y te contaré todo lo que se puede contar sobre ellos. No puedes decirle que no a un navegante estelar.

La frente de Lona se cubrió de arrugas. ¿Un navegante estelar? ¿Otros mundos? ¿Saturno bailando dentro de sus anillos, soles verdes más allá de la noche, pálidas criaturas con muchos brazos? No era un navegante estelar. El espacio marca el alma. El hijo de Tom Piper no llevaba encima ninguna marca. Incluso Lona era capaz de darse cuenta de eso. Incluso Lona.

—No eres un navegante estelar —dijo.

—Lo soy. Te hablaré de las estrellas. Ofiuco. Rigel. Aldebarán. He estado allí fuera. Ven, florecita. Ven con Tom.

Estaba mintiendo. Adornándose para realzar su magnetismo. Lona se estremeció. Más allá de su corpulento hombro podía ver las luces de la Arcada. Tom se acercó un poco más a ella. Su mano bajó, encontró su cadera y se enroscó lascivamente sobre su lisa superficie, acariciando su delgado flanco.

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