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Poul Anderson: La nave de un millón de años

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Poul Anderson La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista... La nave de un millón de años

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—¡No los enviaré! —replicó Hanno— Yo los conduciré.

—¿Oyó —dijo Piteas.

El fenicio meneó la cabeza.

—No podemos arriesgar tu vida. ¿Quién más pudo habernos traído tan lejos, quién nos llevará de vuelta? Sin ti todos estamos perdidos. Ven, ayúdame a alentar a la tripulación.

Consiguió hombres, pues las serenas palabras de Piteas aplacaron el terror de los marineros. Desataron un bote, lo arrastraron hacia el flanco, lo alzaron sobre la borda cuando la cubierta se ladeó y olas de blancas crines galoparon debajo. Hanno bajó de un brinco, plantó las pantorrillas entre dos bancos, cogió un remo que le entregó un marinero, se apartó de la nave mientras otros remeros lo seguían. Avanzaron sujetos al extremo de un cabo, seguidos por el otro bote.

—Espero que los otros capitanes… —empezó Hanno. Una ráfaga de espuma ahogó palabras que nadie había oído.

La nave se perdió en la humosa humedad. El bote trepó por una ola que era como un cerro móvil, revoloteó en la cresta, se despeñó en un canal donde los hombres quedaron al pie de las murallas de agua que los rodeaban. El ruido rodaba sin rumbo. Hanno, al timón, sólo podía tratar de evitar que la estacha se enredara detrás.

—¡Remad! —gritó—. ¡Remad, remad, remad!

Los hombres jadeaban remando y achicando el agua. El mar les lamía los tobillos.

Una ola monstruosa los embistió. Giraron. Una catarata saltó de la niebla y rompió sobre sus cabezas. Cuando pudieron ver de nuevo, tenían el barco encima. El bote se estrelló contra el casco. El agua lo aplastó contra las tracas. La madera crujió, escupió clavos, gimió. El bote se partió en dos.

Piteas miró desde arriba. Un hombre pataleaba. El mar lo arrojó contra la nave, partiéndole el cráneo. Las aguas arrastraron los sesos, la sangre, el cuerpo.

—¡Cuerdas fuera! —gritó Piteas. No perdió tiempo en desenrollar un cabo. Desenvainó el cuchillo y liberó una escota de la floja vela mayor. Arrojó el extremo por la borda, hacia la niebla y la espuma. Los nadadores que se entreveían, perdidos en las aguas, no lograban alcanzarla. Pidió más cuerda. Aferrando la escota cortada en la mano izquierda, se deslizó por la borda. Los pies plantados en el casco, tendiendo el brazo para tensar el cordaje y mantenerse firme, se estiró. Con la mano derecha lanzó la segunda cuerda como un látigo.

Ahora era visible para aquellos a quienes deseaba salvar, excepto cuando ese lado de la nave se elevaba y una ola bañaba a Piteas. Un hombre le pasó al lado. Piteas le arrojó la cuerda. El hombre la agarró y los marineros de cubierta lo subieron a bordo.

El tercero a quien Piteas rescató fue Hanno, que estaba aferrado de un remo. Después se le agotaron las fuerzas. Subió con la ayuda de dos marineros y cayó desmañadamente junto al fenicio. Nadie más intentó imitar la hazaña; pero no se vieron más náufragos en las encrespadas aguas.

Hanno se incorporó.

—A la cabina, tú, yo y estos dos —ordenó. Le castañeteaban los dientes—. De lo contrario el frío nos matará. No habríamos sobrevivido diez minutos en esas aguas.

Una vez dentro, los hombres se desnudaron, se frotaron con toallas para acelerar la sangre, se arroparon con mantas.

—Estuviste magnífico, amigo —dijo Hanno—. No pensé que un erudito como tú, curtido, pero erudito al fin y al cabo, pudiera lograrlo.

—Tampoco yo —resolló Piteas.

—Nos salvaste de las consecuencias de mi locura.

—Locura no. ¿Quién podía prever que el mar fuera tan bravo cuando no hay viento?

—¿Qué puede haberlo causado?

—Demonios —murmuró un marinero.

—No —dijo Piteas—. Debe ser un truco de estas marejadas del Atlántico, corrientes en un estrecho erizado de islas y arrecifes.

Hanno rió entre dientes.

—¡Ha hablado el filósofo!

—Aún nos queda un bote —dijo Piteas—. Y nuestra suerte puede cambiar. Si queréis, muchachos, rezad a vuestros dioses. —Se tendió en su litera—. Yo pienso dormir.

6

Las naves resistieron, aunque una rozó una roca y se le abrieron las juntas. Cuando se disipó la niebla y se calmaron las aguas, los remeros impulsaron los tres navíos hacia la isla alta. Encontraron una caleta segura con una loma donde podrían reparar los daños con la bajamar.

Varias familias vivían en las cercanías: pescadores hirsutos, vestidos con pieles, que cuidaban algunos animales y sembraban diminutos jardines. Sus viviendas eran piedras amontonadas y techos de hierba sobre fosos. Al principio huyeron y los observaron de lejos. Cuando Piteas ordenó que les entregaran obsequios, regresaron tímidamente para recogerlos. Luego acogieron a los griegos como huéspedes.

Fue una suerte, pues una borrasca sopló desde el oeste. La caleta daba al este y los peñascos que la rodeaban apenas guarecían las naves, pero en otras partes la tormenta rugió con furia días y noches. Los hombres no lo resistían. Dentro, se esforzaban para hablar y oír a pesar del bullicio. Olas más altas que murallas se estrellaban contra los riscos del oeste. Rocas que pesaban toneladas eran arrancadas de los bajíos. La tierra temblaba. El aire era un torrente espumoso y salobre que azotaba la cara y cegaba los ojos. Era como si el mundo se hubiera precipitado en el caos primordial.

Piteas, Hanno y sus compañeros se agazapaban sobre algas secas tendidas sobre el suelo de tierra de una caverna sombría. Los rescoldos ardían en el hogar. Un humo acre flotaba en el aire helado. Piteas era una sombra más, y sus palabras un susurro en medio de esa violencia.

—La niebla, y ahora esto. Aquí no hay mar ni tierra ni aire. Todos se han vuelto uno, algo semejante a un pulmón marino. Más al norte sólo puede haber el Gran Hielo. Creo que estamos cerca de la frontera del reino de la vida. —Irguió la cabeza—. Pero no hemos llegado al fin de nuestra búsqueda.

7

Hacia el este, a cuatro días de navegación desde la punta norte de Pretania, los exploradores hallaron otra tierra. Se elevaba abruptamente desde el agua, pero las vegas protegían una gran bahía. En un extremo vivía un pueblo que recibió con los brazos abiertos a los recién llegados. No eran celtas, y eran aún más altos y rubios. Hablaban un idioma emparentado con una lengua germánica cuyos rudimentos Hanno había aprendido en viajes anteriores. Pronto se hizo entender. Ese pueblo mostraba la influencia de los celtas en las herramientas y las armas de hierro, en las artes y el modo de vida, pero tenía un espíritu más sobrio, menos obsesionado por lo sobrenatural. Los griegos se proponían permanecer poco tiempo allí, preguntar acerca de los parajes que buscaban, reaprovísionarse y continuar viaje. Pero su estancia se prolongó. Los afanes, los peligros y las pérdidas los habían desgastado. Aquí encontraban hospitalidad y admiración. A medida que aprendían el idioma, hallaban camaradería, compartían tareas, intercambiaban ideas, recuerdos y canciones, retozaban, se divertían. Las mujeres eran complacientes. Nadie pidió a Piteas que ordenara levar anclas ni le preguntó por qué no lo hacía.

Los huéspedes no eran parásitos. Les ofrecieron maravillosos regalos. Condujeron a bordo de una de sus naves a hombres que sólo conocían botes largos hechos de tablones cosidos, impulsados por remos. Esos hombres aprendieron más acerca de sus propias aguas y sus comunidades de otras tierras de lo que jamás habían soñado. Iniciaron transacciones comerciales, y visitaron algunos parajes por primera vez. Tierra adentro la caza era excelente, y los soldados llevaban gran cantidad de carne a casa. La presencia de los griegos, que revelaba la existencia de un mundo exterior, daba nueva chispa a la vida. Se sentían acogidos como hermanos.

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