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Poul Anderson: La nave de un millón de años

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Poul Anderson La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista... La nave de un millón de años

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—¿Que tú qué?

Hanno soltó una carcajada.

—Ten listo el campamento. Prepara el festín. Di a los hombres de Demetrios que ellos formarán la guardia de honor. Recibiremos a nuestros huéspedes al alba, y sin duda los festejos continuarán todo el día. Esperarán obsequios generosos, pero tenemos suficientes mercancías, y el honor exigirá que recibas varias veces ese valor en cosas que nos vendrán mejor. Además, ahora tenemos salvoconducto para viajar un buen trecho hacia el norte. —Hizo una pausa. El mar y la tierra suspiraban alrededor—. Oh, y si mañana por la noche tenemos buen tiempo, observa las estrellas, Piteas. Eso les impresionará.

—Y forma parte de aquello por lo cual viajamos —susurró el griego—. De aquello que tú has salvado.

4

Detrás se extendían las importantes minas de estaño de Dumnon, y el puerto al cual no iría ningún cartaginés mientras durase la guerra, y las tres naves. Lykias las custodiaba y se encargaba del calafateo y las reparaciones. Demetrios organizaba exploraciones terrestres en las costas del oeste y del sur. Piteas exploraba el interior y el norte de Pretania.

Con Hanno y una pequeña escolta militar, salió de las colinas a una llanura ondulante y agreste tachonada de pastos y tierras de labranza. Dominaban el paisaje terraplenes y un montículo gigantesco que se erguía dentro de una fosa. Ese cráter gredoso de cima hueca albergaba a hombres armados y sus viviendas.

El comandante recibió hospitalariamente a los viajeros, una vez que estuvo seguro de sus intenciones. La gente siempre ansiaba recibir noticias del exterior; la mayoría de los bárbaros tenían horizontes patéticamente estrechos. Hanno charlaba con un dumnoniano que los había acompañado hasta allí y ahora quería ir a casa. Un hombre llamado Segovax se ofreció para reemplazarlo y conducirlos hasta una gran maravilla de las cercanías.

Soplaba un helado viento otoñal. Las hojas ya eran amarillas, pardas y rojizas y empezaban a caer. Un sendero subía hasta una elevación donde raleaban los árboles. Las sombras de las nubes y la pálida luz del sol segaban inmensidades de hierba cetrina. A lo lejos, rebaños de ovejas se perdían en la soledad. Los griegos marchaban enérgicamente, conduciendo los ponis de carga que habían adquirido en Dumnonia. No regresarían al fuerte de la colina, sino que continuarían avanzando. Un invierno era poco tiempo para recorrer esa comarca, y Piteas tenía que estar de vuelta en el puerto en primavera.

Poco a poco, Piteas vio de qué se trataba. Al principio parecía pequeño, y supuso que la gente le daba tanta importancia porque no conocía nada mejor. Al acercarse, reparó cada vez más en su enorme tamaño. Dentro de una muralla de tierra derruida se erguía un triple círculo de piedras de unos setenta cubitos de anchura, y la más alta debía de tener la talla de tres hombres. Tenían encima losas de tamaño similar, grises, manchadas de liquen, castigadas por la intemperie, inescrutablemente poderosas.

—¿Qué es esto? —jadeó.

—Has visto obras megalíticas en el sur, ¿verdad? —susurró Hanno, la voz menos serena que las palabras.

—Sí, pero nada como esto… ¡Pregunta!

Hanno se volvió hacia Segovax y hablaron en celta.

—Dice que los gigantes lo construyeron en la alborada del mundo —le explicó Hanno a Piteas.

—Entonces esta gente es tan ignorante como nosotros —murmuró el griego—. Acamparemos aquí, al menos para pasar la noche. Tal vez aprendamos algo. —Era más una plegaria que una esperanza.

Durante el resto del día se dedicó a mirar y hacer mediciones. Hanno podía brindarle escasa ayuda y Segovax poca información. Piteas pasó un largo rato tratando de hallar el centro exacto del complejo y estudiando el lugar.

—Creo que aquella piedra… —dijo señalando—. El sol se elevará sobre ella el día del solsticio de verano. Pero no estoy seguro, y no podemos esperar para confirmarlo, ¿verdad?

Atardecía. Los soldados, que habían aprovechado la ocasión para remolonear, encendieron una fogata, cocinaron, se relajaron. Charlaban y reían. No tenían razones para temer un ataque de hombres mortales, ni para preguntarse qué fantasmas moraban allí.

El cielo se había despejado y, al anochecer, Piteas se alejó del campamento para efectuar observaciones, como hacía siempre que podía. Hanno lo acompañó, llevando una tablilla de cera y un estilo para registrar las mediciones. Como buen fenicio, sabía escribir sin luz. Piteas se valía de las protuberancias y los surcos para leer los instrumentos con los dedos, una medición menos precisa de la que deseaba pero preferible a ninguna. Cuando una roca bloqueó las fogatas, quedaron a solas con el cielo, en medio del círculo.

Titánicas masas negras los cercaban. Las estrellas titilaban como atrapadas entre las piedras. En lo alto se curvaba la Galaxia, un río de bruma por donde nadaba el Cisne. La Lira colgaba en silencio. El Dragón se enroscaba alrededor de un polo extrañamente alto en el cielo. El frío se intensificaba con las horas, la vasta rueda giraba, la escarcha blanqueaba las piedras.

—¿No nos convendría dormir? —preguntó Hanno al fin—. Estoy olvidando qué es la tibieza.

—Supongo que sí —masculló Piteas—. He aprendido todo lo posible. —Y de pronto exclamó—: ¡No es suficiente! Jamás lo será. Tendríamos que vivir un millón de años.

5

Siguieron rumbo al norte, dejando atrás tierras cada vez más agrestes rodeadas de arrecifes, hasta que la costa se curvó hacia el este. Las aguas eran tan escabrosas como la tierra donde se estrellaban las olas; los buques se mantenían lejos de la orilla y anclaban al atardecer. Era preferible privarse de una fogata a tener visitantes desconocidos. El cuarto día los promontorios rojos y amarillos de una isla se recortaron en la bruma. Piteas decidió pasar entre ella y la costa principal. Las naves continuaron su arduo avance hasta el anochecer.

Los hombres no vieron el alba, pues el aire era aún más denso. A popa una muralla de blancura se erguía en el horizonte. Soplaba una brisa ligera y había una visibilidad de unos doce estadios atenienses, así que izaron las velas goteantes. Dejaron atrás la abrupta isla y adelante, a estribor, distinguieron un borrón que debía de ser una isla más pequeña. Creció el rumor de las rompientes, y un estruendo subterráneo.

La muralla blanca rodó sobre ellos, cegándolos. La brisa murió y siguió una calma chicha que los dejó impotentes.

Esa niebla era inaudita. Desde el centro de la nave no se veía la proa ni la popa; un remolino gris y sofocante desdibujaba las cosas. Al costado apenas se distinguía la turbulencia estriada de espuma. El agua se posaba sobre el cordaje y se precipitaba en una llovizna maligna que bruñía la cubierta. La humedad apelmazaba el pelo, la ropa, el aliento y el frío los calaba hasta los huesos como si ya se estuvieran ahogando. No había formas, sólo ruidos. En el denso mar, los maderos crujían y el casco se mecía sin ton ni son. Soplaban ráfagas susurrantes, el oleaje rugía. Con cornetazos y voces roncas, cada nave llamaba desesperadamente a las otras naves invisibles.

Piteas, a popa junto al timón, meneó la cabeza.

—¿Por qué se elevan las olas cuando no hay viento? —preguntó en medio del bullicio.

El timonel aferró el inservible timón y se estremeció.

—Criaturas de la profundidades —jadeó— o los dioses de estas aguas, enfurecidos porque los molestamos.

—Lanza los botes —le aconsejó Hanno a Piteas—. Nos advertirán sí estamos a punto de chocar contra una roca, o quizá puedan sacarnos de aquí.

El timonel mostró los dientes.

—¿Pero qué estás diciendo? —exclamó— ¡No enviarás a esos hombres a los demonios! No irán.

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