Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Gotas rojas caían en la acera. Si alguien los vio optó por no inmiscuirse. Hanno había contado con eso.

Había una pequeña camioneta de mudanzas en un garaje. Hanno la había alquilado el día anterior, pactando que la devolvería en Pocatello, Idaho.

La mole del vehículo les permitió meter a Aliyat sin que nadie los viera. En la parte trasera había un colchón y ropa de cama, junto con los suministros médicos que habían podido comprar en su prisa. Hanno y Svoboda desvistieron a Aliyat, la lavaron, le administraron un antibiótico, le cambiaron los vendajes, la pusieron tan cómoda como podían.

—Creo que se recobrará —dijo Svoboda.

—No lo dudes —masculló Aliyat.

—Déjanos —le ordenó Svoboda a Hanno—. Yo la cuidaré.

El fenicio obedeció. Svoboda había sido soldado y entendía de primeros auxilios; había sido veterinaria, y los humanos no son tan distintos de sus parientes. Cerró las puertas traseras y fue a la cabina a esperar. Al menos ahora podría fumar su pipa y temblar sin disimulos.

Peregrino llegó al poco tiempo. Hanno nunca lo había visto tan alegre.

—¡Yupiiii! —exclamó Peregrino.

—Será mejor que yo conduzca primero —dijo Hanno. Puso el motor en marcha. Pagó la tarifa del aparcamiento y enfiló hacia el oeste.

15

Era natural que los Tu organizaran una merienda para sus huéspedes, la gente que habían conocido en las ciudades, pero a los niños no les gustó que no los invitaran. Esas personas parecían, interesantes, aunque hablaban poco de sí mismas. Primero estaba la convaleciente señorita Adler, a quien los Tu habían recibido en Pocatello y habían llevado allí. El resto se alojaba en un hotel pero pasaba los días en el rancho: los Tazurin, el señor Langford, quien admitía que era indio, y la negra señorita Edmonds, todos distintos entre sí y de los demás.

Quizá deseaban estar solos y trazar planes para ampliar la casa y crear espacio para más niños. Se comportaban con mucha solemnidad. Eran simpáticos pero no actuaban como turistas. La mayoría, los Tu incluidos, paseaban en pares y tríos, y salían durante horas.

En la cima de una colina que dominaba una vista ancha y bella, Tu Shan había armado tiempo atrás una mesa y bancos de pino. Aparcaron los coches en las cercanías y salieron. Durante un rato miraron en silencio. El sol, a medio camino en el cielo del este, se reflejaba en las nubes y los nevados picos del oeste. Entre ellos y las montañas se extendían mil matices de verde, estribaciones, tierras de labranza, árboles a lo largo del río perezoso y brillante. Un par de halcones revoloteaba en lo alto, las alas bordeadas de oro. El susurro de una templada brisa impregnaba el aire de aromas maduros.

—Hablemos antes de descargar la comida —propuso Hanno. Era innecesario decirlo, pues se daba por sobreentendido, pero evitaba los rodeos. Los humanos tendían a postergar las decisiones difíciles, sobre todos los inmortales—. Espero que terminemos a tiempo para relajarnos y pasarlo bien, pero si es preciso discutiremos hasta el atardecer. Ése es el límite, ¿de acuerdo?

Hanno se sentó, con Svoboda a la derecha y Peregrino a la izquierda. Frente a ellos estaban Tu Shan, Asagao, Aliyat y la mujer cuyo nombre, para ellos, seguía siendo Corinne Macandal. Sí, pensó Hanno, aunque intentamos conocernos mejor para formar una hermandad, inadvertidamente respetamos los antiguos lazos.

Ninguno habría aceptado un jefe de sesiones, pero alguien tenía que asumir la iniciativa y él era el mayor.

—Dejadme resumir —dijo—. No diré nada nuevo, pero quizá nos ahorre nuevas repeticiones.

»La pregunta básica es si nos entregamos al gobierno y revelamos al mundo quiénes somos, o si continuamos nuestra farsa bajo nuevas máscaras.

»En la superficie, no hay gran revuelo por nosotros. Alguien se llevó a Rosa Donau del hospital. Corinne Macandal se esfumó. Lo mismo hicieron Kenneth Tannahill y un par de huéspedes, pero eso fue en otra parte, y Tannahill viaja a menudo, pasa más tiempo fuera que en casa. Ningún escándalo en las noticias, ni siquiera la desaparición de Rosa. Es una mujer anónima, pocos se interesan por los pacientes de ese hospital, nadie denunció un secuestro ni otro delito, y ninguna de esas personas está acusada de nada.

»Pensé que era demasiado bueno para ser cierto, pero Corinne dice que es así. Ha consultado a sus conexiones un par de veces desde su escondrijo. Ned Moriarty sigue interesado. El FBI cree que vale la pena indagar. Podría haber drogas, espionaje o travesuras menos espectaculares pero igualmente ilegales. ¿Alguna novedad reciente, Corinne?

Macandal meneó la cabeza.

—No —respondió en voz baja—, ni las tendré. Ya he sometido el honor de esos hombres a una prueba demasiado fuerte. No los llamaré de nuevo.

—Yo tengo mis propios contactos en Seattle —dijo Hanno—, pero cada día que pasa es más arriesgado usarlos. Tannahill está asociado con Tomek Enterprises. El FBI investigará eso, por lo menos. Quizá decida que allí no hay nada, que los amigos de Tomek ignoran por qué se esfumó Tannahill. Sin embargo, no pensará así si descubre que esos amigos ya demostraban cierto conocimiento de la situación. Prefiero no correr el riesgo. Ya hemos corrido bastantes.

Se inclinó hacia delante, los codos en la mesa.

—En breve —concluyó—, si queremos permanecer ocultos, tendremos que hacer un trabajo integral. Abandonar todo cuanto antes y para siempre. Este rancho incluido. Tomek trajo a Shan y Asagao y los instaló aquí. Alguien vendrá a hacer preguntas. Tal vez oiga chismes sobre esas visitas que recibisteis poco después de los acontecimientos sospechosos. Una vez que tenga descripciones, se acabó. Aliyat habló con voz trémula. Ya podía caminar con ciertas limitaciones, y había recobrado el color, pero tardaría unas semanas en recuperarse del todo, en cuerpo y espíritu.

—Entonces no podemos irnos. Tenemos que desistir. O bien ser pobres de nuevo…, no tener hogar…, no.

Hanno sonrió.

—¿Has olvidado lo que dije, o no me crees? —respondió Hanno—. He guardado dinero y otros recursos en varias partes del mundo. Nos alcanzarán para cien años. Tengo lugares donde vivir, excelentes pretextos, todos los detalles arreglados. Sí, periódicamente actualizados. Podemos dispersarnos o vivir juntos, según nuestro gusto, pero estaremos cómodos durante al menos cincuenta años, si esta civilización dura tanto, y bien preparados si no dura. Entretanto podemos echar los cimientos de nuevas carreras.

—¿Estás seguro?

—Sé bastante sobre esto —dijo Peregrino—. Yo estoy seguro. Si tienes miedo, Aliyat, ¿por qué te dejaste sacar de esa cama?

Ella movió los ojos.

—Estaba aturdida, no sabía qué hacer, no podía pensar. Quería comprar tiempo.

—Ésa era también mi idea —dijo Peregrino a los demás—. Mantuve la boca cerrada, como ella, pero hoy debemos ser francos.

A pesar de su camaradería, Hanno se sobresaltó.

—¿Qué? —exclamó—. ¿Acaso opinas que debemos entregarnos? ¿Por qué?

—He oído la opinión de Sam Giannotti —respondió gravemente Peregrino—. Una vez que el mundo sepa que es posible la inmortalidad, podrá dársela a todos dentro de… ¿diez años? ¿Veinte? La biología molecular ya está muy avanzada. ¿Tenemos derecho a callar? ¿A cuántos millones o miles de millones condenaríamos a una muerte innecesaria?

Hanno reparó en el tono y replicó:

—No pareces muy convencido.

Peregrino hizo una mueca de dolor.

—No lo estoy. Tenía que plantear el problema, pero… ¿Podría sobrevivir la Tierra? —Señaló el paisaje que los rodeaba—. ¿Cuánto tardaría esto en estar lleno de cemento, o contaminado como una cloaca? Los humanos son tantos que ya se están asfixiando. Me pregunto si es posible escapar de la decadencia o la extinción. Nosotros podríamos adelantar ese desenlace.

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