Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Un fantasma de color tino la tez de Aliyat.susurró en inglés.

Asegúrate de no tener visitantes mañana por la tarde. Di a estas personas que te sientes peor y necesitas unos días de reposo. Pídeles que difundan el rumor. Reserva tus fuerzas.

Hanno se enderezó bajo la mirada de las mujeres de la Unidad.

No sabía que estaba tan graveles dijo —. De lo contrario la habría avisado antes de venir con mi esposa.

¿Usted la conoce de otra parte?preguntó una.

Sí. Hacía tiempo que no la veíamos, pero leímos acerca de ese incidente, y como somos de la misma nacionalidad y teníamos negocios en Nueva York. Bien, lo lamento. Vamos Olga. Te veremos después, Rosa, cuando estés recobrada. Cuídate.Hanno y Svoboda le dieron unas palmaditas en las manos inertes y se marcharon.

Un recorrido por los pasillos del séptimo piso, una rápida ojeada a la sala para asegurarse de que no había ninguna trampa. Si Aliyat no deseaba irse, con los riesgos y dolores que eso suponía, tal vez se ayudara a sí misma diciendo la verdad y delatando a Hanno. Él había apostado a que Aliyat desconfiara de las autoridades, después de tantos siglos, o al menos que tuviera la astucia de prever que una confesión le cerraría las demás opciones.

Toda la operación era una apuesta. Si fracasaba y no lograba escapar… No debía permitir que la preocupación le quitara lucidez y energía.

—Demonios —dijo—. No hay silla de ruedas. Busquemos en el piso de abajo.

Allí tuvieron suerte. Había sillas de ruedas, camillas y cosas semejantes en los corredores. Hanno cogió una silla y la empujó hacia el ascensor.

Una enfermera lo miró, entreabrió los labios, se encogió de hombros y siguió su camino. El personal trabajaba en exceso por salarios misérrimos y sin duda cambiaba a menudo por esa razón. Svoboda lo siguió a prudente distancia, fingiendo que buscaba un número de habitación.

De nuevo en el séptimo piso, fueron a la sala de Aliyat. Ahora la celeridad era la clave de todo. Svoboda entró la primera. Si una enfermera o médico estaban presentes, tendrían que seguir dando vueltas, esperando una oportunidad. Svoboda regresó a la puerta y lo llamó. Hanno entró con el pulso acelerado.

La mugrienta sala tenía una doble hilera de camas, la mayoría ocupadas. Algunos pacientes miraban televisión, otros dormitaban, algunos eran vegetales, unos pocos miraron turbiamente al recién llegado. Ninguno hizo preguntas. Hanno no esperaba que las hicieran. Un ambiente como ése devoraba la vitalidad. Aliyat también se había dormido. Parpadeó cuando le tocaron el hombro. De pronto Hanno reconoció esa rapidez de hurón que en su encuentro de siglos atrás Aliyat había disimulado hasta que había sido demasiado tarde para él.

Hanno sonrió.

—Bien, señorita Donau, es hora de hacer esos análisis —dijo. Ella sonrió y realizó un visible esfuerzo. Oh, sabía que eso dolería. Él conservaba sus habilidades de marino, tales como cargar pesos con cuidado, y aunque no tenía un cuerpo hercúleo nunca había perdido la robustez. Dobló las rodillas, la aferró, la trasladó de la cama a la silla. Los brazos se le colgaron del cuello. Sintió una traviesa caricia en el pelo. Notó que ella contenía el aliento.

Svoboda se mantuvo aparte mientras Hanno llevaba a Aliyat hasta el ascensor. Cogió el ascensor con ambos. El día anterior habían hallado lo que necesitaban en el segundo piso, reduciendo la distancia que Aliyat debía recorrer a pie. También apostaban a que el baño de hidroterapia estuviera vacío, pero era una apuesta bastante segura a esas horas. Hanno llevó a Aliyat adentro, le explicó en pocas palabras qué harían y salió. No había nadie en las inmediaciones. Hanno tomó el rumbo contrario con expresión consternada. Svoboda remoloneó hasta que pudo entrar sin ser vista, llevando su cartera.

Hanno se refugió de nuevo en un cuarto de baño y pasó allí los diez minutos previamente convenidos, sentado en un inodoro y mirando grafitis. Eran vulgares y toscos. Tendré que elevar el nivel de este tugurio, decidió Hanno. Cualquier cosa para no inquietarse. Sacó una pluma, halló un espacio vacío y escribió: «x n+ y n= z n» no tiene soluciones enteras para todas las n mayores que dos. He hallado una maravillosa prueba de este teorema, pero aquí no hay lugar para anotarla.»

Tiempo. Dejó el delantal y regresó a hidroterapia. Svoboda estaba saliendo; gran muchacha. Aliyat se apoyaba en ella. Ya no usaba bata de hospital sino vestido, medias, zapatos, una chaqueta ligera que cubría el bulto de las vendas. Svoboda conservaba la cartera. Hanno se reunió con ellas para ayudar.

—¿Cómo vas? —preguntó en inglés.

Un gorgoteo de aire (¿y sangre?).

—Llegaré —jadeó Aliyat—, pero…, oh diablos… no, no importa.

Apoyó su peso en Hanno. Avanzó despacio, tambaleando. El sudor le perlaba la cara y le humedecía las fosas nasales. Hanno había visto cadáveres menos pálidos.

Pero se movía. Fue como si recobrara las fuerzas, hasta que casi caminó normalmente. Ésa es mi carta de triunfo, pensó Hanno. La vitalidad de los inmortales. Ningún humano normal podría hacer esto con esa herida. Pero ella tampoco podrá, a menos que saque fuerzas de flaqueza.

En el ascensor Aliyat se derrumbó. Hanno y Svoboda la sostuvieron.

—Debes ser fuerte y caminar derecha —dijo la ucraniana—. Es sólo un trecho. Luego descansarás. Luego serás libre.

Aliyat entreabrió los labios.

—Aún… no me… he rendido.

Cuando salieron al vestíbulo, no caminaba a largos pasos, pero nadie habría notado cuánta ayuda necesitaba. Hanno miraba de aquí para allá. ¿Dónde cuernos…? Sí, allá estaba el indio, en el plástico cuarteado y descascarado de una silla, hojeando una revista decrépita.

Peregrino los vio, se levantó, tropezó con un hombre que pasaba.

—Oiga —gritó—, ¿por qué no mira por dónde va? —Y añadió una obscenidad para rematarla.

—Allá está la puerta —le murmuró Hanno a Aliyat—. Vamos, dos, tres, cuatro.

Peregrino provocó un altercado y llamó la atención de todos. Un par de guardias se le acercaron. Hanno esperó que no exagerase. La idea era brindar un par de minutos de distracción y que luego lo expulsaran, no que lo arrestaran. Un problema de Peregrino: es un caballero por instinto, no tiene talento para hacer de borracho agresivo. Pero tiene cerebro y tacto.

Fuera. A pesar del polvo, el sol los encandiló un instante. El taxi estaba frente a la acera. Hermes, dios de los viajeros, los mercaderes y los ladrones, gracias.

Hanno ayudó a Aliyat a entrar. Ella se desplomó en el asiento y trató de recobrar el aliento. Svoboda se sentó al otro lado. Hanno dio una dirección. Él taxi arrancó. Mientras avanzaban en medio de la congestión y los bocinazos, Aliyat se mecía de aquí para allá. Svoboda tanteó bajo la chaqueta, meneó la cabeza y frunció los labios, sacó una toalla de la cartera y se la puso con disimulo. Para bloquear la sangre, comprendió Hanno; tenía una hemorragia.

—Oiga, ¿la dama está bien? —preguntó el conductor—. Por lo que veo, no debieron darle el alta.

—Síndrome de Schartz-Metterklume —explicó Hanno—. Necesita llegar a la cama cuanto antes.

—Sí —resolló Aliyat—. Ven a verme mañana, guapo.

El conductor abrió la boca y miró de reojo, pero aceleró. Cuando llegaron, Hanno cumplió su promesa de una generosa propina. Serviría para silenciar al conductor si los investigadores adivinaban que habían usado un taxi. Aunque esa historia ya no ayudaría mucho a la policía.

—A la vuelta de la esquina —le dijo Svoboda a Aliyat—. Media manzana.

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