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Poul Anderson: La nave de un millón de años

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Poul Anderson La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista... La nave de un millón de años

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—¿Acaso previo la llegada y el propósito de mi señor?

—No es preciso que sean poderes ocultos. El Tao obra para armonizar los acontecimientos.

—¿Deseáis que lo convoque aquí, o que le ordene esperar a mi señor?

—Ninguna de ambas cosas. Aunque me duele interrumpir esta fascinante conversación, yo iré a verlo a él. —Ante la mirada sorprendida del anfitrión, Ts'ai Li añadió—: A fin de cuentas, si él no hubiera venido yo habría ido a su refugio. Si es digno de respeto, demostremos respeto.

Con su susurro de seda y brocado, se levantó del cojín y echó a andar. Yen Ting-kuo lo siguió. El palafrenero del inspector se apresuró a llamar a una cantidad apropiada de asistentes para seguir a los magnates. Atravesaron el portón y marcharon colina abajo con paso digno.

Un viento fuerte soplaba ahora desde el norte, enfriando el aire, empujando nubes cuyas sombras cruzaban la tierra como guadañas. El polvo amarillo se arremolinaba sobre los campos y el camino. Una bandada de cuervos pasó volando. Sus graznidos se enredaron con los murmullos de la gente, la multitud se había reunido ante el pozo de la aldea. Estaban aquellos que no trabajaban en los campos: comerciantes, artesanos, sus mujeres e hijos, los viejos e inválidos. Los soldados de la escolta del enviado imperial se mezclaban con ellos, acuciados por la curiosidad.

Todos rodeaban a un hombre que se había detenido junto al brocal. Era de complexión robusta y vestía como un labriego: pantalones y chaqueta acolchados y azules. Iba descalzo, los pies llenos de callos. Llevaba la cabeza descubierta, y rizos negros ondeaban bajo el pelo anudado en la coronilla. Tenía una cara ancha, de nariz chata, curtida. Había apoyado un cayado cerca del brocal y tenía una niñita en el hombro. Cerca de él había tres jóvenes, vestidos tan sencillamente como él.

—¡Ja, pequeña! —rió el hombre, haciéndole cosquillas—. ¿Quieres montar tu viejo caballo? Pequeña desvergonzada. —Ella se contorsionó entre risitas.

—Bendícela, maestro —pidió la madre.

—Vaya, pues ella misma es la bendición —replicó el hombre—. Aún está cerca del Manantial de la Quietud al cual ansían regresar los hombres sabios. Aunque eso no te impide desear una golosina, ¿eh, Meimei?

—¿La infancia puede ser mejor que la vejez? —preguntó con voz trémula un encorvado anciano de abundante barba blanca. —¿Queréis que enseñe con el gaznate reseco por el polvo del camino? —respondió cordialmente el hombre—. No, por favor, primero unas copas de vino. Todo exceso es malo, incluso en la autonegación.

—¡Abrid paso! —exclamó el palafrenero—. ¡Paso al señor Ts'ai Li, enviado imperial de Ch'ang-an, y el señor del distrito, Yen Ting-kuo!

Todos enmudecieron. La gente se apartó. La asustada niña gimoteó y buscó a la madre. El hombre se la entregó a la mujer y se inclinó, cortés pero no sirviente, ante las dos figuras con túnica.

—He aquí a nuestro sabio Tu Shan, inspector —dijo el subprefecto.

—¡Largo de aquí! —ordenó el palafrenero a los plebeyos—. Ésta es una cuestión de Estado.

—Pueden escuchar si desean —dijo Ts'ai Li con suavidad.

—El hedor de esa chusma no debe ofender el olfato de mi señor —declaró el palafrenero, y la multitud retrocedió, formando grupos y mirando boquiabierta.

—Volvamos, pues, a la casa —propuso Yen Tingkuo—. Hoy recibes un gran honor, Tu Shan.

—Doy las gracias de todo corazón a mi señor —respondió el recién llegado—, pero estamos harapientos y sucios, y no merecemos entrar en vuestro hogar. —El acento no era educado pero tampoco soltaba inculto. La profunda voz era risueña, al igual que los ojos chispeantes—. ¿Puedo tomarme la libertad de presentar a mis discípulos Ch'i, Wei y Ma? —Los tres jóvenes se prosternaron hasta que él les indicó que se levantaran.

—Pueden acompañarnos —dijo Yen Ting-kuo, sin ocultar su disgusto.

Tu Shan lo percibió.

—Quizá mi señor desee explicar enseguida su cometido —le dijo a Ts'ai Li—. Entonces sabremos si pierde el tiempo o no al buscarlo.

El inspector sonrió.

—Espero que no, sabio señor, pues ya he perdido mucho —dijo. Al barón, al secretario y al resto, estupefactos ante lo que habían oído, comentó—: Tu Shan tiene razón. Me ha ahorrado la dificultosa marcha hasta su ermita.

—Casualidad —dijo el aludido—. Y tampoco se requiere una percepción sobrenatural para adivinar vuestro cometido.

—Alégrate —respondió Ts'ai Li—. Los comentarios sobre ti han llegado a los augustos oídos del emperador. Me pidió que te buscara y te llevara a Ch'ang-an, para que el reino se beneficie con tu sabiduría.

Los discípulos soltaron una exclamación antes de recobrar la compostura. Tu Shan no se inmutó.

—Sin duda el Hijo del Cielo tiene un sinfín de consejeros —dijo.

—En efecto, pero son insuficientes. Como dice el proverbio, mil ratones no equivalen a un tigre.

—Tal vez mi señor sea un poco injusto con los consejeros y ministros. Ellos realizan tareas abrumadoras que mi pobre y escaso ingenio no puede comprender.

—Tu modestia es loable. Revela tu carácter.

Tu Shan negó con la cabeza.

—No, soy necio e ignorante. ¿Cómo podría atreverme siquiera a ver el trono imperial?

—Te menosprecias —replicó Ts'ai Li con impaciencia—. Nadie puede haber vivido tanto como tú sin ser inteligente y sin haber ganado experiencia. Más aún, has reflexionado sobre lo que observaste y has extraído de ello valiosas lecciones.

Tu Shan sonrió hoscamente como si estuviera ante un igual. —Sí algo he aprendido, es que la inteligencia y el conocimiento valen poco por sí mismos. Sin la iluminación que trasciende las palabras y el mundo, sólo nos brindan maravillosas razones para hacer lo que pensábamos hacer de todos modos.

Yen Ting-kuo no pudo abstenerse de intervenir.

—Vamos, no eres un asceta. El emperador recompensa con imperial generosidad a todos los que le sirven bien.

Tu Shan cambió sutilmente de actitud, como un maestro ante un alumno lerdo.

—He visitado Ch'ang-an en mis vagabundeos. Y aunque no entré en el palacio, estuve en mansiones. Señores míos, allí hay demasiadas paredes. Cada pabellón está apartado del otro, y cuando al atardecer suenan los tambores de las torres, los portones se cierran para todos salvo para los nobles. En las montañas uno viaja libremente bajo las estrellas.

—Para quien recorre el Camino, todos los lugares deberían ser semejantes —dijo Ts'ai Li.

Tu Shan inclinó la cabeza.

—Mi señor es versado en el Libro del Camino y su Virtud. Pero yo soy un torpe, medio ciego, que se tropezaría constantemente contra esas paredes.

Ts'ai Li dijo con frialdad:

—Creo que presentas excusas para eludir un deber difícil. ¿Para qué predicas entre los demás, si te importan tan poco que no pones tus ideas al servicio de ellos?

—Así no se les puede ayudar. —Aunque Tu Shan habló en voz baja, sus palabras vibraron en el viento—. Sólo ellos pueden encararse a sus problemas, así como cada hombre sólo puede encontrar el Tao por sí mismo.

—¿Niegas la beneficencia del emperador? —preguntó Ts'ai Li, con voz cortante como una daga.

—Muchos emperadores han ido y venido. Muchos más lo harán. —Tu Shan gesticuló—. Mira la polvareda. Otrora también tuvo vida. Sólo el Tao permanece.

—Te arriesgas… a ser castigado, sabio señor.

Tu Shan soltó una carcajada y se palmeó el muslo.

—¿Cómo puede dar consejos una cabeza separada del cuello? —dijo, recobrando la calma—. Mi señor, no deseo ser irrespetuoso. Sólo digo que no soy apto para la tarea que tienes en mente, y soy indigno de ella. Llévame contigo y pronto te convencerás de ello. Será mejor que ahorres el valioso tiempo del Único.

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