Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Ts'ai Li suspiró. Yen Ting-kuo, observando al inspector, se calmó un poco.

—Bribón —rezongó Ts'ai Li—, usas el Libro…, ¿cómo dice ese verso? «Como agua, blanda y dócil, que desgasta la piedra más dura…»

Tu Shan hizo una reverencia.

—¿No deberíamos decir, más bien, que el arroyo fluye hacia su destino mientras la estúpida roca se queda donde estaba?

Ahora fue Ts'ai Li quien habló como ante un igual.

—Si no deseas ir, así sea. Perdóname cuando comuniqué que me habías defraudado.

—Lo expresáis con gran astucia.

Tu Shan esbozó una sonrisa y se inclinó ante Yen Ting-kuo.

—Como puedes ver, mi señor, no hay razones para que yo ensucie tus bellas esteras. Será mejor que mis discípulos y yo nos retiremos al instante de tu presencia.

—Bien —dijo con frialdad el subprefecto.

El inspector le lanzó una mirada reprobatoria, se volvió de nuevo hacia Tu Shan y preguntó casi en un susurro: —Sin embargo, sabio señor, has vivido más que casi cualquier otro hombre, y no muestras signos de vejez. ¿Puedes al menos decirme cómo ha ocurrido?

El rostro de Tu Shan adquirió una expresión solemne.

—Siempre me lo he preguntado —respondió, casi con piedad.

—¿Y bien?

—Nunca doy una respuesta clara, pues no la tengo.

—Sin duda la conoces.

—He dicho que no, pero la gente insiste. —Tu Shan pareció ahuyentar la tristeza—. Cuenta la historia que en el jardín de Hsi Wang Mu, Madre del Oeste, crecen ciertos melocotones, y que aquel a quien ella le permite saborearlos se vuelve inmortal.

Ts'ai Li lo miró durante un largo rato.

—Como desees, sabio señor —respondió al fin con un hilo de voz. Los curiosos suspiraron, miraron a su alrededor y se retiraron uno por uno. El inspector inclinó la cabeza—. Me marcho asombrado.

Tu Shan respondió al saludo.

—Saluda al emperador. También él merece compasión.

Yen Ting-kuo se aclaró la garganta, titubeó y ante un gesto siguió a Ts'ai Li fuera de la aldea. Regresaron a la mansión subiendo por la colina, seguidos por sus asistentes. Los plebeyos hicieron una reverencia, agachándose sobre las manos entrelazadas y retrocedieron hacia sus hogares. Tu Shan y sus discípulos permanecieron a solas junto al pozo. El viento murmuraba en el silencio. Las sombras iban y tenían.

Tu Shan cogió el cayado.

—Venid —dijo.

—¿Adonde, maestro? —aventuró Ch'i. —A nuestro refugio. Después… —Por un instante, el dolor le cruzó la cara—. No sé. A otra parte. Hacia las montañas del oeste, tal vez.

—¿Temes una represalia, maestro? —preguntó Wei.

—No. Confío en la palabra de ese señor. Pero conviene marcharse. Este viento huele a problemas.

—El maestro lo sabe —dijo el atrevido Ma—. Debe de haber sentido ese olor a menudo en sus muchos años. ¿De veras saboreaste esos melocotones?

Tu Shan sonrió.

—Tenía que decirle algo a ese hombre. Sin duda la historia se difundirá, y se inventarán anécdotas sobre otros que hicieron lo mismo. Bien, nosotros estaremos lejos.

Se puso en marcha.

—Os he advertido, jóvenes —continuó—, y os advertiré de nuevo. No tengo inspiración, ni secretos que revelar. Soy la más común de las personas, excepto que de algún modo, por alguna razón, mi cuerpo ha permanecido joven. Así que busqué el entendimiento, y descubrí que éste es el único modo de vida posible para los que son como yo. Si queréis escucharme, hacedlo. De lo contrario, id con mi bendición. Entretanto, andemos más deprisa.

—Pero dijisteis que no tenemos nada que temer, maestro —protestó Ma.

—No, no dije eso —respondió Tu Shan con voz cortante—. Temo presenciar lo que muy probablemente le pasará a esta gente a quien tanto amo. Son tiempos malignos. Debemos buscar un sitio apartado, y el Tao.

Echaron a andar en el viento.

III. El camarada

1

Una nave estaba cargando en el muelle Claudiano. Era grande para tratarse de un buque oceánico, con dos mástiles y el vientre negro y redondo con capacidad para unas quinientas toneladas. El dorado codaste, curvado sobre la cabeza y el cuello de cisne que adornaban la popa, también hablaba de riqueza. Luego se acercó para curiosear. Andaba por allí y había resuelto desviarse para ver qué novedades había en puerto. Siempre intentaba estar al corriente de todo lo que pasaba a su alrededor.

Los estibadores eran esclavos. Aunque era una mañana fresca, los cuerpos relucían y apestaban a sudor mientras subían ánforas por la plancha, dos hombres por vasija. La brisa del río mezclaba el olor de la brea fresca del barco con el de los esclavos. Lugo se acercó al capataz.

—El Nerida —contestó el capataz—, con vino, cristal, sedas y no sé qué más, para Britania. El capitán quiere coger la primera marea de mañana. ¡Eh, tú! —El látigo restalló sobre una espalda desnuda. Era de una sola cola y no tenía puntas, pero trazó una marca entre la clavícula y el taparrabo—. ¡Muévete! —El esclavo lo miró con furia resignada y se dirigió no sin dificultad hacia el siguiente fardo—. Hay que mantenerlos alerta —explicó el capataz—. Se ablandan y se ponen perezosos cuando remolonean. No son suficientes —suspiró—. En estos malos tiempos, puedes despedir a un hombre libre para llamarlo cuando lo necesitas. Pero la gente que ocupa su puesto de por vida…

—Me asombra que esta nave pueda zarpar —dijo Lugo—. ¿No atraerá piratas como un cadáver a las moscas? He oído que los sajones y escoceses arrasan las costas de Armórica.

—La Casa de los Cielos siempre fue inescrutable, y supongo que aguardan pingües beneficios a los pocos que se atrevan a navegar —respondió el capataz.

Luego asintió, se acarició la barbilla y murmuró:

—Es cierto que los ladrones del mar buscan su botín en tierra. Sin duda el Nereida llevará guardias, además de una tripulación bien armada. Aunque ataquen varios buques bárbaros, quizá los escoceses no puedan escalar esa alta borda desde sus carracas, y con el menor viento esta nave puede dejar a la zaga a las galeras sajonas.

—Hablas como marinero, pero no lo pareces. —El capataz lo miró con mayor atención, pues la suspicacia estaba en el orden del día. Vio a un hombre juvenil y musculoso de talla media, cara angosta y pómulos altos, nariz curva, ojos castaños un tanto oblicuos; pelo negro y barba pulcramente recortada, a la moda; túnica limpia y blanca, capa azul con cogulla echada hacia atrás; sandalias fuertes y un cayado en la mano, aunque caminaba con agilidad.

Lugo se encogió de hombros.

—Conozco el mundo. Y me agrada hablar con la gente. Contigo por ejemplo. —Sonrió—. Gracias por satisfacer mi enorme curiosidad, y que tengas un buen día.

—Ve con Dios —contestó el capataz, desarmado, volviéndose hacia los esclavos.

Lugo continuó su paseo. Cuando llegó a la puerta siguiente, se detuvo para admirar el paisaje del este. Sus pestañas atraparon la luz del sol y formaron franjas irisadas.

Ante él se extendía el Garumna, en su camino hacia la confluencia con el Duranius, su estuario común y el mar. En la brillante extensión de agua se mecían varios botes de remo, un pesquero que bogaba corriente arriba con su carga, una gárrula vela sobre un bote alargado. Las tierras de la otra margen eran bajas e intensamente verdes; vio los pardos muros y las rosadas tejas de dos mansiones entre sus viñas y jirones de humo brotando de humildes techos de paja. Los pájaros revoloteaban por todas partes; petirrojos, golondrinas, grullas, patos, un halcón en lo alto, y un martín pescador asombrosamente azul. Sus trinos resbalaban sobre el murmullo del río. Era difícil creer que los infieles germanos amenazaban las puertas de Lugdunum, que la principal ciudad de la Galia central, a menos de quinientos kilómetros, hubiera caído en sus manos.

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