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Bob Shaw: Los mundos fugitivos

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Bob Shaw Los mundos fugitivos

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Al inicio de , Toller Maraquine II, nieto del protagonista de y , lamenta el hecho de que la vida en los gemelos Land y Overland es demasiado tediosa y plácida comparada con los acontecimientos excitantes de la época en que vivió su ilustre antepasado. Entonces, mientras volaba en globo entre mundos, hizo su asombroso descubrimiento: un disco de cristal enorme, con miles de millas de extensión, crecía rápidamente, creando una barrera entre ellos. Impulsado por razones personales a investigar el enigmático fenómeno, Toller, sin más armas que su espada y su valor ilimitado, llegó a ser una figura destacada en los sucesos que decidirían el futuro de los planetas y sus civilizaciones.

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Mientras el carruaje cruzaba el recargado puente, el palacio apareció justo al frente: un bloque rectangular, que Daseene había convertido en asimétrico con la reciente construcción de una torre y un ala este en memoria de su marido. Los guardianes de la puerta principal saludaron a Cassyll cuando éste la atravesó. Sólo unos pocos vehículos esperaban a esa hora tan temprana, y en seguida distinguió el coche oficial del Servicio del Espacio que usaba Bartan Drumme, consejero técnico superior del jefe de Defensa Aérea. Para sorpresa suya, vio a Bartan esperando ociosamente junto al coche. Pese a sus cincuenta años, Drumme aún conservaba una figura delgada y fuerte, y sólo una cierta rigidez en el hombro izquierdo —resultado de una vieja herida de guerra— le impedía moverse como un hombre joven. Un soplo de intuición le dijo que Bartan estaba esperándole para verle antes de la reunión oficial.

—¡Buen antedía! —saludó Cassyll al descender de su carruaje—. Ojalá yo tuviera tiempo para haraganear por ahí tomando el fresco.

—¡Cassyll! —Bartan sonrió y se acercó a estrecharle la mano.

Los años apenas habían alterado los juveniles rasgos de su redondo rostro. Su permanente expresión de divertida irreverencia frecuentemente engañaba a la gente cuando apenas lo conocían, haciéndoles creer que era una persona superficial; pero con los años Cassyll había aprendido a respetarlo por su agilidad mental y su resistencia.

—¿Estabas esperándome? —dijo Cassyll.

—¡Exactamente! —replicó Bartan alzando las cejas—. ¿Cómo lo has sabido?

—Disimulabas tan bien como un golfillo paseándose ante la ventana de una panadería. ¿Qué ocurre, Bartan?

—Demos un paseo, hay tiempo antes de la reunión.

Bartan lo condujo a una zona vacía del patio, donde se ocultaron parcialmente tras un macizo de flores de lanza.

Cassyll comenzó bromeando:

—¿Vamos a conspirar contra el trono?

—En cierto sentido, es casi tan serio como eso —dijo Bartan, deteniéndose de golpe—. Cassyll, sabes que mi posición se describe oficialmente como consejero científico del jefe del Servicio del Espacio. Pero también sabes que, por el sólo hecho de que sobreviví a la expedición a Farland, se espera de mí que tenga una especie de lucidez mágica sobre todo lo que ocurre en el espacio, y prevenga a su Majestad de cualquier hecho importante, de cualquier cosa que pudiera constituir una amenaza para el reino…

—De repente me has preocupado —dijo Cassyll—. ¿Tiene esto algo que ver con Land?

—No, con otro planeta.

—¡Farland! Vamos, di lo que sea. ¡Suéltalo ya! —Cassyll sintió un sudor frío ante el terrible pensamiento que se representó en su cabeza.

Farland era el tercer planeta del sistema local, con una órbita dos veces más lejana del sol que el par Land-Overland, y a lo largo de toda la historia de Kolkorron no había supuesto más que una insignificante mancha verde en medio del esplendoroso cielo nocturno. Pero treinta y seis años atrás, una extraña serie de circunstancias habían conducido a que una nave se aventurase a salir de Overland para atravesar esos millones de kilómetros de vacío hostil y llegar hasta aquél remoto planeta. La expedición había sido aciaga —el padre de Cassyll no había sido el único en morir en aquel desapacible y lluvioso mundo—, y sólo tres de sus miembros habían vuelto a casa, con noticias inquietantes.

Farland estaba habitado por una raza de humanoides cuya tecnología era tan avanzada que les capacitaba para aniquilar a la civilización de Overland de un solo golpe. Desde luego, había sido una suerte para los humanos que los farlandeses fuesen una raza aislada y reconcentrada en ellos mismos, sin ningún interés por lo que hubiera más allá de la permanente nubosidad que cubría su planeta. Esta actitud resultó difícil de comprender para los humanos, siempre codiciosos de nuevos territorios. Incluso cuando los años que transcurrieron después sumaron décadas sin que se hubiera producido ningún signo de agresión del enigmático tercer planeta, el miedo a un repentino ataque devastador proveniente del espacio continuaba acechando en la mente de los overlandeses. Nunca estaba, como Cassyll Maraquine acababa de descubrir, demasiado lejos de la superficie de sus pensamientos…

—¿Farland dices? —Bartan le dirigió una extraña sonrisa—. No, me refiero a otro planeta. Un cuarto planeta.

En el silencio que siguió, Cassyll estudió el rostro de su amigo como si fuera un profundo enigma que tuviera que resolver.

—No será una broma, ¿verdad? ¿Estás diciendo que has descubierto un nuevo planeta?

Bartan asintió con expresión infeliz.

—No lo descubrí yo personalmente. Ni siquiera fue uno de mis técnicos. Fue una mujer quien lo descubrió, una copista de la oficina de registros del embarcadero de cereales.

—Bien, ¿qué importancia tiene quién lo viera primero? —dijo Cassyll—. La cuestión es que es un descubrimiento científico realmente interesante… —se interrumpió al darse cuenta de que aún no le habían contado toda la historia—. ¿Por qué tienes ese aspecto tan triste, amigo?

—Cuando Divare me habló del planeta, me dijo que era de color azul, y eso me hizo pensar que podía estar equivocada. Ya sabes cuántas estrellas azules hay en el cielo: cientos. De modo que le pregunté sobre el tamaño de telescopio que haría falta para verlo bien, y ella me dijo que con uno pequeño bastaría. De hecho, dijo que podía verse a simple vista.

»Y tenía razón, Cassyll. Me lo señaló anoche… un planeta azul… fácil de ver sin la ayuda de ningún instrumento óptico… situado bajo, en el oeste, poco después de la puesta del sol.

Cassyll frunció el entrecejo.

—¿Y lo examinaste con un telescopio?

—Sí. Se veía un disco considerable, incluso con un instrumento ordinario. Es un planeta, ella tenía razón.

—Pero… —el desconcierto de Cassyll se hizo mayor— ¿cómo no ha sido advertido antes?

La extraña sonrisa de Bartan volvió.

—La única respuesta que se me ocurre es que antes no estaba allí para que alguien pudiera observarlo.

—Eso contradice todo lo que sabemos de astronomía, ¿no es verdad? He oído que de vez en cuando aparecen estrellas nuevas, incluso aunque no permanezcan demasiado tiempo en su lugar, pero ¿cómo puede materializarse así un planeta en el cielo?

—La reina Daseene va a hacerme sin duda esa misma pregunta —dijo Bartan—. También me preguntará cuánto tiempo lleva ahí, y yo tendré que decirle que no lo sé; y después me preguntará sobre qué debemos hacer al respecto, y tendré que decirle que tampoco lo sé; y después comenzará a preguntarse de qué le sirve un consejero científico que no sabe nada…

—Me parece que te preocupas más de la cuenta —dijo Gassyll—. Es bastante probable que la Reina considere esto como un interesante fenómeno astronómico, pero sin más importancia. ¿Qué te hace creer que ese planeta puede representar una amenaza?

Bartan parpadeó varias veces.

—Es una sensación que tengo. Un instinto. No me digas que no te inquieta una cosa semejante.

—Me interesa enormemente, y quiero que esta noche me enseñes el planeta, pero ¿por qué iba a sentirme alarmado?

—Porque… —Bartan levantó la vista al cielo, como buscando inspiración—. Cassyll, no es normal … No es natural… es un presagio. Algo va a pasar.

Cassyll empezó a reírse.

—¡Pero si tú eres la persona menos supersticiosa que conozco! Y ahora hablas como si ese planeta errante hubiera aparecido en el firmamento con el único propósito de perseguirte.

—Bueno… —Bartan esbozó una sonrisa reticente, recuperando su apariencia juvenil—. Quizás tengas razón. Supongo que debí de haber acudido a ti inmediatamente. Hasta que Berise murió, no me he dado cuenta de lo que dependía de ella para conservar el equilibrio.

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