Los ojos ansiosos de Yachimalt repararon en la desnudez de Leddravohr e hizo como su fuera a volver a salir de la habitación.
— Perdone, príncipe — dijo —. No me di cuenta…
— ¿Qué te pasa? — le preguntó Leddravohr bruscamente —. Si tienes un mensaje para mí, suéltalo.
— Es un aviso del coronel Hippern, príncipe. Dice que el populacho se está reuniendo ante la entrada principal de la Base.
— Tiene un ejército entero a su disposición, ¿no? ¿Por qué tengo que preocuparme yo por lo que hace esa gentuza?
— El aviso dice que el gran Prelado está incitándolos — replicó Yachimalt —. El coronel Hippern solicita su autoridad para ponerlo bajo arresto.
— ¡Balountar! ¡Ese miserable saco de huesos! — Leddravohr dejó a un lado el espejo y fue hasta la percha que sostenía sus ropas —. Diga al coronel Hippern que se mantenga firme, pero que no haga nada contra Balountar hasta que yo llegue. Me encargaré personalmente del gran Espantapájaros.
Yachimalt saludó y se retiró. Leddravohr se descubrió a sí mismo sonriendo mientras se vestía a toda prisa y ataba las correas de su coraza blanca. A sólo cinco días de que partiese el primer escuadrón para Overland, los preparativos para la migración estaban prácticamente completos y él no había esperado con demasiada ansiedad ese período de ociosidad forzosa. Cuando no había ningún trabajo que hacer, sus pensamientos se trasladaban con demasiada facilidad a la prueba monstruosa que le aguardaba, y entonces los pálidos gusanos del miedo y la desconfianza en sí mismo empezaban su insidioso ataque. Ahora casi podía sentirse agradecido al gran Prelado por ofrecerle alguna distracción, la oportunidad de sentirse vivo y útil una vez más.
Leddravohr se ciñó la espada y el cuchillo que llevaba en el brazo izquierdo. Salió a toda prisa de la habitación dirigiéndose al patio principal, tomando un camino en el que habría pocas posibilidades de toparse con su padre. El rey mantenía una excelente red de espionaje y habría oído seguramente lo del comportamiento suicida de Lain Maraquine el postdía anterior. Leddravohr no tenía ningún deseo de ser preguntado en ese momento sobre el absurdo incidente. Había dado órdenes a un equipo de dibujantes para que fuesen a la cueva a copiar los dibujos, y quería presentar la reproducción a su padre en su próximo encuentro. El instinto le dijo que el rey estaría enojado y suspicaz si, como era casi seguro, Maraquine había muerto, pero era posible que los dibujos lo apaciguasen.
Al llegar al patio, hizo un gesto a un ostiario para que le acercase el cuernoazul moteado que montaba normalmente, y en cuestión de segundos galopaba hacia la Base de Naves Espaciales. Al salir del doble capullo de redes que envolvía el palacio, se adentró en uno de los caminos de cubiertas tubulares que atravesaba los cuatro fosos ornamentales. La funda de lienzo barnizado estaba hecha a prueba del polvo de los pterthas y proporcionaba un camino seguro hasta el mismo Ro-Atabri, pero la sensación de estar encerrado y acosado molestaba a Leddravohr. Se alegró al llegar a la ciudad, donde al menos se divisaba el cielo a través de las redes, y podía distinguir los diques del Borann al oeste.
Había pocos ciudadanos en el exterior y la mayoría de ellos iban hacia la base, aparentemente guiados por un sentido excepcional que les decía que los acontecimientos relevantes estaban ocurriendo allí. Era una mañana calurosa y sin viento, sin ningún indicio de pterthas. Al llegar al límite occidental de la ciudad, prescindió del camino cubierto que recorría el perímetro de recinto espacial, cabalgando hacia el sur al aire libre, desde donde podía ver a la multitud reunida en la entrada principal. Los paneles laterales de tubo flexible habían sido enrollados, permitiendo a la multitud formar una barrera continua ante la verja de seguridad. Al otro lado de la verja vio una hilera de picas que sobresalían en el cielo, lo que indicaba la presencia de soldados; y asintió con aprobación. La pica era un arma buena para demostrar a los ciudadanos indisciplinados lo equivocado de su comportamiento.
Al acercarse a la masa de gente, Leddravohr instó a su cuernoazul para que caminase al paso. Cuando su proximidad fue advertida, la multitud se apartó con respeto para dejarlo pasar, y a él le sorprendió que muchos de ellos fueran vestidos con harapos. La situación de los ciudadanos de Ro-Atabri era obviamente peor de lo que había creído. Entre murmullos y empujones, la multitud se fue corriendo hasta formar un espacio semicircular en cuyo centro estaba Balountar vistiendo túnica negra.
El gran Prelado, que había estado increpando a un oficial del otro lado de la verja cerrada, se volvió para encararse con Leddravohr. Ante la visión del príncipe militar, se sobresaltó de forma notable, pero la expresión de ira de sus crispadas facciones no cambió. Leddravohr avanzó hacia él con paso lento, desmontó deliberadamente despacio con una confianza perezosa e hizo un gesto hacia la verja para que le abriesen. Dos soldados tiraron de la pesada puerta hacia dentro, y Leddravohr y Balountar quedaron en el centro de un grupo de gente.
— Bueno, sacerdote — dijo Leddravohr con tranquilidad —, ¿qué te trae por aquí?
— Creo que sabes por qué estoy aquí. — Balountar hizo una pausa de unos tres segundos antes de añadir el tratamiento real, separándola así de su primer comentario y manifestando una insolencia deliberada —. Príncipe.
— Si vienes a pedir algún puesto en la migración, llegas demasiado tarde; todos están ocupados.
— No vengo a pedir nada — dijo Balountar alzando la voz, dirigiéndose a la multitud más que a Leddravohr —. Vengo a exigir. Exigir lo que debe cumplirse.
— ¡Exigir!
Nadie se habría atrevido nunca a usar esa palabra con Leddravohr, y al repetirla, le sucedió algo extraño. Su cuerpo se convirtió en dos cuerpos: uno físico y firme, anclado a la tierra; y otro ingrávido y etéreo, aparentemente capaz de ser arrastrado por la brisa más ligera. Esta última naturaleza rompió la conexión entre las dos dando un paso hacia atrás. Sentía como si ya no estuviese en contacto con la superficie de la llanura, sino suspendido a la altura de la hierba, como un ptertha, con una visión inteligente pero distante de lo que sucedía. Desde ese lugar superior observó, absorto, cómo su naturaleza corpórea acababa con un estúpido juego…
— ¿Cómo te atreves a hablarme a mí de exigencias? — gritó el Leddravohr carnal —. ¿Has olvidado la autoridad que me confirió mi padre?
— Hablo como autoridad superior — insistió Balountar, no cediendo ni un ápice —. Hablo en nombre de la Iglesia, de la Gran Permanencia, y te ordeno que destruyas los vehículos en los que planeas profanar el Camino de las Alturas. Además, todos los alimentos y cristales y otras provisiones vitales que habéis robado ala gente, deben ser devueltos de inmediato. Éstas son mis últimas palabras.
— Tienes más razón de lo que crees — susurró Leddravohr.
Desenvainó su espada de batalla, pero algún vestigio rezagado de consideración hacia la ley le disuadió de atravesar con la hoja negra el cuerpo del gran Prelado. En vez de ello, se apartó de Balountar, se volvió hacia los oficiales armados que observaban de cerca y se dirigió al coronel Hippern que aguardaba con el rostro pétreo.
— Arresten al traidor — dijo incisivamente.
Hippern dio una orden en voz baja y dos soldados se adelantaron empuñando sus espadas. Un curioso sonido como de gruñido y protesta surgió de entre la multitud cuando los soldados tomaron a Balountar por los brazos y lo llevaron, a pesar de sus forcejeos, hasta el otro lado de la valla que rodeaba la base. Hippern miró a Leddravohr, como interrogándolo.
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