Los ojos de Lain, recorriendo velozmente el oscuro panorama que lo rodeaba, se fijaron en la imagen de un niño jugando. Era una miniatura, en la unión triangular de tres escenas grandes, y mostraba a un niño absorto con lo que parecía ser una muñeca que sostenía en una mano. Su otra mano estaba extendida hacia un lado, como si despreocupadamente intentase llegar a alguna mascota familiar, y justo detrás había un círculo de rasgos indefinidos. El círculo estaba desprovisto de color y podía representar muchas cosas: una pelota grande, un globo, un Overland caprichosamente situado. Pero Lain se inclinaba a verlo como un ptertha.
Cogió una lámpara y la acercó a la pintura. La iluminación más intensa confirmó que el círculo nunca había contenido pigmento, lo cual era extraño teniendo en cuenta que los antiguos artistas demostraban ser muy escrupulosos y precisos en la reproducción de otros objetos menos importantes. Eso implicaba que su interpretación había sido errónea, especialmente porque el niño de la escena fragmentaria estaba obviamente relajado y tranquilo ante la proximidad de lo que habría sido un objeto de terror.
Las meditaciones de Lain fueron interrumpidas por el ruido de algo que entraba en la caverna. Frunciendo el ceño con fastidio, levantó la lámpara, después dio un paso involuntario hacia atrás al ver que el recién llegado era Leddravohr. La sonrisa del príncipe apareció durante un momento cuando surgió del estrecho pasillo, con la espada raspando la pared, y recorrió la cueva con la mirada.
— Buen postdía, príncipe — dijo Lain, consternado al descubrir que empezaba a temblar.
Las muchas reuniones con Leddravohr durante su trabajo para el E.E.E. le habían enseñado a mantener la compostura cuando estaban con otros en la atmósfera pesada de una oficina, pero aquí, en el espacio restringido de una cueva, Leddravohr era enorme, salvajemente poderoso y aterrador. Estaba tan alejado de los pensamientos de Lain que bien podría haber surgido de una de las escenas primitivas que destacaban en la semioscuridad.
Leddravohr examinó ostentosamente el lugar antes de hablar.
— Me dijeron que había aquí algo extraordinario, Maraquine. ¿Estoy mal informado?
— No lo creo, príncipe.
Lain esperaba haber dominado el temblor de su voz.
— ¿No lo crees? Bueno, ¿qué es lo que tu exquisito cerebro aprecia y el mío no?
Laín trató de encontrar una respuesta que no incluyese el insulto que Leddravohr le facilitaba.
— No he tenido tiempo de estudiar las pinturas, príncipe. Pero me interesa el hecho de su evidente antigüedad.
— ¿Cuánto tiempo crees que llevan ahí?
— Quizá tres o cuatro mil años.
Leddravohr soltó una carcajada burlona.
— Eso es absurdo. ¿Estás diciendo que estos garabatos son más antiguos que Ro- Atabri?
— Es sólo mi opinión, príncipe.
— Te equivocas. Los colores son demasiado vivos. Este lugar fue un escondite durante una de las guerras civiles. Algunos insurgentes se escondieron aquí y… — Leddravohr se detuvo para examinar de cerca un dibujo que representaba dos hombres en una retorcida postura sexual —. Y ya ves lo que hacían para pasar el tiempo. ¿Es esto lo que te intriga, Maraquine?
— No, príncipe.
— ¿No pierdes nunca la paciencia, Maraquine?
— Intento no perderla, príncipe.
Leddravohr soltó otra carcajada, recorriendo con pisadas sonoras la cueva y volviendo a acercarse a Lain.
— Muy bien, puedes dejar de temblar. No voy a tocarte. Puede que te interese saber que estoy aquí porque mi padre ha oído hablar de este nido de arañas. Quiere que las pinturas sean copiadas con exactitud. ¿Cuánto tiempo se tardaría?
Lain echó un vistazo a las paredes.
— Cuatro buenos dibujantes podrían hacerlo en un día, príncipe.
— Tú te encargarás de ello. — Leddravohr lo miró fijamente con una expresión indescifrable en el rostro —. ¿Por qué preocuparse por un sitio como éste? Mi padre está viejo y cansado; pronto tendrá que afrontar el vuelo a Overland; la mayor parte de la población ha sido aniquilada por la plaga, y el resto se está preparando para una revuelta; e incluso algunos cuerpos del ejército se están volviendo indisciplinados ahora que tienen hambre y empiezan a darse cuenta de que pronto yo no estaré aquí para cuidar de su bienestar. Y sin embargo todo lo que se le ocurre a mi padre es ver esos horribles garabatos. ¿Por qué, Maraquine, por qué?
Lain no estaba preparado para la pregunta.
— El rey Prad parece tener los instintos de un filósofo, príncipe.
— ¿Quieres decir que es como tú?
— Ido pretendía elevarme a…
— Todo eso no importa. ¿Es ésa tu respuesta? ¿Quiere saber cosas por el mero hecho de saberlas?
— Eso es lo que significa «filósofo», príncipe.
— Pero…
Leddravohr se interrumpió cuando se produjo un ruido en la entrada de la cueva y apareció el sargento de la guardia personal de Lain. Saludó a Leddravohr y, aunque estaba agitado, esperó su permiso para hablar.
— Adelante, hombre — dijo Leddravohr.
— Se está levantando viento por el oeste, príncipe. Se nos ha avisado que hay peligro de pterthas.
Leddravohr despidió al sargento con un gesto.
— Muy bien, enseguida saldremos.
— El viento se está levantando con rapidez, príncipe — insistió el sargento, obviamente incómodo por tener que volver a hablar tras haber sido despedido.
— Y un viejo y experto soldado como tú no ve ninguna razón para correr riesgos innecesarios. — Leddravohr colocó una mano sobre el hombro del sargento y lo zarandeó amigablemente, una familiaridad que no habría dispensado al más alto aristócrata —. Coge a tus hombres y márchate ahora, sargento.
Los ojos del sargento emitieron un destello de gratitud y adoración mientras salía corriendo. Leddravohr observó su marcha, después se volvió hacia Lain.
— Me estabas explicando esta pasión por el conocimiento inútil — dijo —. ¡Continúa!
— Yo… — Lain intentaba organizar sus pensamientos —. En mi profesión todo conocimiento se considera útil.
— ¿Por qué?
— Es parte de un todo… una estructura unificada… y cuando esa estructura se complete también se completará el Hombre y poseerá el control absoluto de su destino.
— ¡Bonitas palabras! — La mirada insatisfecha de Leddravohr se quedó fija en una parte del muro cercana a donde estaba Lain —. ¿Crees de veras que el futuro de nuestra raza depende de la pintura del balón de juguete de un mocoso?
— Eso no es lo que dije, príncipe.
— Eso no es lo que dije, príncipe — se burló Leddravohr —. Tú no me has dicho nada, filósofo.
— Siento que no haya oído nada — respondió Lain tranquilamente.
La sonrisa de Leddravohr asomó un instante.
— Eso puede tomarse como un insulto, ¿no? El amor al conocimiento debe ser una pasión ardiente, desde luego, si empieza a enderezar tu columna vertebral, Maraquine. Seguiremos esta discusión en el camino de vuelta. ¡Vamos!
Leddravohr se dirigió hacia la entrada, se colocó de lado y atravesó el estrecho pasadizo. Lain apagó las cuatro lámparas y, dejándolas donde estaban, siguió a Leddravohr hasta el exterior. Una apreciable brisa corría sobre los contornos irregulares de la montaña desde el oeste. Leddravohr, ya montado en su cuernoazul, observó divertido como Lain se levantaba las sayas de su túnica y trepaba con torpeza a su montura. Tras una mirada escrutadora al cielo, Leddravohr se encaminó montaña abajo, controlando a su animal con la despreocupación del jinete nato.
Lain, cediendo ante un impulso, apremió a su cuernoazul por un camino casi paralelo, decidido a mantenerse a la altura del príncipe. Estaban prácticamente en la mitad de la montaña cuando descubrió que guiaba a su animal a toda velocidad sobre un terreno de piedras de esquisto. Intentó llevar el cuernoazul hacia la derecha, pero sólo consiguió hacerle perder el equilibrio. Éste profirió un ladrido de alarma y tropezó en la superficie traicionera cayendo al lado. Lain escuchó el crujido de la pata del animal al salir disparado hacia una zona de hierba amarilla, que afortunadamente apareció ante su vista. Se golpeó contra el suelo, rodó y se puso de pie de un salto, ileso, pero consternado ante los lamentos de agonía del cuernoazul mientras se agitaba sobre los guijarros.
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