Allí nos aburrimos. Los lazos filiales obligaban a Noim a visitar a su padre, pero no tenían nada que decirse, y para mí el general era un extraño. Yo había dicho a Stirron que permanecería junto al padre de Noim hasta que cayera la primera nieve invernal, y lo cumplí, pero afortunadamente mi visita no fue prolongada: en el norte, el invierno llega pronto. El quinto día que pasé allí bajaron revoloteando unos copos blancos, y quedé libre del juramento que yo mismo me había impuesto.
Salla y Glin se comunican mediante balsas que unen estaciones terminales en tres lugares, salvo cuando hay guerra. Una negra mañana, Noim me llevó a la terminal más próxima, donde solemnemente nos abrazamos y despedimos. Le dije que le enviaría mi dirección en Glin cuando la tuviera, para que él pudiese mantenerme informado de lo que pasaba en Salla. Noim prometió cuidar a Halum. Hablamos vagamente de cuándo volveríamos a encontrarnos los tres; tal vez me visitaran en Glin el año siguiente — tal vez nos fuéramos de vacaciones a Manneran. Hicimos planes con poca convicción en la voz.
—Esta separación nunca debió llegar — dijo Noim.
—Las separaciones no llevan sino a reencuentros — respondí animosamente.
—Quizá habrías podido llegar a un entendimiento con tu hermano, Kinnall…
—Nunca hubo esperanzas de eso.
—Stirron ha hablado de ti con afecto. ¿Es insincero, entonces?
—En este momento su afecto es sincero. Pero el hecho de tener a un hermano viviendo a su lado no tardaría en hacérsele inconveniente, luego embarazoso, y por fin imposible. Un septarca duerme mejor cuando no tiene cerca ningún probable émulo de sangre real.
La balsa me llamó con un bramido de bocina.
Apreté el brazo de Noim y volvimos a despedirnos apresuradamente. Lo último que le dije fue:
—Cuando veas al septarca, dile que su hermano le ama.
Después subí a bordo.
El cruce fue demasiado rápido. Menos de una hora y me encontré en el extraño suelo de Glin. Los funcionarios de inmigración me examinaron rudamente, pero se ablandaron al ver el pasaporte rojo vivo que denotaba mi origen noble. Y la faja dorada que indicaba que yo pertenecía a la familia del septarca. En seguida tuve mi visado válido para una estancia indefinida. Esos funcionarios son gente chismosa; no me cabe la menor duda de que en cuanto les dejé acudieron al teléfono para avisar a su gobierno de que había un príncipe de Salla en el país, y supongo que no mucho más tarde esa información estaba en manos de representantes diplomáticos de Salla en Glin, quienes la transmitirían a mi hermano, para su disgusto.
Frente al cobertizo de la Aduana encontré una sucursal del Banco del Pacto de Glin, donde cambié mi dinero de Salla por la moneda de los norteños. Con el nuevo dinero pagué a un chofer para que me llevase a la capital, a la que llaman Glam, situada a medio día de viaje hacia el norte de la frontera.
El camino era estrecho y sinuoso, y atravesaba una campiña lúgubre, donde la mano del invierno había arrancado las hojas de los árboles mucho tiempo atrás. La nieve sucia se acumulaba en altos montones. Glin es una provincia fría. Fue colonizada por hombres de índole puritana, que consideraban demasiado fácil la vida en Salla y pensaban que si se quedaban allí podrían ser tentados a abandonar el Pacto; cuando no lograron reformar a nuestros antepasados volviéndoles más piadosos, se marcharon, cruzando el Huish en armadías, para ganarse esforzadamente el sustento en el norte. Gente dura para una tierra dura; por pobres que sean los cultivos en Salla, son doblemente improductivos en Glin, donde viven principalmente de la pesca, la manufactura, las transacciones comerciales y la piratería. Si mi madre no hubiera nacido en Glin, yo nunca habría elegido ese sitio como lugar de exilio. Y no es que mis vínculos familiares me hayan beneficiado en algo.
Al caer la noche llegué a Glain. Es una ciudad amurallada, como la capital de Salla, pero por lo demás no se le parece mucho. Ciudad de Salla tiene elegancia y poderío; sus edificios están hechos con grandes bloques de piedra sólida, basalto negro y granito rosado extraídos de las montañas, y sus calles son anchas y extensas, proporcionando nobles panoramas y espléndidos paseos. Aparte de nuestra costumbre de reemplazar auténticas ventanas por estrechas hendiduras, Ciudad de Salla es un lugar abierto, invitador, cuya arquitectura anuncia al mundo la audacia y la autosuficiencia de sus ciudadanos. Pero ¡qué horrible es Glain!
Glain está hecha de sucio ladrillo amarillo, aderezado aquí y allá con mísera piedra arenisca rosada, que se deshace en partículas en cuanto se la toca con un dedo. No tiene calles, solamente callejuelas; las casas se apretujan como temerosas de que algún intruso pueda tratar de deslizarse entre ellas si aflojan la guardia. Una avenida de Glain no impresionaría a una zanja de Salla. De hecho, los arquitectos de Glain han creado una ciudad adecuada solamente para una nación de drenadores, ya que todo es asimétrico, torcido, irregular y tosco. Mi hermano, que había ido una vez a Glain en misión diplomática, me la había descrito, pero yo atribuí sus duras palabras a mero prejuicio patriótico; ahora veía que Stirron había sido demasiado tolerante.
En cuanto a la gente de Glain, no era más atractiva que su ciudad. En un mundo donde la sospecha y el sigilo son virtudes divinas, es previsible hallar escasez de encanto personal, pero los glaineses me resultaron mucho más virtuosos de lo necesario. Ropas oscuras, ceños oscuros, almas oscuras, corazones cerrados y encogidos. Hasta su manera de hablar evidencia un estreñimiento espiritual. En Glin se habla el mismo lenguaje que en Salla, aunque los norteños tienen acentos pronunciados, abrevian las sílabas y alteran las vocales. Eso no me molestó, pero sí su sintaxis autonegadora. Mi chofer, que no era de la ciudad y por lo tanto parecía casi cordial, me dejó en una posada donde pensó que se me trataría con amabilidad. Yo entré y dije:
—Uno quisiera una habitación para esta noche, y quizá para algunos días más.
El posadero me miró con enojo, como si le hubiera dicho «yo quiero una habitación», o algo igualmente repulsivo. Más tarde descubrí que hasta nuestro habitual circunloquio cortés parece demasiado vanidoso para un norteño; no debía haber dicho «uno quisiera una habitación», sino «¿hay habitación disponible?». En un restaurante no se dice «uno comerá esto y aquello», sino «éstos son los platos elegidos». Y así sucesivamente, reduciéndolo todo a una incómoda forma pasiva para evitar el pecado de admitir la propia existencia.
A causa de mi ignorancia, el posadero me asignó la peor habitación y me cobró el doble de la tarifa habitual. Mi modo de hablar me había delatado como natural de Salla, ¿para qué iba a ser amable? No obstante, al firmar mi contrato por ese hospedaje nocturno tuve que mostrarle mi pasaporte, que le hizo lanzar una exclamación ahogada al ver que su huésped era un príncipe. Entonces se suavizó bastante, y me preguntó si quería que enviara vino a mi habitación o acaso a una opulenta moza glainesa. Acepté el vino, pero rechacé a la mujer, porque yo era muy joven y temía demasiado a las enfermedades que podían acecharme en el cuerpo de una extranjera. Pasé esa noche solo en mi habitación, mirando cómo los copos de nieve se ahogaban en un turbio canal debajo de la ventana, y sintiéndome más aislado de la humanidad que nunca.
Transcurrió una semana hasta que reuní valor para visitar a los parientes de mi madre. Todos los días me paseaba por la ciudad durante horas, bien envuelto en mi capa para protegerme del viento, y asombrado por la fealdad de cuanto contemplaba, gente y edificios. Encontré la embajada de Salla y espié por allí cerca, sin deseos de entrar simplemente acariciando el vínculo con mi patria que aquel sombrío y chato edificio me proporcionaba. Compré montones de libros baratos, y leí hasta entrada la noche para aprender algo acerca de mi provincia adoptiva. Tenía una historia de Glin, y una guía turística de la Ciudad de Glain, y un interminable poema épico referente a la fundación de las primeras colonias al norte del Huish, y muchas otras cosas. Disolvía mi soledad en vino; no vino de Glin, porque allí no se fabrica, sino el buen vino dulce y dorado de Manneran, que es importado en toneles gigantes. Dormía mal. Una noche soñé que Stirron había muerto de un ataque y que me buscaban. Varias veces en el sueño vi cómo el ave-punzón mataba a mi padre; se trata de un sueño que todavía me atormenta dos o tres veces al año. Escribí largas cartas a Halum y Noim y las rompí, porque apestaban a autocompasión. Escribí una a Stirron, implorándole que me perdonara por huir, y la rompí también. Cuando todo lo demás falló, pedí al posadero que mandase llamar a una ramera. Me envió a una muchacha flaca, un año o dos mayor que yo, con pechos raros y grandes que pendían flojos como bolsas de goma infladas.
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