Robert Silverberg - Las máscaras del tiempo

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Las máscaras del tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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Es la tarde del día de Navidad cuando Vornan-19 cae del cielo y aterriza, completamente desnudo, en las escaleras de la Plaza de España de Roma.
Es el año 1999. El siglo está a punto de cambiar, y el mundo se halla al borde de la histeria de masas, aferrado por apocalípticas visiones de la inminente condenación del Hombre. En estas explosivas circustanscias, Vornan-19, hipnóticamente carismático, declara públicamente ser un viajero del año 2999.
EL mundo, por supuesto, está esperando una señal, una profecía. Vornan-19 puede serlo. Pero, ¿es realmente el nuevo Mesías? ¿O es más bien un instrumento del mas despiadado y devastador Mal?

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—Entonces, ¿se me arroja a los lobos?

—¡Leo, los escudos son totalmente seguros! Ayúdenos por esta última vez.

La intensidad de la preocupación sentida por Kralick era irresistible, y al final accedí a honrar la promesa que le había hecho a Vornan. Mientras íbamos hacia el este sobre la cada vez más encogida tierra salvaje de la cuenca amazónica, Kralick me enseñó cómo usar el escudo para multitudes. Cuando empezamos nuestro arco de bajada, ya era un experto. Vornan estaba visiblemente contento de que yo hubiera accedido a ir con él. Habló sin contenerse del entusiasmo que notaba estando entre una multitud, y del dominio que tenía la sensación de ejercer sobre aquellos que se apiñaban a su alrededor. Yo le escuché, y hablé muy poco. Le observé con atención, grabando en mi mente la expresión de su rostro y el brillo de su sonrisa, pues tenía la impresión de que su visita a nuestra medieval era pronto podría estar llegando a su final.

La multitud de Río superaba a cuanto hubiéramos visto anteriormente. Vornan tenía que hacer una aparición pública en la playa; rodamos por las calles de la magnífica ciudad, dirigiéndonos hacia el mar, y no había ninguna playa visible: sólo un mar de cabezas delimitando la orilla, una multitud increíblemente densa que se empujaba y se apretaba extendiéndose desde las blancas torres de los edificios situados frente al océano hasta el confín de las olas, e incluso dentro del agua. Fuimos incapaces de penetrar semejante masa, y tuvimos que ir por el aire. Atravesamos la playa en helicóptero. Vornan resplandecía de orgullo.

—Por mí —dijo en voz baja—. Vienen aquí por mí. ¿Dónde está mi máquina de hablar?

Kralick le había proporcionado otro artefacto más: un traductor programado para convertir las palabras de Vornan en un fluido portugués. Mientras flotábamos sobre ese bosque de brazos morenos levantados hacia arriba, Vornan habló y sus palabras retumbaron por el claro aire del verano. No puedo responder de la traducción, pero las palabras que utilizó fueron elocuentes y conmovedoras. Habló del mundo de donde venía, narrando su armonía y serenidad, describiendo su libertad de la contienda y la muerte. Dijo que cada ser humano era único y apreciado en su valor. Comparó aquello con nuestra propia época, desagradable y llena de dificultades. Dijo que una multitud como la que veía bajo él era inconcebible en su tiempo, porque sólo el hambre compartida hace que se junte una multitud, y allí no podía existir ningún hambre tan desgarradora. ¿Por qué escogíamos vivir de esa forma, nos preguntó? ¿Por qué no librarnos de nuestras rigideces y orgullos, por qué no arrojar nuestros dogmas y nuestros ídolos bien lejos, derribando las barreras que encierran cada corazón humano? Que cada hombre amara a su prójimo igual que a un hermano. Que fueran abolidos los falsos anhelos. Que pereciera el deseo de poder. Que una nueva era de benevolencia fuese instaurada.

No eran sentimientos nuevos. Otros profetas los habían ofrecido. Pero hablaba con una sinceridad y un fervor tan monstruosos, que parecía estar acuñando de nuevo cada tópico sentimental. ¿Era éste el Vornan que se había reído del mundo en su cara? ¿Era éste el Vornan que había utilizado a los seres humanos como juguetes y herramientas? ¿Este orador que suplicaba e intentaba convencer con tan brillantes palabras? ¿Este santo? Yo mismo me hallé al borde de las lágrimas mientras le escuchaba. Y el impacto sobre aquellos que estaban en la playa, y los que seguían esto en las redes de noticias planetarias… ¿quién podía calcular eso?

El dominio de Vornan era completo. Su delgada figura, engañosamente parecida a la de un muchacho, ocupaba el centro del escenario mundial. Éramos suyos. Ahora, usando como arma la sinceridad en vez de la burla, había logrado apoderarse de todo.

Acabó de hablar.

—Y ahora, bajemos y caminemos entre ellos, Leo —me dijo.

Nos pusimos los escudos. Yo me encontraba al borde del terror; y el mismo Vornan, al mirar por encima de la escotilla del helicóptero hacia el remolineante manicomio de abajo, pareció flaquear durante un segundo ante la idea del descenso. Pero le esperaban. Gritaban pidiendo su presencia con voces enronquecidas por el amor. Por una vez el magnetismo funcionó en el otro sentido; Vornan fue atraído hacia ellos.

—Ve primero —me dijo—. Por favor.

Con una bravura suicida cogí los asideros y dejé que se me bajara los noventa metros que había hasta la playa. Un claro se abrió para mí. Toqué el suelo y sentí la arena resbalando bajo mis pies. La gente se lanzó hacia mí: un instante después se detuvieron, viendo que no era su profeta. Algunos rebotaron en mi escudo. Me sentí invulnerable, y mi temor se desvaneció al ver cómo el brillo ambarino rechazaba a quienes se aproximaban demasiado.

Ahora estaba bajando Vornan. Un rugido apagado retumbó en diez mil gargantas y fue subiendo de escala hasta convertirse en un alarido intolerable. Le reconocían. Se posó junto a mí, reluciendo con su propio poder, orgulloso de sí mismo, hinchado de alegría. Sabía lo que estaba pensando: para ser un don nadie, no lo había hecho tan mal. A pocos hombres se les concede convertirse en dioses durante sus vidas.

—Camina junto a mí —dijo.

Levantó los brazos y avanzó con paso lento, majestuoso, impresionante. Yo le acompañé igual que uno de los apóstoles menores. Nadie me prestaba atención, pero los adoradores se lanzaban sobre él, sus rostros distorsionados y transfigurados, sus ojos vidriosos. Ninguno podía tocarle. El maravilloso campo les apartaba a todos de tal forma que no se producía ni tan siquiera el impacto de la colisión.

Caminamos diez metros, veinte, treinta. La multitud se abrió ante nosotros y luego volvió a comprimirse, no habiendo nadie dispuesto a creer en la realidad del campo. Aun estando protegido de aquella forma, sentí la enorme fuerza acumulada en aquella multitud. Quizá hubiese un millón de brasileños rodeándonos; quizá cinco millones. Éste era el mayor momento de Vornan. Siguió avanzando, adelante, adelante, asintiendo, sonriendo, extendiendo su mano, aceptando graciosamente el homenaje ofrecido.

Un negro gigantesco, desnudo hasta la cintura, apareció ante él, reluciendo de sudor, la piel casi purpúrea. Durante un segundo su silueta se recortó contra el brillante cielo de verano.

—¡Vornan! —gritó con una voz parecida al trueno—. ¡Vornan!

Extendió sus dos manos hacia Vornan… y le cogió del brazo.

La imagen está grabada en mi mente: esa mano negra como el azabache agarrando la tela verde claro del traje de Vornan. Y Vornan dando la vuelta, el ceño fruncido, mirando la mano, comprendiendo repentinamente que su escudo había dejado de protegerle.

—¡Leo! —gritó.

Hubo un terrible precipitarse hacia él. Oí gritos de éxtasis. La multitud estaba perdiendo el control.

Ante mí bailaron los asideros de la plataforma del helicóptero. Los cogí y fui alzado hacia la seguridad. Miré hacia abajo sólo después de haber subido al aparato; vi el informe agitarse de la turba en la playa y me estremecí.

Hubo varios centenares de bajas. Jamás se descubrió rastro alguno de Vornan.

DIECIOCHO

Ahora todo ha terminado y, sin embargo, sólo está empezando. No sé si la desaparición de Vornan nos calmará o nos destruirá. Puede que no lo sepamos durante un tiempo.

He vivido en Río seis semanas, pero en un aislamiento tal que bien podría haber estado en la Luna. Cuando los otros se marcharon, yo me quedé. Mi apartamento es pequeño: sólo dos habitaciones, no lejos de la playa donde se representó el último acto de Vornan. No he dejado mi lugar en más de un mes. Se me entrega la comida a través del canal de datos de la casa; no hago ejercicio; no tengo amigos en esta ciudad. Ni siquiera puedo entender el idioma.

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