Ocurrió cuando llevábamos doce días de visita. Ya sólo faltaba un día para que llegase noviembre, pero el calor, desacostumbrado en esa estación, aún perduraba; al mediodía el sol era como un ojo llameante cuya ardiente mirada resultaba imposible de sostener, y no pude seguir fuera de la casa. Me excusé ante Shirley —Jack y Vornan no eran visibles por parte alguna—, y volví a mi habitación. Mientras opacaba la ventana me detuve un segundo para mirar a la chica, yaciendo medio dormida en el solario, los ojos tapados con la mano, su rodilla izquierda levantada, sus pechos subiendo y bajando lentamente, su piel reluciendo a causa del sudor. Pensé que era la imagen de la relajación total: la mujer lánguida y hermosa dormitando sin hacer nada bajo el calor del mediodía. Y entonces vi su mano izquierda, ferozmente apretada, formando un puño tan tenso que temblaba en la muñeca y los músculos latían a lo largo de todo su brazo; y comprendí que su postura era una falsificación consciente de la tranquilidad, mantenida por pura fuerza de voluntad.
Dejé la habitación a oscuras y me tendí en la cama. El frío aire del interior de la casa me revivió. Quizá me quedé dormido. Mis ojos se abrieron cuando oí un ruido delante de mi puerta: alguien estaba allí. Me senté en la cama.
Shirley entró corriendo en mi habitación. Parecía enloquecida: los ojos llenos de horror, los labios tensos, los pechos sacudidos por el jadeo. Tenía el rostro escarlata. Vi con una curiosa claridad cómo su piel estaba cubierta por brillantes perlas de sudor, y había un riachuelo resplandeciente en el valle de su seno.
—Leo… —dijo con una voz seca y ahogada—. ¡Oh, Dios, Leo!
—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
Cruzó la habitación, tambaleándose, y se derrumbó hacia delante, sus rodillas chocando con mi colchón. Parecía hallarse casi en un estado de shock. Sus mandíbulas se movían, pero ni una sola palabra salió de sus labios.
—¡Shirley!
—Sí —murmuró ella—. Sí. Jack… Vornan… ¡Oh, Leo, tenía razón respecto a ellos! No quería creerlo, pero tenía razón. ¡Les vi! ¡Les vi!
—¿De qué estás hablando?
—Era hora de comer —dijo, tragando saliva e intentando calmarse—. Me desperté en el solario y fui a buscarles. Estaban en el despacho de Jack, como de costumbre. No respondieron cuando llamé a la puerta, y yo la abrí, y entonces vi por qué no habían respondido. Estaban ocupados. Entre ellos. Entre… ellos. Brazos y piernas, todo revuelto, juntos. Lo vi. Me quedé allí puede que medio minuto viéndolos. ¡Oh, Leo, Leo, Leo!
Su voz subió de tono hasta convertirse en un penetrante alarido. Se lanzó hacia adelante, desesperada, sollozando, hecha pedazos. Cuando iba a caer sobre mí la cogí en brazos. Las pesadas esferas de sus pechos se apretaron con puntas de llama contra mi fría piel. En mi mente vi la escena que me había descrito. Ahora todo me parecía sorprendentemente obvio, y me quedé atónito ante mi propia estupidez, ante la falta de escrúpulos de Vornan y la inocencia de Jack. Me estremecí mientras imaginaba a Vornan envolviendo su cuerpo igual que algún gigantesco predador invertebrado, y después no hubo más tiempo para seguir pensando.
Shirley estaba en mis brazos, temblando, desnuda, el cuerpo pegajoso por el sudor, llorando. La consolé y ella se agarró a mí, buscando tan sólo una isla de estabilidad en un mundo repentinamente vacilante; y el abrazo de consuelo que le ofrecí se convirtió muy deprisa en algo totalmente distinto. No pude controlarme… y ella no se resistió, pero acogió mi invasión más bien como un mero alivio o por pura venganza, y por fin mi cuerpo penetró el suyo y caímos sobre la almohada, unidos y jadeantes.
Hice que Kralick nos sacara a mí y a Vornan de allí unas horas después. No le expliqué nada a nadie. Me limité a decir que era necesario que nos marcháramos. No hubo despedidas. Nos vestimos, hicimos las maletas y conduje llevando a Vornan hasta Tucson, donde nos recogieron los hombres de Kralick.
Si miro hacia atrás, me doy cuenta de hasta qué punto huí presa del pánico. Quizá debería haberme quedado con ellos. Quizá debería haber intentado ayudarles a que reconstruyeran sus vidas. Pero en ese caótico instante, tuve la sensación de que debía huir. La atmósfera de culpabilidad era demasiado asfixiante; la textura de vergüenzas entretejidas era demasiado gruesa. Lo que había tenido lugar entre Vornan y Jack -y lo que había ocurrido entre Shirley y yo- se encontraba inextricablemente mezclado a esa catástrofe; así como, si se piensa bien, lo estaba lo que no había ocurrido entre Shirley y Vornan. Y había sido yo quien llevó la serpiente a ellos. En el instante de la crisis, había perdido cualquier ventaja moral que hubiese podido tener, rindiéndome a mi impulso y huyendo después. Yo era el culpable. Yo era el responsable.
Puede que nunca vuelva a verles. Sé demasiado de su vergüenza secreta y, al igual que quien se ha tropezado con una carpeta de correspondencia amarillenta perteneciente a un ser querido, tengo la sensación de que ese conocimiento no querido por mí se alza ahora como una espada, separándome de ellos.
Puede que eso cambie. Ahora, un par de meses después, ya veo el episodio bajo una luz distinta. Todos conseguimos parecer igualmente repugnantes y débiles al mismo tiempo, los tres, muñecos agitados por el cuidadosamente planeado capricho de Vornan; y puede que ese conocimiento compartido de nuestra fragilidad nos haga unirnos. No lo sé. Sin embargo, sé que cuanto Shirley y Jack habían compartido solamente entre ellos hasta ahora se encuentra roto, pisoteado e imposible de arreglar.
Ante mí se presenta un montaje de rostros: Shirley, ruborizada y aturdida, presa de la pasión, los ojos cerrados, la boca abierta. Shirley, llena de repugnancia, silenciosa y abatida después, dejándose caer al suelo y apartándose de mí a rastras igual que un insecto herido. Jack saliendo del despacho, confuso y pálido igual que si hubiera sido la víctima de una violación, caminando cuidadosamente a través de un mundo vuelto irreal. Y Vornan pareciendo complacido, alegremente repleto, totalmente satisfecho con su obra e incluso más contento al descubrir lo que habíamos hecho Shirley y yo.
No pude sentir auténtica ira hacia él. Seguía siendo la misma bestia de presa que había sido siempre, y no había renunciado a nada. Había rechazado a Shirley no por algún exceso de convencionalismo, sino tan sólo porque andaba al acecho de una presa diferente.
No le dije nada a Kralick. Se daba cuenta de que el interludio de Arizona había sido un desastre, pero no le di detalle alguno… y él no me los pidió. Nos encontramos en Phoenix; había volado hasta allí desde Washington cuando recibió mi mensaje. Dijo que el viaje a Sudamérica había sido reactivado apresuradamente y que debíamos estar en Caracas el martes próximo.
—No cuente conmigo —dije—. Ya he tenido bastante de Vornan. Dimito del comité, Sandy.
—No lo haga.
—Tengo que hacerlo. Es un asunto personal. Le he dado casi un año entero, pero ahora debo recoger los fragmentos de mi propia vida.
—Dénos otro mes —me suplicó—. Es importante. Leo, ¿ha estado siguiendo las noticias?
—Muy de vez en cuando.
—El mundo está dominado por una manía centrada en Vornan. Empeora a cada día. Estas dos semanas que ha pasado en el desierto no han hecho sino inflamarla más. ¿Sabe que el domingo apareció en Buenos Aires un falso Vornan, y proclamó un imperio latinoamericano? En sólo quince minutos consiguió reunir una turba de cincuenta mil personas. Los daños causados ascienden a millones, y podría haber sido peor si un francotirador no le hubiese disparado.
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