Robert Silverberg - El hombre estocástico

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El hombre estocástico: краткое содержание, описание и аннотация

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Lew Nichols se dedica a formular predicciones estocásticas, una mezcla de análisis sumamente perfeccionado y de conjeturas basadas en informaciones sólidas. Estas predicciones son el enfoque más aproximado a la predicción del futuro que el ser humano es capaz de realizar a finales del siglo XX. En manos de Nichols, constituyen un instrumento de asombrosa exactitud, y su notable capacidad le gana un importante puesto en el equipo de Paul Quinn, el ambicioso y carismático alcalde de la prácticamente ingobernable ciudad de Nueva York, cuyas ambiciones se cifran en alcanzar la presidencia de Estados Unidos en 2004.
A pesar de su efectividad, las predicciones estocásticas no tienen nada de paranormal. Nichols adivina el futuro, pero no puede “verlo” realmente. Ese es el extraordinario don que se ofrece a enseñarle el misterioso Martin Carvajal, el de un conocimiento totalmente clarividente del futuro. Obsesionado por ayudar a Quinn a llegar a la Casa Blanca, Nichols no puede desperdiciar la oportunidad, a pesar de sobrecogerse al observar el efecto que causa en Carvajal el conocimiento de todos y cada uno de los actos de su propia vida, incluyendo el de su muerte.
“El hombre estocástico” constituye una exploración a fodo y enormemente satisfactoria de uno de los conceptos básicos de la ciencia ficción. La trama, de gran perfección, muestra a su autor, Robert Silverberg, en una de sus más brillantes facetas.

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—¿Doce años en el Ayuntamiento? ¿Cree que se conformará con quedarse aquí todo ese tiempo?

Carvajal estaba jugando conmigo como el gato con el ratón. Me di cuenta de que me había visto arrastrado a una especie de desafío. Le miré largamente y percibí algo terrorífico e imposible de determinar, algo poderoso e inaprensible, algo que me hizo dar un primer paso defensivo.

—¿Y usted qué piensa, señor Carvajal? —dije.

Un destello de vida cruzó sus ojos por un instante. Estaba disfrutando con aquel juego.

—El alcalde Quinn está destinado a un cargo más elevado —dijo suavemente.

—¿De gobernador?

—Más elevado.

No respondí de inmediato, y luego me sentí incapaz de hacerlo, pues de las paredes cubiertas de cuero fluía un inmenso silencio que nos embargaba completamente, y me dio miedo ser el primero en quebrarlo. «Ojalá que el teléfono suene otra vez», pensé, pero todo permaneció en silencio, como el aire en una noche de helada, hasta que Lombroso rompió el silencio, diciendo:

—Nosotros también creemos que tiene grandes posibilidades.

—Tenemos grandes planes para él —proferí.

—Lo sé —dijo Carvajal—. Por eso he venido. Deseo ofrecer mi apoyo.

—Su ayuda financiera nos ha sido enormemente útil todo el tiempo, y… —le respondió Lombroso.

—Lo que tengo en mente no es sólo algo financiero.

Ahora fue Lombroso quien recurrió a mí con la vista en busca de ayuda. Pero yo estaba desconcertado.

—Creo que no le entendemos bien, señor Carvajal —dije.

—Si pudiese quedarme un momento a solas con usted…

Lancé una ojeada a Lombroso. Si le molestaba verse expulsado de su propio despacho, no lo demostró en absoluto. Con la gracia que le caracterizaba, hizo una inclinación de cabeza y se marchó a la habitación de atrás. Me encontré de nuevo a solas con Carvajal y, una vez más, me sentí incómodo, desconcertado por los extraños hilos de acero invulnerable que parecían sujetar su alma marchita y debilitada. En un tono nuevo, insinuante y confidencial, Carvajal me dijo:

—Tal como le comenté, usted y yo nos dedicamos al mismo tipo de trabajo. Pero creo que nuestros métodos difieren bastante, señor Nichols. Su técnica es intuitiva y probabilista, mientras que la mía… Bueno, la mía es muy distinta. Creo que quizá algunas de mis intuiciones puedan complementarse con las suyas, eso es lo que estoy intentando decirle.

—¿Intuiciones predictivas?

—Exactamente. No deseo entrometerme en su campo de responsabilidades. Pero podría formularle una sugerencia o dos que creo le resultarían útiles.

Di un respingo. De repente el enigma quedó al descubierto, y lo que revelaba era algo completamente vulgar y de sentido común. Carvajal no era sino un rico amateur en política que, creyéndose que el dinero le daba derecho a considerarse experto en todo, se moría por meter la nariz en las actividades de los de arriba. No hacía sino practicar un hobby. No era sino un político de pacotilla. ¡Dios mío! Bien, mostrémonos amables con él, había dicho Lombroso. Me mostraría amable. Acumulando la mayor cantidad de tacto posible, le dije secamente:

—Por supuesto, el señor Quinn y todo su personal se alegran siempre de recibir sugerencias útiles.

Los ojos de Carvajal buscaron los míos, pero yo los esquivé.

—Gracias —musitó—. He anotado algunas cosas para empezar —me ofreció una hoja doblada de papel blanco. Su mano temblaba ligeramente. La tomé sin mirarla. De repente parecieron abandonarle todas sus fuerzas, como si hubiese llegado al final de sus recursos. Su rostro palideció aún más, se desmadejó visiblemente—. Gracias —susurró de nuevo—. Muchas gracias. Creo que nos veremos pronto —y, de repente, se marchó, inclinando la cabeza en la puerta, como un embajador oriental.

En mi trabajo uno conoce a la gente más rara. Meneando la cabeza, desplegué la hoja de papel. Contenía tres frases, escritas con trazos como de araña:

Vigilar a Gilmartin.

Congelación obligatoria del petróleo a escala nacional, preocuparse pronto de ello.

Socorro [5] En castellano en el original. (N. del T.) en lugar de Leydecker antes del verano. Ponerse inmediatamente en contacto con él.

Las leí un par de veces sin encontrarles ni pies ni cabeza; esperé el habitual ramalazo clarificador de intuición, pero tampoco me vino. El tal Carvajal parecía disminuir y anular mis facultades. Aquella sonrisa espectral, aquellos ojos gastados, aquellas anotaciones crípticas…, todo en él me dejaba confuso y trastornado.

—Se ha ido —le dije a Lombroso, quien emergió de inmediato de su despacho interior.

—¿Y bien?

—No sé. No sé nada de nada. Me dio esto —dije, y le pasé la nota.

—Gilmartin. Congelación. Leydecker —Lombroso arrugó el entrecejo—. Está bien, brujo. ¿Qué significa todo eso?

Gilmartin debía ser el interventor del Estado. Anthony Gilmartin, quien había chocado con Quinn un par de veces en relación con la política fiscal municipal, pero de quien no se tenía noticias desde hacía meses.

—Carvajal cree que tendremos más problemas con Albany en relación con el dinero —me aventuré—. Tú deberías saberlo mejor que yo. ¿Está Gilmartin quejándose otra vez de los gastos municipales?

—No ha dicho ni una palabra.

—¿Estamos preparando algún paquete de nuevos impuestos que le caigan mal?

—Si fuese así, ya te habríamos informado, Lew.

—Así pues, ¿no se está gestando ningún conflicto en potencia entre Quinn y el departamento de Gilmartin?

—No veo ninguno en un futuro visible —dijo Lombroso—. ¿Y tú?

—Nada. En cuanto a la congelación obligatoria del petróleo…

—Estamos discutiendo la conveniencia de aprobar una ley local muy estricta —me dijo—. En el puerto de Nueva York no entraría ningún petrolero que transportase petróleo sin congelar. Quinn no está seguro de que sea una idea tan buena como parece, y estábamos a punto de pedirte que nos formulases un vaticinio. Pero ¿congelación del petróleo a escala nacional? Quinn apenas se ha manifestado con respecto a problemas de política nacional.

—Todavía no.

—No, todavía no. Puede que sea ya el momento de hacerlo. Puede que Carvajal intuya algo aquí. Y el tercer punto…

—Leydecker —dije. Leydecker, seguramente se trataba del gobernador Richard Leydecker, de California, uno de los hombres más poderosos del Nuevo Partido Demócrata y el más destacado candidato a la nominación presidencial del año 2000—. Socorro significa en español «auxilio», ¿no, Bob? Nos dice que ayudemos a Leydecker, quien no necesita ayuda alguna. ¿Por qué? En cualquier caso, ¿cómo puede ayudar Paul Quinn a Leydecker? ¿Apoyándole en su aspiración a la presidencia? Aparte de ganarse la amistad de Leydecker, no sé de qué le serviría eso a Quinn, y tampoco le va a aportar a Leydecker nada que no tenga ya en su bolsillo, así que…

—Socorro es el subgobernador de California —dijo Lombroso amablemente—. Carlos Socorro. Es un apellido, Lew.

—Carlos Socorro —cerré los ojos—. Por supuesto.

Mis mejillas enrojecieron. Tanto confeccionar listas, tanto recopilar frenéticamente los centros de poder del Nuevo Partido Demócrata, tantos enfebrecidos esfuerzos durante el último año y medio, y me había olvidado sin embargo del nombre de la mano derecha de Leydecker. ¡No era «socorro» lo que decía, sino Socorro, grandísimo imbécil!

—¿Qué insinúa entonces? —dije—. ¿Que Leydecker va a dimitir para poder ser nominado, dejando a Socorro de gobernador? Muy bien. Eso concuerda. Pero que nos pongamos pronto en contacto con él. ¿Con quién? —balbucí—. ¿Con Socorro? ¿Con Leydecker? Resulta todo bastante confuso, Bob. No estoy efectuando ninguna lectura que tenga pies ni cabeza.

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