—¿Y qué lectura haces de Carvajal?
—Un chiflado —dije—. Un chiflado rico. Un tipejo extraño con el cerebro gravemente infectado de política —deposité la nota en mi cartera. La cabeza estaba a punto de estallarme—. Olvídate de él. Le complací porque me dijiste que debía hacerlo. Hoy me he portado como un buen chico, ¿no, Bob? Pero no se me puede exigir que me tome todo esto en serio, y me niego a intentarlo. Ahora vámonos a comer y a fumarnos un buen hueso, a tomarnos unos cuantos martinis y a charlar de negocios.
Lombroso me dispensó su sonrisa más radiante, me dio unos consoladores golpecitos en el hombro y me condujo a la salida de su despacho. Conjuré a Carvajal de mi pensamiento. Pero sentí una especie de escalofrío, como si hubiese empezado una nueva estación y no fuese la primavera, y aquel escalofrío perduraba aún mucho después de haber finalizado el almuerzo.
En los meses siguientes nos dedicamos seriamente a la tarea de planificar el ascenso de Paul Quinn, y el nuestro propio, hasta la Casa Blanca. Ya no tenía que mostrarme cauto en relación con mi deseo, que rozaba con la compulsión, de convertirle en presidente; todos los miembros de su círculo íntimo reconocían ya abiertamente el mismo fervor que yo había encontrado tan embarazoso hacía sólo año y medio. Actuábamos todos a cara descubierta.
El proceso de fabricación de un presidente no ha variado mucho desde mediados del siglo XIX, aunque las técnicas empleadas son algo distintas en esta época de redes de datos, vaticinios estocásticos y saturación intensiva del ego a través de los medios de comunicación de masas. El punto de partida lo constituye por supuesto un candidato fuerte, preferentemente con su base de poder en un estado densamente poblado. El hombre debe resultar plausiblemente presidenciable; debe parecer y hablar como un presidente. Si su estilo natural no es ése, habrá que entrenarle para crear a su alrededor un aura de plausibilidad. Los candidatos óptimos la poseen ya de entrada. McKinley, Lyndon Johnson, Franklin D. Roosevelt y Wilson poseían todos esa dramática apariencia presidencial. Lo mismo ocurría con Harding. Nadie había parecido jamás más presidente que Harding; era su única cualificación para el cargo, pero había bastado para conducirle al mismo. Dewey, Al Smith, Mc-Govern y Humphrey carecían de ella, y perdieron. Stevenson y Willkie la poseían, pero tuvieron que enfrentarse con hombres cuya aura presidencial era todavía mayor. John F. Kennedy no se ajustaba al ideal imperante en 1960 de cómo debía parecer un presidente: es decir, sabio y paternal, pero poseía otras cualidades que le favorecían, y al ganar alteró en cierta medida el modelo, beneficiando, entre otros, a Paul Quinn, que resultaba presidencialmente plausible debido precisamente a su aire kennediano. También es importante hablar como un presidente. El aspirante a candidato debe resultar firme, serio y enérgico, pero al mismo tiempo caritativo y flexible, con un tono de voz que logre transmitir el calor humano y la sabiduría de Lincoln, el valor de Truman, la serenidad de Franklin D. Roosevelt, el ingenio de John F. Kennedy… Y Quinn reunía todas aquellas cualidades.
Pero el hombre que desee alcanzar la presidencia debe contar con el siguiente equipo: alguien que allegue fondos (Lombroso), alguien que seduzca a los medios de comunicación de masas (Missakian), alguien que analice las tendencias y sugiera las medidas más adecuadas (yo), alguien que coordine una alianza a escala nacional de jerifaltes políticos (Ephrikian), y alguien que dirija y coordine la estrategia (Mardikian). El equipo sigue entonces adelante con el producto, realiza las necesarias conexiones con los mundos de la política, el periodismo y las finanzas, y va imbuyendo en las mentes de la gran masa la idea de que se trata del Hombre Justo para el Cargo. Para cuando se celebre la Convención de Nominación, o Primarias, habrá que, mediante promesas manifiestas o encubiertas, haber alcanzado el número suficiente de delegados como para que el candidato salga en la primera votación o, en el peor de los casos, en la tercera; si para entonces no has conseguido que sea nominado, las alianzas se derrumban y comienzan a hacer su aparición los nombres inesperados. Una vez nominado, eliges un vicepresidente que, en filosofía política, apariencia y origen geográfico, sea lo más distinto del candidato que pueda ser una persona, sin por ello dejar de hablarse, y te lanzas luego a la tarea de hacer morder el polvo al candidato del otro gran partido.
A comienzos de abril de 1999 celebramos nuestra primera gran reunión formal de carácter estratégico en el despacho de alcalde delegado de Mardikian, que se encontraba en el ala oeste del edificio del Ayuntamiento. Estábamos Haig Mardikian, Bob Lombroso, George Missakian, Ara Ephrikian, y yo. Quinn no; se encontraba en Nueva York luchando con el Departamento de Sanidad. Educación y Bienestar para obtener mayores recursos financieros con destino a la ciudad, según lo dispuesto en el Decreto sobre Estabilidad Emocional. Reinaba en la sala una crepitación eléctrica que no tenía nada que ver con el mecanismo de purificación mediante ozono. Era la crepitación del poder, real y potencial. Nos habíamos reunido para poner manos a la tarea de conformar la Historia.
La mesa era redonda, pero me sentí como si ocupase un lugar en el centro del grupo. Los cuatro, mucho más versados que yo en los manejos del poder y de las influencias, recurrían a mí en busca de orientación y directrices, pues el futuro aparecía envuelto en densas nieblas y ellos sólo podían intentar adivinar a través de los enigmas de los días todavía por venir, mientras que creían que yo veía , que sabía . No estaba dispuesto a explicar la diferencia que existe entre ver y ser capaz de formular conjeturas. Saboreaba aquella sensación de dominio. Sí, a cualquier nivel que lo alcancemos, el poder crea un hábito, como las drogas. Allí estaba yo sentado entre millonarios, dos abogados, un agente de Bolsa y un magnate de las redes de datos; tres de ellos atezados armenios y el otro un atezado judío español, y todos tan ansiosos como yo por experimentar el resonante triunfo de alcanzar la presidencia, por compartir una gloria delegada, todos soñando con construirse imperios propios con el disfrute del poder, y todos esperando a que les dijera lo que había que hacer para llegar a la, tomado al pie de la letra, conquista de los Estados Unidos de América.
—Empecemos por tu interpretación, Lew —dijo Mardikian—. ¿Cuáles crees que son las posibilidades reales de que Quinn consiga ser nominado el año que viene?
Efectué la pausa propia de un vidente, levanté la mirada como si estuviera buscando la inspiración de un tótem estocástico, la dejé fija en el espacio, escrutando hasta las motas de polvo en busca de augurios, adopté el aire más pomposo posible; en una palabra, les regalé una representación completa, y al cabo de unos instantes respondí solemnemente:
—Para la nominación puede que una probabilidad entre ocho. Para la elección, una entre cincuenta.
—No es muy buena.
—No.
—No lo es en absoluto —dijo Lombroso.
Mardikian se desanimó, comenzó a dar tirones a la punta de su carnosa e imperial nariz, y dijo:
—¿Nos estás diciendo que debemos abandonar totalmente la idea? ¿Es ésa tu valoración?
—Para el año que viene, sí. Olvidémonos de lo de la presidencia.
—¿Renunciamos así, sin más? —dijo Ephrikian—. ¿Nos limitamos a seguir en el Ayuntamiento y a olvidarnos de todo?
—Espera —le musitó Mardikian. Me miró nuevamente—. ¿Y en el 2004, Lew?
—Mejor, mucho mejor.
Ephrikian, un hombre robusto, de barba negra y cráneo afeitado a la moda, adoptó un aire impaciente y molesto. Arrugó el ceño, y dijo:
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