Robert Silverberg - El hombre estocástico

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El hombre estocástico: краткое содержание, описание и аннотация

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Lew Nichols se dedica a formular predicciones estocásticas, una mezcla de análisis sumamente perfeccionado y de conjeturas basadas en informaciones sólidas. Estas predicciones son el enfoque más aproximado a la predicción del futuro que el ser humano es capaz de realizar a finales del siglo XX. En manos de Nichols, constituyen un instrumento de asombrosa exactitud, y su notable capacidad le gana un importante puesto en el equipo de Paul Quinn, el ambicioso y carismático alcalde de la prácticamente ingobernable ciudad de Nueva York, cuyas ambiciones se cifran en alcanzar la presidencia de Estados Unidos en 2004.
A pesar de su efectividad, las predicciones estocásticas no tienen nada de paranormal. Nichols adivina el futuro, pero no puede “verlo” realmente. Ese es el extraordinario don que se ofrece a enseñarle el misterioso Martin Carvajal, el de un conocimiento totalmente clarividente del futuro. Obsesionado por ayudar a Quinn a llegar a la Casa Blanca, Nichols no puede desperdiciar la oportunidad, a pesar de sobrecogerse al observar el efecto que causa en Carvajal el conocimiento de todos y cada uno de los actos de su propia vida, incluyendo el de su muerte.
“El hombre estocástico” constituye una exploración a fodo y enormemente satisfactoria de uno de los conceptos básicos de la ciencia ficción. La trama, de gran perfección, muestra a su autor, Robert Silverberg, en una de sus más brillantes facetas.

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Todo ello en privado, en secreto, pues me sentía avergonzado de estos planes prematuros; no quería que tipos tan fríos como Mardikian y Lombroso supiesen que me encontraba ya enfangado en turbias fantasías masturbatorias acerca del resplandeciente futuro de nuestro héroe, aunque supongo que por aquel entonces ellos debían albergar ya ideas semejantes. Elaboré interminables listas de políticos a los que merecía la pena «trabajar» en lugares tales como California, Florida y Texas; representé gráficamente la dinámica de los bloques electorales nacionales; maquiné intrincados esquemas que representaban los vértices de poder de una convención nacional para la nominación, y me inventé una infinidad de escenarios simulados para la propia elección. Todo esto, tal como he dicho, tenía una naturaleza obsesiva, lo que significa que volvía una y otra vez, ávidamente, con impaciencia, sin poderlo evitar, en cualquier momento libre, a mis análisis y vaticinios.

Todo el mundo tiene alguna obsesión que le domina, alguna fijación que se transforma en una armadura que rodea al edificio de su vida: es de este modo como nos convertimos en coleccionistas de sellos, jardineros, ciclistas, corredores de maratón, drogadictos o fornicadores. Todos nosotros llevamos dentro idéntico vacío, y cada uno lo rellena esencialmente del mismo modo, cualquiera que sea el relleno que elijamos. Quiero decir que elegimos la cura que más nos gusta, pero que todos nosotros estamos aquejados de la misma enfermedad.

Así pues, soñaba con el presidente Quinn. Creía que merecía el puesto, y ello por una razón: no sólo era un líder carismático, sino también humano, sincero y sensible a las necesidades de la gente —es decir, que su filosofía política era muy parecida a la mía—. Pero me encontraba también abocado a prestarme al avance de las carreras de otras personas, a ascender de forma vicaria, a poner discretamente mis habilidades estocásticas al servicio de otros. Todo ello hacía que me dominase una emoción subterránea, nacida de una compleja hambre de poder unida al deseo de autoborrarme, de no figurar, una sensación de que era tanto más invulnerable cuanto menos visible. Yo no podía llegar a ser presidente; no estaba dispuesto a exponerme a la turbulencia, el agotamiento, el peligro y el feroz y gratuito odio con que la masa tan fácilmente cubre a los que buscan su favor. Pero, esforzándome por convertir a Paul Quinn en presidente de los Estados Unidos, podía colarme de algún modo en la Casa Blanca, aunque fuese por la puerta de atrás, sin tener que exponerme desnudo, sin correr los verdaderos riesgos. Aquí está, al descubierto, la raíz de mi obsesión. Pretendía servirme de Paul Quinn y hacerle creer que era él quien se estaba sirviendo de mí. Me había identificado con él au fond ; era para mí como mi otro yo, mi máscara, mi pata de conejo, mi marioneta, mi hombre de paja. Yo deseaba mandar. Deseaba el poder. Deseaba convertirme en Presidente, Rey, Emperador, Papa, Dalai-Lama. A través de Quinn llegaría adonde me proponía de la única forma que me era factible. Llevaría las riendas del hombre que llevaba las riendas; y, de este modo, me transformaría en mi propio padre y también en papaíto de todos los demás.

11

Aquel gélido día de finales de marzo de 1999 comenzó como la mayoría de todos los demás desde que empecé a trabajar para Paul Quinn; pero, antes de que llegase la tarde, emprendió un derrotero insólito. Como era habitual, a las siete y cuarto yo ya estaba en pie. Sundara y yo nos duchábamos juntos con el pretexto de ahorrar agua y energía, pero la razón real era que ambos adorábamos el jabón y que nos encantaba enjabonarnos mutuamente hasta resultar tan resbaladizos como focas. Un desayuno rápido y a las ocho y media ya estaba fuera de casa, trasladándome hasta Manhattan en la cápsula conmutadora. Mi primera parada fue en mi despacho de la parte alta de la ciudad, mi antigua oficina, Lew Nichols Associates, que seguía manteniendo, aunque con personal reducido, mientras cobraba de la nómina municipal. En ella me ocupé de unos cuantos rutinarios análisis proyectivos relacionados con asuntos administrativos de poca monta: la ubicación de una nueva escuela, la clausura de un viejo hospital, la reordenación de las zonas de un distrito residencial que permitiese la creación de un nuevo asilo para drogadictos con el cerebro dañado; todos ellos asuntos triviales, pero potencialmente explosivos en una ciudad en la que los nervios de cada habitante están en constante tensión, sin esperanza de relajamiento, y en la que los pequeños desengaños adoptan pronto la apariencia de insoportables desaires. Luego, hacia mediodía, me dirigí al centro de la ciudad, al Edificio Municipal, para entrevistarme y comer con Bob Lombroso.

—El señor Lombroso tiene una visita en su despacho —me dijo la recepcionista—, pero quiere que pase usted de todas formas.

El despacho de Lombroso constituía el marco adecuado para él. Se trata de un hombre alto y apuesto, de algo menos de cuarenta años, de apariencia ligeramente teatral, una figura poderosa de cabellos negros y rizados algo plateados en las sienes, una ruda barba negra muy corta, una sonrisa centelleante y las maneras enérgicas e intensas propias de un comerciante de alfombras con éxito. Su despacho, anteriormente el de un gris funcionario municipal, había sido redecorado personalmente por él de su propio bolsillo, y parecía un barroco escondrijo levantino, fragante y acogedor; las paredes estaban forradas con cuero oscuro y brillante, el suelo cubierto por espesas alfombras, las cortinas eran de un pesado terciopelo marrón, y las lámparas de bronce español, perforado por mil agujeros; su resplandeciente mesa de trabajo era de diversos tipos de oscuras maderas en las que se incrustaban placas de elaborada marroquinería; sobre ella había porcelanas chinas en forma de urnas, y en una barroca vitrina de cristal, su apreciada colección de objetos judaicos medievales: cascos de plata, petos, pergaminos de las Tablas de la Ley, bordadas cortinas del Torah de las sinagogas de Túnez e Irán, lámparas afiligranadas del Sabbath , portavelas, cajas de especias, candelabros. En aquel perfumado y cerrado santuario, Lombroso reinaba sobre los ingresos municipales como un príncipe de Sión: ¡Y ay del necio gentil que desdeñase sus consejos!

Su visitante era un hombrecillo de apariencia gastada, de unos cincuenta y cinco o sesenta años, un tipo gris e insignificante con una estrecha cabeza ovalada apenas cubierta por un ralo y corto pelo gris. Iba vestido muy vulgarmente, con un sobado traje marrón de la era de Eisenhower, que hacía que el bien cortado traje de Lombroso pareciese de una exagerada jactancia, propia de un pavo real, y que incluso me hizo sentirme a mí como un dandi con mi esclavina color castaño con hilos de cobre, que tenía ya cinco años. Estaba sentado en silencio, cabizbajo, con las manos entrelazadas. Resultaba anónimo, casi invisible, uno de tantos individuos innatamente amorfos, y su piel era de un matiz tan plomizo, la carne de sus mejillas de un fofo tan espectacular, que reflejaban un agotamiento no sólo físico, sino también espiritual. El paso del tiempo había ido despojando a aquel pobre hombre de cualquier vigor que pudiese haber poseído.

—Te presento a Martín Carvajal, Lew —dijo Lombroso.

Carvajal se incorporó y me estrechó la mano. La suya estaba fría.

—Me alegra mucho conocerle por fin, señor Nichols —dijo con una voz suave y apagada que parecía llegarme desde el otro extremo del universo.

La extraña cortesía de su saludo me pareció fuera de lugar. Me pregunté qué hacía allí. Parecía un ser sin sustancia, alguien que podía haber acudido a solicitar algún miserable empleo burocrático, o, más plausiblemente, algún tío pobre de Lombroso, que se hubiese presentado a recoger su estipendio mensual; pero en la lujosa madriguera del administrador de finanzas Lombroso sólo eran recibidos los muy poderosos.

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