Robert Silverberg - El hombre estocástico

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El hombre estocástico: краткое содержание, описание и аннотация

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Lew Nichols se dedica a formular predicciones estocásticas, una mezcla de análisis sumamente perfeccionado y de conjeturas basadas en informaciones sólidas. Estas predicciones son el enfoque más aproximado a la predicción del futuro que el ser humano es capaz de realizar a finales del siglo XX. En manos de Nichols, constituyen un instrumento de asombrosa exactitud, y su notable capacidad le gana un importante puesto en el equipo de Paul Quinn, el ambicioso y carismático alcalde de la prácticamente ingobernable ciudad de Nueva York, cuyas ambiciones se cifran en alcanzar la presidencia de Estados Unidos en 2004.
A pesar de su efectividad, las predicciones estocásticas no tienen nada de paranormal. Nichols adivina el futuro, pero no puede “verlo” realmente. Ese es el extraordinario don que se ofrece a enseñarle el misterioso Martin Carvajal, el de un conocimiento totalmente clarividente del futuro. Obsesionado por ayudar a Quinn a llegar a la Casa Blanca, Nichols no puede desperdiciar la oportunidad, a pesar de sobrecogerse al observar el efecto que causa en Carvajal el conocimiento de todos y cada uno de los actos de su propia vida, incluyendo el de su muerte.
“El hombre estocástico” constituye una exploración a fodo y enormemente satisfactoria de uno de los conceptos básicos de la ciencia ficción. La trama, de gran perfección, muestra a su autor, Robert Silverberg, en una de sus más brillantes facetas.

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—¿Qué probabilidades hay de que disparen contra mí si me doy un paseo por Times Square? —me preguntó Quinn.

No me ocupaba de sus riesgos de fallecimiento, y así se lo comuniqué.

También le dije:

—Pero preferiría que no lo hicieses, Paul. Yo no soy infalible ni tú eres inmortal.

—Si Nueva York no ofrece la seguridad necesaria para que un candidato se encuentre con sus votantes —replicó Quinn—, lo mejor que podíamos hacer es utilizarla como campo de pruebas para una bomba.

—Hace sólo dos años que asesinaron aquí a un alcalde.

—Todo el mundo odiaba a Gottfried. Era el mayor fascista que se haya conocido. ¿Por qué tendría nadie que albergar esos sentimientos contra mí, Lew? Voy a hacerlo.

Quinn siguió adelante y se salió con la suya. Puede que le ayudase. Alcanzó la mayor victoria electoral de toda la historia de Nueva York, una aplastante mayoría del 88 por 100. El 1 de enero de 1998, un día increíblemente templado, casi como de Florida, Haig Mardikian, Bob Lombroso y todos los demás nos apiñábamos en un estrecho círculo al pie de los escalones del Ayuntamiento para ver cómo nuestro hombre prestaba juramento en su toma de posesión. Una vaga inquietud me corroía por dentro. ¿Qué es lo que temía? No podría decirlo. Puede que una bomba. Sí, una bomba redonda, negra y brillante, como de comic , con una mecha encendida silbando por el aire para volarnos a todos nosotros en pedacitos. Pero no se arrojó bomba alguna. ¿Por qué este pájaro de mal agüero, Nichols? ¡Goza del triunfo! Me mantuve impasible. Manotazos en la espalda, besos en las mejillas. Paul Quinn era alcalde de Nueva York, ¡feliz 1998 a todo el mundo!

10

—Si Quinn gana —me había dicho Sundara una noche de finales del verano de 1997—, ¿te ofrecerá un puesto en su administración?

—Probablemente.

—¿Lo aceptarás?

—Ni por asomo —le dije—. Llevar una campaña es divertido. La administración municipal día a día debe ser mortalmente aburrida. Tan pronto terminen las elecciones volveré con mis clientes de siempre.

Tres días después de las elecciones, Quinn me mandó llamar y me ofreció el puesto de ayudante administrativo especial, que acepté sin la menor vacilación, sin pensar ni un solo instante en mis clientes, mis empleados o mi resplandeciente oficina llena de equipos de proceso de datos.

¿Le había mentido a Sundara aquella noche de verano? No, el único engañado era yo mismo. Mi vaticinio había sido incorrecto debido a la imperfección de mi conocimiento de mí mismo. Entre agosto y noviembre pude aprender que la proximidad del poder es como una droga que crea hábito. Durante más de un año había estado extrayendo vitalidad de Paul Quinn. Cuando pasa uno tanto tiempo tan cerca de un poder tan enorme, se queda prendido de ese flujo de energía, y se convierte en una especie de adicto. Uno no se aleja de buena gana de la dinamo que le ha estado alimentando. Una vez elegido alcalde, Quinn me contrató, me dijo que me necesitaba, y me lo creí, pero lo cierto era que yo le necesitaba a él. Quinn estaba destinado a dar un gigantesco salto, a convertirse en un brillante cometa que atravesaría la sombría noche de la política norteamericana, y yo anhelaba subirme a aquel tren, recibir parte de su fuego y sentirme calentado por él. Era así de sencillo y así de humillante. Podía intentar creerme que sirviendo a Quinn estaba prestando un servicio a la humanidad, participando en una grandiosa y arrebatadora cruzada para salvar la mayor de nuestras ciudades, contribuyendo a sacar a la civilización urbana moderna del abismo en que había caído y a dotarla de sentido y viabilidad. Podía ser incluso cierto. Pero lo que me atraía hacia Quinn era el vértigo del poder, del poder en abstracto, del poder por el poder, del poder para moldear, conformar y transformar. Salvar Nueva York era algo accidental; lo que yo ansiaba era ejercer mi dominio sobre las fuerzas dominantes.

La totalidad del equipo de la campaña entró a formar parte de la nueva administración municipal. Quinn nombró a Mardikian alcalde suplente y a Bob Lombroso administrador financiero. George Missakian se convirtió en coordinador de los medios de comunicación de masas y Ara Ephrikian obtuvo el nombramiento de director de la Comisión de Planificación Municipal. Luego, los cinco nos reunimos con Quinn y repartimos los restantes cargos. Ephrikian fue quien propuso la mayor parte de los nombres; Missakian, Lombroso y Mardikian evaluaron sus cualificaciones; yo efectué valoraciones intuitivas, y Quinn formulaba el dictamen final. De este modo encontramos el acostumbrado surtido de negros, puertorriqueños, chinos, italianos, irlandeses, judíos, etc., encargados de dirigir los departamentos de Recursos Humanos, de Vivienda y Remodelación, de Protección del Medio Ambiente, de Recursos Culturales, y todos los demás cargos importantes. Luego, discretamente, colocamos a muchos de nuestros amigos, incluyendo un elevado número de armenios, judíos sefarditas y otros grupos exóticos en los puestos más altos de los escalones inferiores. Mantuvimos a las personas más competentes de la administración DiLaurenzio, pues no había tantas, y resucitamos a algunos de los entrometidos pero bien preparados subordinados de Gottfried. Era una sensación maravillosa estar eligiendo un gobierno para Nueva York, expulsar a los inútiles y haraganes y reemplazarlos por hombres y mujeres creativos y aventurados que, por casualidad, sólo por casualidad , correspondían también a la combinación étnica y geográfica que debía tener el gabinete del alcalde de Nueva York.

Mi propio trabajo era amorfo, evanescente. Yo era algo así como el consejero privado, el adivino, el que despejaba los problemas, la eminencia gris que se ocultaba tras el trono. Se suponía que debía utilizar mis facultades intuitivas para mantener a Quinn siempre dos pasos por delante del cataclismo, y todo ello en una ciudad en la que, si el Departamento de Meteorología permite que caiga sobre ella una tormenta de nieve, los lobos se arrojan de inmediato sobre el alcalde. Acepté una reducción de honorarios que ascendía a casi la mitad del dinero que habría ganado como asesor privado. Pero mi salario municipal seguía siendo superior al que realmente necesitaba. Y contaba con otro premio recompensa: saber que si Paul Quinn subía, yo subiría con él.

Derechos hasta la Casa Blanca.

Yo había presentido la inminencia de la presidencia de Quinn por primera vez en 1995, en aquella fiesta en casa de Sarkisian, y Haig Mardikian la había barruntado mucho antes. Los italianos tienen una palabra, papabile , para describir a un cardenal con grandes posibilidades de llegar a ser Papa. Quinn era presidencialmente papabile . Era joven, con personalidad, enérgico, independiente, una clásica figura kennediana, y, a lo largo de cuarenta años, los tipos como Kennedy habían conservado una cierta aureola mística para el electorado. Es cierto que fuera de Nueva York era un desconocido, pero eso apenas importaba, con todas las crisis urbanas un 250 por 100 más intensas que hacía una generación, cualquiera que se mostrase capaz de gobernar una ciudad de las dimensiones de Nueva York se convierte automáticamente en un presidente en potencia, y si Nueva York no vencía a Quinn como había vencido a Lindsay en los años sesenta, en un año o dos disfrutaría de una reputación a escala nacional. Y entonces…

Y entonces…

Ya a comienzos del otoño de 1997, con la Alcaldía prácticamente ganada, me encontré preocupándome cada vez más, de un modo que pronto descubrí como obsesivo, por las posibilidades de Quinn de ser nominado para la presidencia. Le sentía presidente, si no en el año 2000, sí cuatro años más tarde. Pero no bastaba con formular la predicción. Jugaba con la idea de la llegada a la presidencia de Quinn, como un niño pequeño juega consigo mismo, excitándome con ella, extrayendo placer personal, exaltándome.

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