Robert Silverberg - Estación Hawksbill

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Estación Hawksbill: краткое содержание, описание и аннотация

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En las primeras décadas del siglo XXI se instala en Estados Unidos un gobierno autoritario que secuestra a los disidentes y los mete en la cárcel secreta de mayor seguridad de todos los tiempos: el pasado remoto. Usando una nueva tecnología que permite trasladar objetos y seres vivos por el tiempo, las autoridades crean en el período cámbrico, a mil millones de años de nosotros, la Estación Hawksbill, una penitenciaría sin rejas pero cercada por un paisaje rocoso, inhóspito y monótono, y por mares en los que abundan primitivas formas de vida. En ese mundo gris, lo único que anima a los presos es la llegada de nuevos compañeros con noticias de un futuro cada vez más borroso y lejano.

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—0h —dijo Hawksbill—, nadie podrá ir y venir por el tiempo. Las ecuaciones sólo se refieren al viaje hacia atrás. Ni siquiera me he planteado el movimiento hacia adelante. De todos modos, no creo que sea posible. La entropía es la entropía, y no se la puede invertir, al menos en el sentido que yo empleo. El viaje por el tiempo será en una sola dirección, tal como nos ocurre hoy a todos los pobres mortales. Sólo cambiará de sentido, eso es todo.

A Barrett, gran parte de lo que Hawksbill decía acerca de la máquina del tiempo le resultaba incomprensible, y lo demás insoportable por la petulancia. Pero se quedó con la incómoda sensación de que el matemático estaba al borde del éxito, que en pocos años se habría perfeccionado un proceso para invertir el flujo del tiempo y que estaría en manos del gobierno. Bueno, pensó, el mundo había sobrevivido a Albert Einstein. Había sobrevivido a J. Robert Oppenheimer. De alguna manera también sobreviviría a Edmond Hawksbill.

Quería saber más acerca de la investigación de Hawksbill. Pero justo entonces llegó Jack Bernstein, y Hawksbill, recordando tardíamente que su trabajo era secreto, cambió bruscamente de tema.

Bernstein, como Hawksbill, se había alejado bastante del movimiento clandestino en los últimos años. A efectos prácticos se había retirado después de la ola de arrestos del verano de 1994. Durante los cuatro años siguientes Barrett lo había visto quizá una docena de veces. Sus encuentros eran fríos y distantes. Barrett empezaba a pensar que aquellas tardes, cuando los dos tenían quince años y discutían furiosamente sobre cualquier tema de interés intelectual entre las paredes cubiertas de libros del pequeño dormitorio de Jack, eran producto de su imaginación. Las caminatas por la nieve, la colaboración para las tareas del colegio, los primeros tiempos compartidos en el movimiento clandestino, ¿habrían, ocurrido de verdad? El pasado, para Barrett, se estaba desprendiendo y cayendo como una piel muerta, y su amistad juvenil con Jack Bernstein era lo primero que había perdido.

Bernstein ahora era duro y frío, un hombre pequeño y enjuto que bien podría estar tallado en piedra. Nunca se había casado. Desde que había abandonado el movimiento clandestino ejercía la abogacía; tenía un apartamento en la parte alta de la ciudad, y dedicaba gran parte de su tiempo a viajar por asuntos de negocios. Barrett no entendía por qué Bernstein había empezado a visitarlo de nuevo. Por motivos sentimentales no era, seguramente. Tampoco mostraba el menor interés por las espasmódicas actividades del Frente Continental de Liberación. Quizá lo que le atraía era la figura de Hawksbill, pensó Barrett. Costaba imaginar a una persona tan glacial y reservada como Jack idolatrando a alguien, pero quizá no había superado su admiración adolescente por Hawksbill.

Llegaba, se sentaba, bebía, de vez en cuando hablaba. Hablaba como si cada palabra le costara una libra de carne. Sus labios parecían cerrarse como tijeras entre las sílabas. Sus ojos, pequeños y enrojecidos, parpadeaban como si sufrieran un dolor contenido. Bernstein ponía muy incómodo a Barrett. Siempre había creído que Jack era un hombre atormentado por los demonios, pero ahora esos demonios parecían demasiado cerca de la superficie, demasiado capaces de prorrumpir y atacar a transeúntes inocentes.

Y Barrett sentía el cosquilleo de la burla sorda de Jack. Como ex revolucionario, Bernstein parecía compartir la idea de Hawksbill de que el Frente era inútil y sus miembros unos ilusos. Sonriendo casi a escondidas, Bernstein parecía estar juzgando el grupo al que había dedicado tantos años de su propia vida. Pero sólo una vez dejó aflorar su desprecio. Pleyel entró en la habitación, una figura maravillosa, con una larga barba blanca, absorta en los cálculos para el próximo milenio. Saludó a Bernstein con la cabeza, como si hubiera olvidado quién era. —Buenas noches, camarada —dijo Bernstein—. ¿Cómo va La Revolución?

—Nuestros planes están madurando —dijo Pleyel con voz suave.

—Sí. Sí. Es una excelente estrategia, camarada. Espera pacientemente hasta que los sindicalistas mueran a la décima generación. ¡Después ataca, ataca con dureza!

Pleyel parecía desconcertado. Sonrió y se marchó a consultar algo con Valdosto, obviamente sin registrar el amargo sarcasmo de Bernstein. Barrett estaba molesto.

Jack, si buscas un blanco, úsame a mí. Bernstein soltó una risa áspera.

—Tú eres demasiado grande, Jim. Contigo no podría errar el tiro, y entonces no sería deporte. Además, es cruel disparar a una presa fácil.

Esa noche —a finales de noviembre de 1998— fue la última vez que Bernstein acudió al apartamento de Barrett. Hawksbill hizo una sola visita más, tres meses más tarde.

—¿Sabes algo de Jack? —le preguntó Barrett. —Ahora se hace llamar Jacob. Jacob Bernstein. —Siempre detestó ese nombre. Lo guardaba en secreto.

Hawksbill parpadeó de manera afable.

—Allá él. Cuando lo reconocí y lo llamé Jack, me explicó que se llamaba Jacob. Lo hizo de una manera bastante brusca.

—Yo no he vuelto a verlo desde aquella noche de noviembre. ¿Qué está haciendo?

—¿De veras no te has enterado?

—No —dijo Barrett—. ¿Es algo que yo deba saber? —Supongo que sí —dijo Hawksbill, ahogando una risita—. Jacob tiene un nuevo trabajo, y es probable que no vuelva a visitar socialmente a los líderes del Frente. Quizá les haga visitas profesionales, pero no sociales.

—¿Qué tipo de trabajo tiene? —dijo Barrett controlando la voz.

Hawksbill parecía disfrutar diciéndolo.

—Ahora es interrogador. Para la policía del régimen. Un trabajo que se acomoda muy bien a su personalidad, ¿no te parece? Seguramente va a tener mucho éxito.

12

La expedición de pesca regresó a la Estación en las primeras horas de la tarde. Barrett vio que el bote de Rudiger estaba rebosante, y a Hahn, desembarcando con brazadas de trilobites arponeados, se lo veía bronceado y contento.

Barrett se acercó a mirar lo que habían pescado. Rudiger estaba de un humor efusivo, y levantó un crustáceo de un rojo vivo que podía haber sido el tatarabuelo de todas las langostas hervidas, pero no tenía pinzas delanteras y donde debería tener la cola le brotaba una púa triple de aspecto maligno. Medía algo más de medio metro de largo y era feo.

—¡Una nueva especie! —dijo Rudiger con orgullo—. No hay nada parecido en ningún museo. Dios mío, cómo me gustaría tener un sitio donde ponerlo para que después lo encontraran. Quizá en la cima de alguna montaña.

—Si se pudiera encontrar, ya lo habrían encontrado —le recordó Barrett—. Algún paleontólogo del siglo xx lo habría desenterrado y exhibido en algún sitio, y tú te habrías enterado de todo. Así que olvídate, Mel.

—He estado pensando en eso —dijo Hahn—. ¿Cómo es posible que nadie de Arriba haya encontrado jamás los restos fósiles de la Estación Hawksbill? ¿No les preocupa que alguno de los primeros cazadores de fósiles los encuentre en los estratos del cámbrico y arme un escándalo? Por ejemplo, alguno de los excavadores de dinosaurios del siglo xix. Qué sorpresa se llevaría si encontrara chozas y huesos humanos y herramientas en un estrato más antiguo que los dinosaurios.

Barrett movió negativamente la cabeza.

—En primer lugar, ningún paleontólogo, desde el origen de la ciencia hasta la fundación de Hawksbill en el año 2005, desenterró la Estación. De eso hay datos: no sucedió, así que no hay de qué preocuparse. Y si la Estación apareciera después de 2005, todo el mundo sabría qué es y no pasaría nada. No habría ninguna paradoja.

—Además —dijo Rudiger con tristeza—, dentro de otros mil millones de años esta cadena rocosa estará en el fondo del Atlántico, con tres kilómetros de sedimento encima. Es imposible que nos encuentren. O que alguien de Arriba vea alguna vez a este bicho que atrapé hoy. En realidad, me importa un bledo. Yo lo vi. Yo lo disecaré. Ellos se lo pierden.

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