—Orwell llamaba a eso pensamiento contradictorio.
—Ah, no —dijo Hawksbill—. Es Realpolitik, es cinismo, pero no pensamiento contradictorio. Ninguna de las partes se hace ilusiones con la otra. Nos usamos mutuamente, amigo mío. Yo necesito su dinero, ellos necesitan mi cerebro. Pero yo sigo abominando de la filosofía de este gobierno, y ellos lo saben.
—En ese caso —dijo Barrett—, podrías seguir trabajando con nosotros sin poner en peligro tu subvención.
—Supongo que sí.
—Entonces ¿por qué te has alejado del movimiento? Necesitamos tu talento, Ed. No tenemos a nadie con una mente que pueda barajar cincuenta factores simultáneos, y tú lo haces con facilidad. Te hemos echado de menos. ¿Puedo pedirte que vuelvas al grupo?
—No —dijo Hawksbill—. Sirvámonos algo más y te lo explico.
—Muy bien.
Pasaron por todo el ritual de llenarse los vasos. Hawksbill tomó un largo trago. En el borde de la boca le quedaron unas gotas que le bajaron por la barbilla carnosa hasta perderse en los pliegues manchados del cuello. Barrett apartó la mirada, tomando un buen trago de su propio vaso.
—No me he alejado de tu grupo porque tuviera miedo a ser arrestado —dijo entonces Hawksbill—. Ni porque haya dejado de desdeñar a los sindicalistas, ni porque me haya vendido a ellos. No. Me fui, si quieres que te lo diga, por aburrimiento y por desprecio. Decidí que el Frente Continental de Liberación no merecía mis energías.
—Eso es muy fuerte —dijo Barrett.
—¿Sabes por qué? Porque la dirección del movimiento cayó en manos de postergadores simpáticos como tú. ¿Dónde está La Revolución? Vivimos en el año 1998, Jim. Los sindicalistas llevan casi catorce años en el gobierno. No ha habido un solo intento visible de sacarlos del poder.
—Las revoluciones no sé planifican en una semana, Ed.
—Pero, ¿catorce años? ¿Catorce años? Quizá si Jack Bernstein estuviera al frente habría habido alguna acción. Pero Jack se amargó y se fue. Muy bien: Edmond Hawksbill no tiene más que una vida, y quiere vivirla de manera útil. Me cansé de los debates económicos serios y del parlamentarismo procesal. Me dediqué más a mi propia investigación. Me retiré.
—Lamento que te hayamos aburrido tanto, Ed. —Yo también. Durante un tiempo creí que el país tenía posibilidades de recuperar su libertad. Después me di cuenta de que eso era imposible. —¿Vendrás de todos modos a visitarme? Quizá puedas ayudarnos a arrancar de nuevo —dijo Barrett—. Todo el tiempo se incorporan jóvenes. Hay un tipo de California llamado Valdosto que tiene más fervor que diez de nosotros juntos. Y otra gente. Si vinieras, y nos dieras tu prestigio… Hawksbill se mostró escéptico. Le costaba ocultar su total desdén por el Frente Continental de Liberación. Pero no podía negar que aún apoyaba los ideales que defendía el Frente, así que Barrett se las ingenió para que aceptara hacerle una visita. Hawksbill apareció por el apartamento,la semana siguiente. Había allí una docena de personas, la mayoría muchachas que se sentaron a los pies de Hawksbill y lo miraron con adoración mientras él apretaba el vaso y rezumaba sudor y aburrido sarcasmo. Era, pensó Barrett, como una enorme babosa blanca en el sillón, húmedo, epiceno, repulsivo. Pero el atractivo que tenía para esas chicas era francamente sexual. Barrett notó que Hawksbill se encargaba muy bien de eludir las insinuaciones antes de que hubieran llegado demasiado lejos. A Hawksbill le gustaba ser el foco de sus deseos —Barrett sospechaba que ése era el motivo por el que acudía con tanta frecuencia—, pero no mostraba ningún interés en capitalizar sus oportunidades. Hawksbill consumía grandes cantidades del ron de Barrett y explicaba con lujo de detalles por qué el Frente Continental de Liberación estaba condenado al fracaso. El tacto nunca había sido el punto fuerte de Hawksbill, y a veces su análisis de los defectos del movimiento clandestino eran ferozmente agudos. Durante un tiempo Barrett pensó que era un error exponer ante él a los revolucionarios neófitos, dado que su crudo pesimismo podía llegar a desalentarlos para siempre. Pero Barrett descubrió que ninguno de los jóvenes admiradores de Hawksbill tomaba en serio sus espantosas acusaciones. Adoraban al matemático por su brillo como matemático, y daban por sentado que su pesimismo formaba parte de su excentricidad general, junto con su falta de cuidado y su gordura y su flaccidez. Así que valía la pena correr el riesgo de tener cerca a Hawksbill soltando esas largas peroratas con la esperanza de recuperarlo para el movimiento.
En un momento de descuido, cargado de ron, Hawksbill permitió que Barrett le preguntase sobre la investigación secreta que estaba haciendo para el gobierno.
—Estoy construyendo un transporte temporal —dijo Hawksbill.
—¿Sigues con eso? Creía que lo habías dejado hace mucho tiempo.
—¿Por qué habría de dejarlo? Las ecuaciones ini= ciales de 1983 son válidas, Jim. Toda una generación ha atacado mi trabajo, y nadie le ha encontrado un punto débil. Así que todo es cuestión de llevar la teoría a la práctica.
—Siempre despreciabas el trabajo experimental. Eras un teórico puro.
—Cambié de idea —dijo Hawksbill. Llevé la teoría hasta donde hace falta. —Se inclinó hacia delante y entrelazó pesadamente los dedos rechonchos y rosados sobre la barriga—. La inversión temporal es un hecho consumado en el nivel subatómico, Jim. Los rusos apuntaron en esa dirección hace por lo menos cuarenta años. Mis ecuaciones confirmaron sus extrañas conjeturas. En el laboratorio se puede invertir la senda temporal de un electrón y enviarlo hacia atrás un segundo.
—¿Hablas en serio?
—Eso ya es cosa vieja. El electrón, cuando se lo acelera, altera su carga y se transforma en positrón. Eso estaría bien, pero tiende a buscar un electrón que avanza por su misma senda y se aniquilan mutuamente.
—¿Causando una explosión atómica? —preguntó Barrett.
—No lo creo. —Hawksbill sonrió—. Se produce una liberación de energía, pero es sólo un rayo gamma. Bueno, al menos hemos logrado prolongar la vida de nuestro positrón, que viaja hacia atrás unos mil millones de veces más que antes, aunque eso no llega a ser ni siquiera un segundo. Sin embargo, si podemos enviar un solo electrón un solo segundo hacia atrás, sabemos que no hay ningún impedimento teórico para enviar un elefante un billón de años hacia atrás. Sólo hay dificultades técnicas. Tenemos que aprender a aumentar la masa de transmisión. Tenemos que resolver la inversión de la carga; de lo contrario sólo mandaríamos bombas de antimateria a nuestro propio pasado, y destruiríamos nuestros laboratorios. También tenemos que averiguar qué hace a un ser viviente la inversión de la carga. Pero ésas son trivialidades. En cinco, diez o veinte años las habremos resuelto. Lo que cuenta es la teoría. La teoría es sólida. —Hawksbill soltó un fuerte eructo—. Mi vaso vuelve a estar vacío, Jim.
Barrett se lo llenó.
—¿Por qué quiere el gobierno financiar tu investigación sobre la máquina del tiempo?
—¿Quién sabe? Lo único que me importa es el hecho de que autorizan mis gastos. No me toca a mí pensar por qué. Yo hago mi trabajo y espero que todo sea para un buen fin.
—Increíble —dijo Barrett en voz baja.
—¿Una máquina del tiempo? No, no es increíble. No lo es si estudias mis ecuaciones.
—No digo que la máquina del tiempo sea increíble, Ed. No si tú dices que puede construirse. Lo que me parece increíble es que estés dispuesto a dejar que el gobierno se apodere de ella. ¿No te das cuenta del poder que les das, la posibilidad de ir y venir por el tiempo a su antojo y eliminar a los abuelos de la gente que les crea problemas? Revisar el pasado para…
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