Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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»Segundo, que este ciclo actual de creación no sigue a más de ocho oscilaciones previas de big bang/big crunch; no somos uno en una serie infinitamente larga de universos sino, más bien, uno de los pocos que han existido.

—¿En serio? —dije. Estaba acostumbrado a que la cosmología me presentase infinitos o valores que a todos los efectos lo eran. Ocho parecía un número insólito, y lo dije.

Hollus flexionó sus piernas por las articulaciones superiores.

—Me presentó al hombre llamado Chen, el astrónomo residente. Hable con él; probablemente le dirá que incluso su modelo de big bang inflacionario y caliente, que requiere un universo plano, permite un número muy limitado de oscilaciones anteriores, si se ha producido alguna. Sospecho que le resultará muy razonable descubrir que la iteración actual es sólo uno de entre un número muy pequeño de universos que han existido.

Hollus hizo una pausa, luego continuó:

—Y la tercera condición de la teoría de gran unificación es la siguiente: no existen universos paralelos simultáneamente con el nuestro o cualquiera de los anteriores o subsiguientes, excepto universos virtualmente idénticos con las mismas constantes fundamentales que se separan momentáneamente del actual y se reintegran casi de inmediato con él, explicando así ciertos fenómenos cuánticos.

»La matemática para demostrar todo lo anterior es, hay que reconocerlo, muy abstrusa, aunque, irónicamente, los wreeds alcanzaron por intuición un modelo idéntico. Pero la teoría del todo realizó numerosas predicciones que luego se confirmaron experimentalmente; ha soportado toda prueba a la que se ha sometido. Y cuando descubrimos que no podíamos refugiarnos en la idea de que este universo es uno entre un gran número, el argumento del diseño inteligente se convirtió en central para el pensamiento del forhilnor. Como éste es uno de un máximo de nueve universos que han existido jamás, el que tenga esos parámetros de diseño tan improbables implica que fueron efectivamente elegidos por una inteligencia.

—Incluso si, quizá, las cuatro… perdóneme, las cinco… fuerzas fundamentales tienen valores aparentemente improbables —dije—, aun así sólo serían cinco coincidencias separadas, y, aunque admito que es enormemente improbable, cinco coincidencias podrían producirse efectivamente al azar en sólo nueve interacciones.

Hollus se agitó de arriba abajo.

—Su tenacidad es intrigante —dijo—. Pero no son sólo las cinco fuerzas las que tienen valores aparentemente diseñados; muchos aspectos del funcionamiento del universo parecen haber sido ajustados igualmente hasta el mínimo detalle.

—¿Por ejemplo?

—Usted y yo estamos hechos de elementos pesados: carbono, oxígeno, nitrógeno, potasio, hierro y demás. Prácticamente, los únicos elementos que existían cuando nació el universo eran el hidrógeno y el helio, en una proporción más o menos de tres a uno. Pero en los hornos nucleares de las estrellas, el hidrógeno se fusiona formando elementos más pesados, produciendo carbono, oxígeno, y el resto de la tabla periódica. Todos los elementos pesados que forman nuestros cuerpos se fraguaron en los núcleos de estrellas muertas hace mucho tiempo.

—Lo sé. «Somos todos polvo de estrellas», como solía decir Cari Sagan.

—Exactamente. Es más, los científicos de su mundo y el mío se refieren a nosotros como formas de vida basadas en el carbono. Pero el hecho de que el carbono se produzca en las estrellas depende de forma importante de los estados de resonancia de los núcleos de carbono. Para producir carbono, dos núcleos de helio deben permanecer juntos hasta que les golpee otro núcleo más; tres núcleos de helio ofrecen seis neutrones y seis protones, la receta del carbono. Pero si el nivel de resonancia del carbono fuese sólo un cuatro por cierto menor, la unión par intermedia no podría producirse, y no se fabricaría carbono, lo que haría que la química orgánica fuese imposible. —Hizo una pausa—. Pero producir carbono, y los otros elementos pesados, no es suficiente, evidentemente. Esos elementos pesados se encuentran en la Tierra porque una fracción de las estrellas… ¿cuál es la palabra? ¿Cuando una estrella grande explota?

—Supernova —dije.

—Sí. Esos elementos pesados están aquí porque una fracción de las estrellas se convirtió en supernovas, lanzando sus productos de fusión al espacio interestelar.

—¿Y está diciendo que el hecho de que las estrel as se conviertan en supernovas es algo que fue diseñado por un dios?

—No es tan simple —una pausa—. ¿Sabe lo que le sucedería a la Tierra si una estrella cercana se convirtiese en supernova?

—Si estuviésemos lo suficientemente cerca, supongo que nos quedaríamos fritos. —En los años setenta, Dale Russell defendió la idea de una explosión cercana de supernova como la causa de las extinciones al final del Cretácico.

—Exactamente. Si se hubiese producido una supernova local en cualquier momento de los últimos miles de millones de años, no estarían aquí. Es más, ni siquiera nosotros, ya que nuestros mundos están bastante cerca.

—Por tanto, las supernovas no pueden ser demasiado habituales, y…

—Correcto. Pero tampoco deben de ser demasiado escasas. Las ondas de choque producidas por las explosiones de supernova son las que hacen que los sistemas planetarios empiecen a formarse a partir de las nubes de polvo que rodean otras estrel as. En otras palabras, si no hubiese habido ninguna supernova en las cercanías de su sol, los diez planetas que lo orbitan no se hubiesen formado nunca.

—Nueve —dije.

—Diez —repitió Hollus con firmeza—. Sigan buscando —agitó los pedúnculos—. ¿Comprende el dilema? Algunas estrellas deben convertirse en supernovas para fabricar los elementos pesados disponibles para la formación de la vida, pero si son demasiadas, acabarían con toda la vida que apareciese. Pero si no son suficientes, habrá muy pocos sistemas planetarios. Al igual que con las constantes físicas fundamentales y los niveles de resonancia del carbono, la tasa de formación de supernovas parece, una vez más, haber sido escogida con un margen muy estrecho de posibles valores aceptables; cualquier desviación sustancial implicaría un universo sin vida o incluso sin planetas.

Yo luchaba por mantener la estabilidad. Me dolía la cabeza.

—También podría ser una pura coincidencia —dije.

—O son muchas coincidencias unas apiladas sobre otras —dijo Hollus— o es un diseño deliberado. Y hay más. Considere el agua, por ejemplo. Todas las formas de vida que conocemos evolucionaron en el agua, y todas ellas la exigen para sus procesos biológicos. Y aunque el agua parece ser químicamente simple, sólo dos átomos de hidrógeno enlazados con uno de oxígeno es, sin embargo, una sustancia tremendamente extraña. Como ya sabe, la mayoría de los compuestos se contraen al enfriarse y se expanden al calentarse. El agua también lo hace, justo antes del punto de congelación. Entonces hace algo asombroso: comienza a expandirse, incluso mientras va enfriándose, de forma que para cuando se congela, es menos densa que cuando era un líquido. Es por eso, evidentemente, que el hielo flota en lugar de hundirse. Estamos tan acostumbrados a verlo, ya sea en las esferas de hielo en una bebida o la capa de hielo sobre un estanque, que normalmente no le prestamos atención. Pero otras sustancias no hacen tal cosa: el dióxido de carbono congelado, lo que ustedes llaman hielo seco, se hunde en el dióxido de carbono líquido; un lingote de plomo se hundiría en una cuba de plomo líquido.

»Pero el hielo flota; y si no lo hiciese la vida sería imposible. Si los lagos y océanos se congelasen desde el fondo hacia arriba, no existirían ecologías en el fondo de los lagos o en los lechos marinos aparte de en las zonas ecuatoriales. Es más, una vez que empezasen a congelarse, las masas de agua se congelarían por completo y así se quedarían para siempre; son las corrientes moviéndose bajo la superficie las que fomentan la descongelación en la primavera; es por eso que los glaciares, que no tienen tales corrientes bajo su superficie, existen durante milenios en tierra adyacente a lagos líquidos.

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