Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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Devolví el fósil de euripterida al cajón.

—Concedo que el agua es una sustancia extraña, pero…

Hollus juntó los ojos.

—Pero ese extraño comportamiento de expandirse antes de congelarse no es ni de lejos la única propiedad térmica del agua. De hecho, posee siete parámetros térmicos diferentes, cada uno de ellos único, o casi, en el mundo químico, y todos ellos independientemente necesarios para la existencia de la vida. Las probabilidades de que cada uno de ellos tenga el valor aberrante que posee debe multiplicarse por las probabilidades de los otros seis que también son aberrantes. La probabilidad de que el agua tenga esas especiales propiedades térmicas es casi nula.

—Casi —dije, pero incluso a mí me empezaba a sonar a protesta hueca.

Hollus me ignoró.

—Ni tampoco la naturaleza especial del agua termina con las propiedades térmicas. De todas las sustancias, sólo el selenio líquido tiene una tensión superficial mayor que el agua. Y es la alta tensión superficial del agua lo que la permite penetrar hasta las profundidades de las grietas de las rocas y, como ya hemos comentado, el agua se comporta de forma increíble y se expande al congelarse, rompiendo las rocas en pedazos. Si el agua tuviese una tensión superficial menor, el proceso que permite la formación del suelo no se produciría. Más: si la viscosidad del agua fuese mayor, los sistemas circulatorios no evolucionarían… su plasma sanguíneo y el mío son esencialmente agua marina, pero no hay procesos bioquímicos que pudiesen alimentar un corazón que tuviese que bombear algo sustancialmente más viscoso durante un tiempo apreciable.

El alienígena hizo una pausa.

—Podría continuar —dijo—, hablando de los asombrosos y cuidadosamente ajustados parámetros que hacen que la vida sea posible, pero la realidad es simplemente ésta: si cualquiera de ellos, cualquiera en esta larga serie, fuese diferente, no habría vida en el universo. O somos el golpe de suerte más increíble imaginable… algo mucho más improbable que el que usted ganase la lotería provincial cada semana durante todo un siglo… o el universo y sus componentes fueron diseñados, a propósito y con gran cuidado, para dar lugar a la vida.

Sentí un golpe de dolor en el pecho; lo ignoré.

—Pero siguen siendo pruebas indirectas de la existencia de Dios —dije.

—Ya sabe —dijo Hollus— que incluso dentro de su propia especie pertenece a una reducida minoría. De acuerdo a un programa que vi en la CNN, sólo hay 220 millones de ateos en este planeta… de una población de 6.000 mil ones. No es más que un tres por ciento del total.

—La verdad de los hechos fácticos no es una cuestión democrática —dije—. La mayor parte de la gente no piensa críticamente.

Hollus parecía decepcionado.

—Pero usted está entrenado para pensar de forma crítica, y le he descrito por qué debe de existir Dios… o al menos, por qué debe de haber existido en alguna ocasión… en términos matemáticos que están tan cerca de la certidumbre como podría estarlo cualquier otro elemento científico. Y aun así sigue negando su existencia.

El dolor se hacía más intenso. Acabaría decreciendo, por supuesto.

—Sí—dije—. Niego la existencia de Dios.

6

—Hola, Thomas —empezó diciendo el doctor Noguchi aquel fatídico día del pasado octubre, cuando había ido a discutir los resultados de las pruebas que había pedido. Nos conocíamos desde hacía tiempo suficiente como para podernos tutear, pero a él le gustaba un poco de formalidad, mantener la distancia de yo-soy-el-médico-y-tú-el-paciente—. Por favor, siéntate.

Lo hice.

No malgastamos tiempo en los preámbulos.

—Es cáncer de pulmón, Thomas.

Mi pulso se disparó. Me quedé boquiabierto.

—Lo lamento —dijo.

Un millón de ideas me atravesaron la cabeza. Debía de haberse equivocado; debía de ser el expediente de otro; ¿qué iba a decirle a Susan? De pronto tenía la boca seca.

—¿Estás seguro?

—Los cultivos de tu esputo son seguros —dijo—. No hay duda de que es cáncer.

—¿Puede operarse? —pregunté al fin.

—Eso tendremos que determinarlo. Si no, intentaremos tratarlo con radiación o quimioterapia.

Mi mano fue de inmediato a la cabeza para tocar el pelo.

—¿Eso… eso funcionaría?

Noguchi sonrió tranquilizador.

—Puede ser muy efectiva.

Lo que significaba «quizá» y yo no quería oír «quizás». Yo quería certidumbre.

—¿Qué… qué hay de un transplante?

La voz de Noguchi era suave.

—No se presentan cada año los pulmones suficientes. Hay muy pocos donantes.

—Podría ir a Estados Unidos —dije tentativamente—. Eso lo lees continuamente en el Toronto Star, especialmente desde que se iniciaron los recortes de Harris al sistema sanitario: canadienses que van a Estados Unidos a recibir tratamiento sanitario.

—No sería diferente. En todas partes hay escasez de pulmones. Y, en cualquier caso, podría no servir de nada; tendremos que ver si el cáncer se ha extendido.

Quería preguntar: «¿Voy a morir?» Pero la pregunta parecía excesiva, demasiado directa.

—Mantén una actitud positiva —siguió diciendo Noguchi—. Trabajas en un museo, ¿no?

—Aja.

—Así que probablemente tienes una excelente cobertura sanitaria. ¿Te cubre las medicinas?

Asentí.

—Bien. Aquí tienes algunas que te serán útiles. No son baratas, pero si estás cubierto, estarás bien. Pero, como he dicho, tendremos que ver si el cáncer se ha extendido. Voy a enviarte a una oncóloga en St. Mike. Ella cuidará de ti.

Asentí, sintiendo como el mundo se desmoronaba a mi alrededor.

Hollus y yo regresamos a mi despacho.

—Lo que defiende —dije— es un lugar especial en el cosmos para la humanidad y otras formas de vida.

El alienígena arácnido maniobró su masa hacia un lado de la habitación.

—Ocupamos un lugar especial —dijo.

—Bien, no sé cómo se produjo el desarrollo de la ciencia en Beta Hydri III, Hollus, pero aquí en la Tierra siguió una estructura de destronamientos sucesivos de cualquier posición especial. Mi propia cultura pensaba que el mundo se encontraba en el centro del universo, pero eso resultó estar equivocado. También creíamos que habíamos sido creados completos por Dios a su imagen, pero resultó ser falso. Cada vez que creíamos que había algo especial sobre nosotros, o nuestro planeta o sol, la ciencia mostraba que nos equivocábamos.

—Pero las formas de vida como nosotros son realmente especiales —dijo el forhilnor—. Por ejemplo, todos tenemos más o menos una masa en el mismo orden de magnitud. Ninguna de las especies inteligentes, incluyendo aquellas que habían abandonado sus mundos, tenían cuerpos adultos cuya media de masa fuese inferior a cincuenta kilos o por encima de quinientos kilos. Todos tenemos, más o menos, dos metros de largo en nuestra dimensión mayor… en realidad, la vida civilizada no podría existir muy por debajo del metro y medio.

Intenté de nuevo arquear las cejas.

—¿Por qué tendría que ser eso cierto en la Tierra?

—Es cierto en todas partes, no sólo en la Tierra, porque el fuego sostenible más pequeño es de aproximadamente cincuenta centímetros de diámetro, y para manipular un fuego necesitas algo mayor. Sin fuego, claro, no hay metalurgia, y por tanto, tampoco hay tecnología sofisticada. —Una pausa, una sacudida—. ¿No lo comprende? Todos evolucionamos para tener el tamaño adecuado para usar el fuego… y ese tamaño está situado directamente en el medio logarítmico del universo. En su extensión máxima, el universo es como cuarenta órdenes de magnitud mayor que nosotros, y su constituyente más pequeño es cuarenta órdenes de magnitud más pequeño que nosotros. —Hollus me miró y se agitó de arriba abajo—. Nos encontramos efectivamente en el centro de la creación; evidente si sabes mirar.

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