Robert Silverberg - El hijo del hombre

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El hijo del hombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Clay, el protagonista, despierta en un futuro muy lejano donde los descendientes del hombre adoptan formas de vida muy diversas y alucinantes. En su entrada a ese tiempo es acogido por Hammer, una criatura que tanto puede adoptar formas sexuadas como asexuadas, y también macho y hembra, y en cuya compañía vive asombrosas experiencias de percepción y explora todas las posibilidades de la sexualidad.

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—Ven conmigo —dice Hanmer. Extiende las manos. Hay delicadas membranas entre los dedos—. ¿Cómo te llamas, extranjero?

Es preciso pensar un momento.

—Yo era Clay —dice a Hanmer.

El sonido de su nombre cae al suelo y rebota. Clay. Clay. Yo era Clay. Clay era yo cuando yo era Clay. Hanmer parece complacido.

—Ven, pues, Clay —dice apaciblemente—. Yo cogeré tu hambre.

Dubitativo, Clay da sus manos a Hanmer. Nota que se acerca al otro ser. Los cuerpos se tocan. Clay siente agujas en los ojos y un fluido negro que entra a chorros en sus venas. Percibe violentamente el laberinto de tubos rojos en su estómago. Puede oír el latido de sus glándulas. Al cabo de un momento Hanmer le suelta y Clay ha perdido totalmente el apetito. Le resulta incomprensible haber pensado en devorar a un pez hace sólo unos instantes. Hanmer se echa a reír.

—¿Mejor ahora?

—Mejor. Mucho mejor.

Con un dedo del pie, Hanmer traza una rápida línea en el suelo. La tierra se abre como una cremallera y Hanmer saca un tubérculo gris, abultado y pesado. Se lo lleva a los labios y lo succiona un instante. Luego lo tiende a Clay, que se lo queda mirando, incierto. ¿Se trata de una prueba?

—Come —dice Hanmer—. Está permitido.

Aunque el hambre ha desaparecido, Clay chupa el tubérculo. Varias gotas de un arenoso jugo entran en su boca. Al instante, brotan llamas en su cráneo y su alma languidece. Hanmer se lanza hacia delante y agarra a Clay antes de que caiga. Le abraza de nuevo; Clay nota que los efectos del jugo decrecen bruscamente.

—Perdóname —dice Hanmer—. No me había dado cuenta. Debes de ser terriblemente primitivo.

—¿Qué?

—Uno de los primeros, supongo. Atrapado en el flujo del tiempo como los demás. Te amamos. Te damos la bienvenida. ¿Parecemos espantosamente extraños? ¿Te sientes solo? ¿Estás apenado? ¿Querrás enseñarnos cosas? ¿Te dedicarás a nosotros? ¿Nos deleitarás?

—¿Qué mundo es este?

—El mundo. Nuestro mundo.

—¿Mi mundo?

—Lo fue. Puede serlo.

—¿Qué época es esta?

—Una buena época.

—¿He muerto?

—La muerte ha muerto. —Hanmer contiene la risa.

—¿Cómo he llegado aquí?

—Atrapado en el flujo del tiempo como los demás.

—¿Arrastrado a mi futuro? ¿Hasta qué punto del futuro?

—¿Es importante eso? —pregunta Hanmer, con aire de aburrimiento—. Vamos, Clay, desvanécete conmigo y comencemos nuestros viajes.

Hanmer trata de coger la mano de Clay una vez más. Clay retrocede.

—Aguarda —murmura. La mañana se ha hecho ya muy brillante. El cielo vuelve a tener su penoso color azul; el sol es un gong. Clay se estremece. Acerca su cara a la de Hanmer y le dice—: ¿Hay otros como yo por aquí?

—No.

—¿Eres humano?

—Naturalmente.

—¿Pero cambiado por el tiempo?

—Oh, no —dice Hanmer—. Tú estás cambiado por el tiempo. Yo vivo aquí. Tú nos visitas.

—Hablo de evolución.

Hanmer se enfurruña.

—¿Podemos desvanecernos ya? Tenemos que ver tantas cosas…

Clay arranca un manojo de los hierbajos de la noche pasada.

—Al menos háblame de esto. Llegaron tres criaturas y estas hierbas crecieron donde…

—Sí.

—¿Qué eran? ¿Visitantes de otro planeta?

—Humanos —dice suspirando Hanmer.

—¿También esos? ¿Formas distintas?

—Antes que nosotros. Después de ti. Atrapados en el flujo temporal, todos.

—¿Cómo es posible que nosotros hayamos evolucionado hasta ser ellos? Ni siquiera en mil millones de años habría cambiado tanto la humanidad. Y además, ¿para volver a cambiar luego? Tú te pareces más a mí que ellos. ¿Cuál es la pauta? ¿Cuál es el recorrido? ¡Hanmer, no consigo entenderlo!

—Aguarda a ver a los otros —dice Hanmer, y empieza a desvanecerse.

Una fina nube gris brota de su piel y le envuelve, y en el interior Hanmer va haciéndose nebuloso, desaparece plácidamente. Brillantes chispas anaranjadas saltan en la nube. Hanmer, aún visible, refleja éxtasis. Clay logra ver un rígido tubo carnoso que sale del pliegue de la entrepierna de Hanmer: sí, él es varón, a pesar de todo, y muestra su sexo en este momento de placer.

—¡Has dicho que me llevarías contigo! —grita Clay.

Hanmer asiente y sonríe. La estructura interna de su cuerpo aparece con claridad, una red de nervios y venas, iluminada por un extraño fuego interno, reluciente, roja, verde y amarilla. La nube se extiende y, de repente, Clay se halla también dentro de ella. Se produce un suave silbido: sus tejidos y fibras, que se evaporan. Hanmer ha desaparecido. Clay gira, se agranda, se atenúa. Percibe sus vibrantes órganos, una exquisita mezcla de texturas y tonos, éste verde y grasiento, aquel rojo y pegajoso, aquí una esponjosa masa oscura, allí una espiral de azul oscuro…, todo maduro, lozano, en los últimos instantes antes de la disolución. Una sensación de aventura y excitación se apodera de Clay. Flota hacia arriba y hacia fuera, fluye sobre la faz de la tierra, adopta un tamaño infinito y renuncia por entero a tener masa. Abarca hectáreas, distritos enteros, dominios completos. Hanmer está junto a él. Se expanden juntos. La luz del sol alcanza a Clay, llega a la vasta superficie superior de su nuevo cuerpo, hace que las moléculas dancen y brinquen con espinosa vistosidad, zumbando y restallando mientras botan por toda partes. Clay percibe los electrones que van de un lugar a otro, ascendiendo la escalera energética. ¡Pip! ¡Pop! ¡Pip! Clay se remonta. Planea. Se imagina que es una gran nube gris que se desliza por el aire. En lugar de un borde borlado tiene cien ojos, y en el centro de todo, la dura masa nudosa del cerebro brilla, vibra y dirige.

Clay ve escenas de la noche pasada: el valle, el prado, las montañas, el riachuelo. El campo de visión cambia después, al ganar altura, y Clay abarca una revuelta y cicatrizada campiña de ríos y peñascos, de erosionados dientes que sobresalen de la tierra, de golfos, de lagos, de promontorios. Abajo hay figuras que se mueven. Ahí están los tres seres caprinos, pedorreando y mascullando bajo un gran e irregular árbol semejante al del caucho. Ahí se ven seis criaturas de la especie de Hanmer, copulando felizmente en la orilla de un dorado estanque. Ahí están los reptiles nocturnos, dormitando en la tierra. Ahí se vislumbra algo enterrado hasta los hombros en el suelo, algo que irradia solemnes y apasionados pensamientos. Ahí llega una escuadrilla de criaturas aladas, aves o murciélagos o incluso reptiles, volando en cerrada formación, oscureciendo el cielo; llegan a una corriente ascendente, horadan el cuerpo de Clay, desde la parte de abajo hasta la de arriba, igual que un millón de punzantes balas, y se esfuman en las alturas sin nubes. Ahí hay inteligencias saturninas que pastan en el barro de oscuros charcos. Ahí se ven dispersos bloques de piedra, quizás antiguas ruinas. Clay no ve una sola construcción entera. No distingue carreteras. El mundo no contiene una sola marca humana de importancia. Es primavera en todas partes; todo está hinchado, lleno de vida. Hanmer, ondulándose como una nube de tormenta, ríe y grita.

—¡Sí! ¡Lo aceptas!

Clay lo acepta.

Clay prueba su cuerpo. Hace que despida rayos fluorescentes y ve sombras violetas que danzan bajo él. Crea aceradas costillas y una columna vertebral de marfil. Teje un nuevo sistema nervioso a partir de pelusas de vacío. Inventa un órgano sensible a colores que supera el ultravioleta y, muy contento, derriba el extremo oscuro del espectro. Se transforma en un enorme órgano sexual y viola a la estratosfera, dejando estelas de luminoso semen. Y Hanmer, siempre junto a Clay, exclama, «¡Sí!», y «¡Sí!» y otra vez «¡Sí!». Clay abarca ya varios continentes. Acelera, busca su terminación y, tras breve esfuerzo, lo encuentra y lo une a sí mismo, de tal modo que se convierte en una nebulosa serpiente que abraza el mundo.

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