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Robert Silverberg: El hijo del hombre

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Robert Silverberg El hijo del hombre

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Clay, el protagonista, despierta en un futuro muy lejano donde los descendientes del hombre adoptan formas de vida muy diversas y alucinantes. En su entrada a ese tiempo es acogido por Hammer, una criatura que tanto puede adoptar formas sexuadas como asexuadas, y también macho y hembra, y en cuya compañía vive asombrosas experiencias de percepción y explora todas las posibilidades de la sexualidad.

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Las hormigueantes aguas le han cambiado un poco. El vello de su cuerpo ha desaparecido y tiene la piel lisa, blanca y nueva, como el pellejo de un ballenato. Su muslo izquierdo ya no está magullado.

Sus nudillos están perfectamente. Le es imposible encontrar la cicatriz de la apendectomía. Su pene le parece extraño, y tras un momento de contemplación advierte con espanto que ya no está circuncidado. Rápidamente hunde el pulgar en su ombligo; aún está allí. Se echa a reír. En ese momento nota que la noche ha llegado mientras él estaba en el agua. El último limbo del sol desaparece y, al instante, la oscuridad se extiende por el cielo. No hay luna. Las estrellas surgen de repente, anunciándose con agudos, punzantes tonos: yo soy azul, yo soy roja, yo soy dorada, yo soy blanca… ¿Dónde está Orión? ¿Dónde está la Osa? ¿Dónde está Capricornio?

Los arbustos del valle emiten un resplandor burdo, correoso. El suelo se agita, tiembla y se agrieta en la superficie. En mil minúsculos cráteres se deslizan reptantes criaturas nocturnas, largas, líquidas y plateadas, que salen de ocultos escondrijos y se escurren amistosamente hacia el prado. Se separan al llegar cerca del hombre, dejándole como una isla en medio de las relucientes miríadas de animales. Él oye raros sonidos, vellosos susurros, pero no capta significado alguno.

Hay un agitar de plumas y descienden dos criaturas voladoras, distintas a la primera; tienen cuerpos negros y gruesos, abolsados, cubiertos por penachos de áspero pelaje y alas en un esternón sobresaliente y nudoso. Son tan grandes como ocas. Persiguen metódicamente a los reptiles nocturnos, los succionan con sus picos flexibles y rugosos y los excretan en seguida, al parecer ilesos. Su apetito es insaciable. Él retrocede, ofendido, cuando las criaturas voladoras le lanzan una avinagrada mirada.

Algo voluminoso y oscuro chapalea en la corriente y desaparece antes de que él pueda verlo bien. Del cielo llegan estridentes risas. El aroma de elegantes y cremosas flores flota en el arroyo, se descompone en salobridad y se va. El aire está enfriándose. Él se acurruca. Cae una llovizna. Él estudia las enfadosas constelaciones y le parecen totalmente extrañas. A lo lejos, una música se despliega en la noche. Los tonos aumentan y decrecen y vuelven a aumentar con suave y temblorosa vibración, y él nota que puede manipularlos y formar melodías a su gusto: esculpe un encantador toque de cuerno, una endecha, un minueto. Unos animalillos acechan cerca. ¿Han perecido los sapos? ¿Se han extinguido los ratones? ¿Dónde están los lémures? ¿Y los topos? Sin embargo, él sabe que puede llegar a querer a esas nuevas bestias. La ilimitada fertilidad de la evolución, que se revela ante él en brillantes estallidos de abundancia, le hace sentirse gozoso, y él convierte la música en un himno de alabanza. Sea lo que sea, es bueno. Con la plasticidad de los tonos en bruto manufactura los tambores y trompetas de un Te Deum. Sobre este fondo, en un repentino y débil contrapunto, surgen sordos pasos, y él ya no está solo, porque tres grandes criaturas aparecen y se acercan. El sueño es sombrío ahora. ¿De qué seres se trata, tan bestiales, tan hediondos, tan malévolos? Erectos, bípedos, pies grandes y aplastados, enormes e hirsutas nalgas, abombadas panzas, descomunales pechos. Más altos que él. El hedor del declive los precede. Crueles caras, y no obstante casi humanas, resplandecientes ojos, ganchudas narices, bocas amplias y viscosas, pequeñas barbas grisáceas llenas de barro. Arrastran los pies con torpeza, con las rodillas flexionadas, el cuerpo echado hacia delante a la altura de la cintura, colosales machos cabríos erectos que imitan libremente al hombre. En cualquier sitio que pisan brotan al momento cerdosas cizañas que despiden olor a pescado. Su piel es blanca como el papel y está arrugada, colgando sueltamente de potentes músculos y gruesa carne; copetudas ampollas sobresalen en todas partes de sus cuerpos. En su torpe caminar inclinan la cabeza, resoplan, resuellan e intercambian confusos comentarios musitados. No le prestan atención alguna. Él los ve pasar cerca. ¿Qué son esos deprimentes seres? Él teme que sean la raza suprema de la época, la especie dominante, los sucesores del hombre, incluso quizá los descendientes del hombre, y la idea le estruja y le tritura tanto que cae al suelo, dando vueltas y más vueltas de agonía, aplastando a los relucientes reptiles nocturnos que siguen avanzando en torrente. Él martillea la tierra con sus palmas. Aferra las malignas hierbas que acaban de brotar y las arranca del suelo. Aprieta su cabeza contra una lisa roca. Vomita, sin arrojar nada. Estrecha sus costados con las manos, aterrorizado. ¿Acaso esos seres han heredado el mundo? Él imagina una congregación de tales criaturas, arrodilladas sobre sus excrementos. Los ve gruñendo junto al Taj Mahal en una noche de luna llena. Los ve trepando por las Pirámides, escupiendo sobre los cuadros de Rafael y el Veronés, fracturando a Mozart con sus bufidos y eructos. El solloza. Muerde la tierra. Suplica que llegue la mañana. Angustiado, su sexo se endurece, y él lo coge y, entre jadeos, vierte su semilla. Queda tendido de espaldas y busca la luna, pero todavía no ha salido, y las estrellas son desconocidas. Vuelve la música. Él ha perdido la facultad de darle forma. Oye el resonar y el estruendo de varas metálicas y el chillido de membranas en tensión. Desesperada, tétricamente, él canta para no oír esos sonidos, lanza gritos en la oscuridad, oculta el estridente ruido con un laminado de ordenado sonido y de este modo pasa la noche, en vela, desasosegado.

2

Franjas de luz que llega manchan el cielo. La oscuridad es derrotada por tonos rosas, grises y azules. Él se despereza y saluda a la mañana, sintiéndose hambriento y sediento. Se acerca al río, se agacha, se moja la cara con agua fría, se frota ojos y dientes y, avergonzado, limpia el seco y pegajoso esperma de sus muslos. Luego engulle agua hasta que desaparece su sed. ¿Comida? Mete un brazo en el río y, con una habilidad que le asombra, coge un agitado pez. Los lisos costados del animal son de color azul oscuro, con filamentos rojos cuyo interior vibra claramente. ¿Crudo? Bien, sí, ¿cómo, si no? Pero al menos que no esté vivo. Él le aplastará la cabeza contra una roca.

—No, por favor. No hagas eso —dice una suave voz.

Él está dispuesto a creer que el pez suplica clemencia. Pero una purpúrea sombra cae sobre él; no está solo. Al volverse ve una silueta delgada y sutil. La fuente de la voz.

—Soy Hanmer —dice el recién llegado—. El pez… por favor, échalo al agua. No es necesario.

Una amable sonrisa. ¿Es una sonrisa? ¿Son unos labios? Él cree que es mejor obedecer a Hanmer. Lanza el pez al agua. Con un burlón latigazo de la cola, el animal se aleja rápidamente. Él vuelve a mirar a Hanmer y le dice:

—No quería comérmelo. Pero tengo mucha hambre y estoy perdido.

—Dame tu hambre —dice Hanmer.

Hanmer no es humano, aunque el parentesco es evidente. Es tan corpulento como un muchacho alto, y su cuerpo, pese a su delgadez, no parece frágil. Su cabeza es grande pero su cuello es fuerte y la espalda es amplia. En ninguna parte de su cuerpo hay pelo. La piel es de color verde dorado y tiene el rasgo inconsútil y duradero del plástico flexible. Sus ojos son globos escarlatas detrás de párpados ágiles y transparentes. Su nariz es un mero reborde; las ventanas nasales son cerradas rendijas; su boca es un corte horizontal con finos labios que no se abren lo suficiente para dejar ver el interior. Tiene muchísimos dedos en las manos y no muchos en los pies. Brazos y piernas están articulados en codos y rodillas, pero las articulaciones parecen ser universales, confiriéndole inmensa libertad de movimiento. El sexo de Hanmer es un enigma. Hay algo en su porte que parece irrefutablemente masculino, y carece de senos y otras características femeninas visibles. Pero donde debería estar el miembro masculino sólo hay un curioso pliegue vertical que se dobla hacia adentro, vagamente como la ranura vaginal aunque no del todo comparable. Debajo, en lugar de dos colgantes testículos hay un solo bulto pequeño, firme y redondeado, quizá equivalente al escroto, como si el objetivo de la evolución hubiera seguido siendo mantener las gónadas fuera de la cavidad del cuerpo pero con el diseño de un recipiente más eficaz. Poca duda cabe de que los antepasados de Hanmer, en cierta época remota, fueron hombres. Pero ¿también puede llamársele hombre a él? Hijo del hombre, quizás.

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