Robert Silverberg - El hijo del hombre
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- Название:El hijo del hombre
- Автор:
- Издательство:Ediciones Martínez Roca
- Жанр:
- Год:1985
- Город:Barcelona
- ISBN:84-270-0930-5
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—¿Entiendes lo que digo?-pregunta Clay.
No hay respuesta. Clay llega a la conclusión de que esta criatura, que afirma ser humana aunque tenga una forma enteramente extraña, debe proceder de un punto de la curva del tiempo todavía más alejado, del futuro de la raza de Hanmer. La lógica de la evolución lo indica. Hanmer, al menos, posee brazos, piernas, cabeza, ojos y órganos genitales. Igual que las cabrunas bestias-humanas cuya época se halla entre la de Clay y la de Hanmer. Pero indudablemente ese ser, sin piernas, con su humanidad comprimida en algún fardo interno, es una extrema versión del modelo. Clay se siente vagamente culpable, cree que ha arrancado al esferoide de su grupo matriz en el transcurso de su chapucero esfuerzo para elevarse, pero además experimenta un temblor de orgullo por haber logrado eso, aunque no fuera su intención. Y es un placer encontrar a alguien más desplazado y confuso que él mismo.
—¿Hay alguna forma de que nos comuniquemos? —pregunta—. ¿Podemos atravesar esta barrera? Escucha, me acercaré. Abriré mi mente tanto como pueda. Debes disculpar mis deficiencias. Procedo de la Era Vertebrada. Más cerca del pitecántropo que de ti, seguro. Háblame. Where is the phone?
El esferoide recupera un tono parecido al rosado original. Y fatigadamente ofrece a Clay una visión: una ciudad de amplias plazas y relucientes torres en cuyas hermosas calles se mueven tropeles de esferoides rosas, todos con su rutilante jaula. Las fuentes lanzan cascadas de agua al cielo. Luces multicolores giran y se agitan. Los esferoides se encuentran, intercambian saludos, de vez en cuando tienden glóbulos protoplásmicos a través de los barrotes de las jaulas, en gestos parecidos a apretones de manos. Llega la noche. ¡Ahí está la luna! ¿La han reconstruido, incluso los cráteres? Clay examina el amado y cicatrizado rostro. Deslizándose como el ocular de una cámara, Clay pasa a un jardín. Rosas. Tulipanes amarillos. Narcisos, junquillos, jacintos azules en abundantes racimos. Un árbol con hojas familiares, otro, otro más. Roble. Arce. Abedul. De modo que esos espasmódicos y gigantes montones de blanda carne son anticuarios, y han reconstruido la vieja Tierra para su deleite. La visión fluctúa y se desintegra al caer una impenetrable cortina de remordimiento. Clay comprende que ha extraído una conclusión incorrecta. ¿Acaso los esferoides no son seres del incalculablemente remoto futuro? ¿Son, pues, descendientes del hombre a corto plazo? La visión vuelve. El esferoide parece más animado, le indica que está en la senda correcta. Sí. ¿Qué son los esferoides, la humanidad cinco mil, o diez mil; o veinte mil años posterior a los días de Clay, de una época en que robles, tulipanes, jacintos y luna existen aún? Sí. ¿Y cuál es la lógica evolutiva? No hay lógica. El hombre se ha dotado de nueva forma para complacerse. Esta es la fase esferoidal oval. Más tarde el hombre decidirá ser una vil cabra. Y más tarde todavía será Hanmer. Todos nosotros, barridos por el flujo del tiempo.
—Mi hijo —dice Clay. (¿Hija? ¿Sobrina? ¿Sobrino?)
Impulsivamente Clay trata de deslizar las manos entre los barrotes para abrazar al solemne esferoide. Recibe una descarga de fuerza que le lanza dando tumbos a muchos metros de distancia, y queda inmóvil, atónito, mientras cierta enredadera le envuelve los muslos con sus zarcillos. Clay recobra el ánimo poco a poco.
—Lo siento —susurra mientras se acerca a la jaula—. No pretendía entrometerme en tu espacio. Te ofrecía amistad.
El esferoide tiene ahora un oscuro color ámbar. ¿El color de la furia? ¿Miedo? No: disculpa. Otra visión llena la mente de Clay: esferoides con las jaulas juntas, esferoides que bailan, esferoides que se unen con viscosas hebras extendidas. Un himno al amor. Prueba otra vez, prueba, prueba otra vez. Clay extiende una mano. La mano pasa entre los barrotes. No hay descarga. La superficie del esferoide se frunce y se remolinea, y una fina proyección tentacular surge y agarra la muñeca de Clay. Confianza. Víctimas comunes del flujo temporal.
—Me llaman Clay —dice Clay, pensándolo con vehemencia. Pero la única respuesta del esferoide es una serie de vívidas instantáneas de su mundo. El lenguaje universal no debía estar aún inventado en la época del esferoide. Sólo puede comunicarse mediante imágenes.
—De acuerdo —dice Clay—. Acepto las limitaciones. Aprenderemos a arreglárnoslas.
El tentáculo le suelta. Clay se aparta de la jaula.
Se concentra en la formación de imágenes. Utilizar las abstracciones es difícil. ¿Amor? Clay muestra su imagen, de pie junto a una mujer de su raza. Abrazándola. Tocándole los pechos. Ahora están en la cama, copulando. Clay describe claramente la unión de los órganos. Subraya rasgos como vello corporal, olores, imperfecciones. Manteniendo la cópula de la copulante pareja, Clay crea una imagen adyacente de él mismo encima de Hanmer hembra, realizando el mismo rito. Luego se ve él mismo metiendo el brazo en la jaula y dejando que el tentáculo se enrolle en su muñeca. Capisce? Y ahora hay que mostrar confianza. ¿Gato y gatitos? ¿Niño y gatitos? ¿Esferoide sin jaula, abrazando a esferoide? Una repentina respuesta de angustia. Cambio de tonalidad: el color del ébano. Clay corrige la imagen y devuelve a los esferoides a sus jaulas. Indicios de alivio. Perfecto. Y ahora, ¿cómo transmitir soledad? Un hombre desnudo en extensos campos de extrañas flores. Fugaces sueños del hogar. Escena de una ciudad del siglo veinte: un lugar agitado, atestado, pero amado.
—Estamos comunicándonos —dice Clay—. Estamos consiguiéndolo.
La larga noche acaba. Con el azul celeste del amanecer, Clay ve toda una flora que no estaba allí con la puesta del sol: espigados árboles con ramas rojas, retorcidas espirales de pegajosas y vibrantes enredaderas, enormes flores de diámetro dos veces mayor que un bote de remos en cuyo interior oscilan y fluctúan borlillas que recuerdan matillos, esparciendo polen de diamantinas facetas. Hanmer ha vuelto. Se sienta con las piernas cruzadas al otro lado de la roca de Clay.
—Tenemos un compañero —dice Clay—. No sé si el flujo del tiempo lo atrapó o si yo lo arrastré hasta aquí. Estuve haciendo experimentos dentro de mi cabeza. Pero de todas formas él está…
¿Muerto?
El esferoide es un arrugado pellejo pegado a un lado de la jaula. Un goteo de iridiscente fluido ha teñido tres barrotes. Clay no consigue excitar la ya familiar imaginación del esferoide. Se aproxima a la jaula, introduce cautelosamente dos dedos y no recibe sacudida alguna.
—¿Qué ha pasado? —pregunta.
—La vida se va —dice Hanmer—. La vida vuelve. Lo llevaremos con nosotros. Vamos.
Caminan alejándose a la salida del sol. Sin tocarla, Hanmer empuja la jaula ante los dos. Ahora cruzan un bosquecillo de elevados árboles amarillos de cuadradas copas cuyas hojas rojas, suspendidas en espesos racimos, se retuercen como irritadas estrellas de mar.
—¿Habías visto seres como éste anteriormente? —pregunta Clay.
—Varias veces. El flujo nos trae todas las formas.
—He llegado a la conclusión de que también es una forma primitiva. Próxima a mi época, de hecho.
—Podrías tener razón —dice Hanmer.
—¿Por qué ha muerto?
—La vida se le ha escapado.
Clay va acostumbrándose a la forma de responder de Hanmer. Al poco tiempo se detienen en un estanque de fluido azul oscuro en el que nadan solemnemente doradas medallas.
—Bebe —sugiere Hanmer.
Clay se arrodilla junto al borde. Con la mano ahuecada coge un receloso puñado. Picante al gusto. El líquido le llena de viva y enorme tristeza, de un conocimiento de oportunidades perdidas y rutas no aprovechadas que en el primer instante amenaza abrumarle. Clay ve todas las posibles opciones que se presentan en cualquier momento, la infinidad de oscuras y confusas carreteras señaladas por ininteligibles letreros, y se ve volando por todos esos caminos al mismo tiempo, mareado, sumamente dilatado. La sensación concluye. O mejor dicho, la sensación se refina, adopta un carácter más preciso, y Clay comprende que posee el don de un nuevo medio de percepción, que él ha usado metafóricamente y no espacialmente. Clay bebe otra vez. La percepción se hace más profunda e intensa. Clay recibe vacilantes imágenes: once reptiles nocturnos que duermen en un somero túnel justo detrás de él, sangre que vibra como chispas en el interior del compacto cuerpo de Hanmer, la nebulosa amorfia de la putrefacta carne del esferoide, las frágiles entrañas de crustáceo de las doradas medallas que nadan. Bebe por tercera vez. Ahora ve la esencia de las cosas con más precisión todavía. Su zona de percepción se ha transformado en una esfera cinco veces mayor que su altura, con su cerebro en el centro. Examina la estructura del suelo: una capa de negro gredo sobre una capa de rosada tierra sobre una capa de embarullados guijarros sobre una capa de resbaladizos y ladeados bloques de granito. Clay mide las dimensiones del estanque y repara en la curva del suelo, matemáticamente perfecta. Calcula la tensión ambiental causada por el paso simultáneo de un trío de seres parecidos a pequeños murciélagos en lo alto y el crecimiento de seis células en las raíces de un árbol próximo. Clay bebe de nuevo.
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