—Que no lo atiendas más.
—Soy médico, Buckmaster, y él es mi paciente.
—Precisamente por eso es que te acuso de miserable. En el mundo hay billones de personas que necesitan atención, y tú eliges nada menos que a el, condenándonos a dos décadas más de Genghis Mao.
—Si no estuviera yo, lo atendería alguna otra persona —responde Sadrac con suavidad.
—Pero ahora lo atiendes tú. Tú. Por lo tanto eres tú el responsable.
—¿Responsable de qué? —pregunta Sadrac azorado, desconcertado por la fuerza y persistencia del ataque de Buckmaster.
—De que el mundo sea lo que es: un caos desangrante. La continua amenaza universal de la descomposición orgánica veinte años después de la Guerra del Virus. El hambre, la pobreza. Dime, ¿no estás avergonzado? ¿Tú, que tienes las piernas repletas de maquinitas que marcan minuto a minuto la presión sanguínea del presidente, para que puedas acudir en su ayuda lo antes posible en caso de peligro?
Sadrac mira a Nikki en busca de auxilio, pero ella no ha vuelto aún a la realidad, no ha advertido la presencia de Buckmaster.
—¿Quién diseñó esa maquinaria, Roger? —estalla Mordecai, ya enfurecido.
Buckmaster se echa atrás, las mejillas enrojecidas, lágrimas histéricas le iluminan los ojos: Mordecai puso el dedo en la llaga.
—¡Yo! ¡Yo lo hice! ¡Sí, y lo admito, yo construí tus sucios nódulos! ¿Acaso crees que no sé que yo también soy culpable? ¿No te das cuenta de que sólo ahora lo entiendo? Pero ya saldré de esto, ya dejaré de ser uno de los responsables.
—La manera en que te comportas, Buckmaster, es realmente suicida —Sadrac señala las siluetas oscuras al borde del camino, miembros del personal jerarquizado que rondan en la oscuridad, desde donde contemplan el rapto lunático y encolerizado de Buckmaster, pero nadie se acerca,— por temor a ser registrado por algunos de los. ojos espías—. Mañana, el presidente recibirá un informe de todo lo que has dicho, Roger. Té estás destruyendo.
—Yo lo destruiré a él, a ese vampiro que nos tiene a todos como rehenes, a nuestros cuerpos, a nuestras almas. Cuando ya no le sirvamos, nos dejará caer a todos en la podredumbre…
—No seas melodramático. Si servimos al Khan, es porque estamos preparados para hacerlo, y éste es el lugar más adecuado para —aplicar nuestros conocimientos —dice Mordecai en tono categórico—. Si crees que hubiera sido mejor vivir en Liverpool o en Manchester en un sótano —hediondo, con los intestinos perforados, ¿por qué no lo hiciste?
—No me provoques, Mordecai.
—Pero si es la verdad. Es una suerte estar aquí. En este mundo de locos, somos los únicos que nos comportamos como personas cuerdas. Sentirnos culpables es un lujo que no nos podemos dar. ¿Quieres abandonar al Khan, ahora? Bueno, vete, Roger, vete, pero sé que mañana, cuando estés más tranquilo, habrás cambiado de idea.
—No necesito tus consejos.
—Trato de protegerte, trato de hacerte callar, de que dejes de gritar esas tonterías peligrosas.
—Y yo trato de que cortes el contacto que te une a Genghis Mao, que nos liberes de él.
Buckmaster, gime, tiene la cara enrojecida, la mirada perdida.
—Por lo tanto crees que estaríamos mejor sin él. ¿Qué otra alternativa propones, Buckmaster? —pregunta Sadrac—. ¿Qué tipo de gobierno sugerirías? Vamos, contéstame, estoy hablando en serio. Ya me insultaste bastante; ahora hablemos con calma y razonando. ¡Te has vuelto revolucionario!, ¿no es así? Bien. ¿Cuáles son tus planes? ¿Qué es lo que quieres?
Buckmaster, sin embargo, no tiene ningún interés en mantener una discusión filosófica. Lo mira a Mordecai con ojos amenazantes, casi con asco, pensando en palabras que, al pronunciarlas, no son más que gruñidos incoherentes; cierra y abre los puños continuamente, se balancea de una manera inquietante, sus mejillas enrojecidas han tomado un color escarlata. Sadrac, ya cansado de comprenderlo, se da media vuelta, la toma a Nikki del brazo y empieza a caminar. Buckmaster corre detrás de ellos en una embestida alocada y torpe, lo torna a Mordecai por los hombros y trata de voltearlo. Sadrac gira con gracia, apenas se inclina y se libera de las manos de Buckmaster y, cuando éste intenta atacarlo, lo toma por la cintura, lo hace girar y lo mantiene inmóvil entre sus brazos Buckmaster se retuerce, patalea, escupe, pero Sadrac es demasiado fuerte para él.
—Tranquilo —murmura Mordecai—, tranquilo. Relájate. Aleja la furia, Roger, aléjala.
Mordecai sostiene a Buckmaster como a un niño histérico; finalmente, cuando siente que se ha aflojado y tranquilizado, lo suelta, se aleja unos pasos y pone las manos en posición de defensa a la altura del pecho, preparado para otra embestida, pero Buckmaster está abatido. Se aleja de Mordecai, los hombros encorvados como los de un hombre vencido, se detiene después de unos pasos, frunce el ceño y dice entre dientes:
—Muy bien, Mordecai, miserable. Quédate con Genghis Mao. Lavale los pies. ¡Verás lo que te pasa! ¡Terminarás en el horno, Sadrac, en el horno, en el inmundo horno!
Sadrac echa a reír: la tensión ha desaparecido.
—El horno, me gusta eso, Buckmaster, es muy literario.
—¡Sí, terminarás en el horno, Sadrac!
Mordecai, sonriendo, toma el brazo de Nikki, quien aún se ve radiante, embelesada, perdida en raptos trascendentales.
—Vamos —le dice—, no puedo soportar un minuto más aquí.
—¿Qué quiso decir con eso del horno, Sadrac? —pregunta Nikki con voz suave, como entre sueños.
—Referencia Bíblica. Sadrac, Masach y Abednego.
—¿Quiénes?
—¿No lo sabes?
—No, Sadrac… Es una noche tan hermosa. Vayamos a algún lado a hacer el amor.
—Sadrac, Masach y Abednego son tres personajes de la Biblia que aparecen en el Libro de Daniel, tres hebreos que se negaron a adorar a la estatua de oro del ídolo de Nabucodonosor. El rey, entonces, ordenó que los arrojaran a un horno ardiente, pero Dios envió un ángel que los acompañara y el fuego no los dañó. Es raro que no conozcas la historia.
—¿Y qué les pasó?
—Ya te dije, mi amor, el fuego no los dañó, ni un solo cabello quemado. Nabucodonosor, entonces, los mandó llamar y les dijo que Dios era muy poderoso y les otorgó cargos importantes en la provincia de Babilonia. Pobre Buckmaster, tendría que darse cuenta de que un Sadrac no tiene por qué temerle a los hornos. ¿Cómo fue tu viaje, mi amor?
—¡Ah, maravilloso, Sadrac, maravilloso!
—¿En dónde estuviste?
—En la ejecución de Juana de Arco. La vi arder. Fue hermoso verla sonreír mirando al cielo —mientras caminan Nikki se acerca más y más a Sadrac—. Éste es el viaje más estimulante que hice —su voz se escucha como desde lejos, desde algún sueño. Es evidente que la fogata la ha dejado impactada—. ¿Adónde podemos ir, Sadrac? ¿En dónde podemos estar solos?
Sadrac está hastiado de Karakorum después del encuentro con Buckmaster, y ahora ve cómo este día dé tanta trabajo ha agotado su vigor y apagado su alma: si pudiera, subiría al tren subterráneo y se dejaría arrastrar hasta Ulan Bator, hasta su hamaca, para gozar, por fin, de un sueño profundo y reconfortante. Pero no puede negársele a Nikki, tan misteriosamente exaltada y radiante de deseo, no está preparado para desilusionarla. Por lo tanto, se dirigen tomados del brazo hacia el refugio para amantes, en el extremo Norte del gran complejo recreativo, una brillante cúpula geodésica de color-naranja y verde. Con sólo pulsar una tala de la placa de admisión, Sadrac reserva una habitación en la que permanecerán tres horas.
La habitación no es extraordinaria. Ocupa un pequeño sector de la vasta cúpula, el techo abovedado, las paredes granuladas de un púrpura azulado, una cama, un lavatorio, un placard. Sí; es cierto, nada extraordinario pero ¿Para qué más? ¿Para qué más…? Nikki, a cuatro metros de Sadrac, se quita su única prenda, el vestido de malla dorada. Su cuerpo desnudo irradia una ola de energía seductora que oscila crepitante en el espectro erótico. Es tan potente esta irradiación, que Sadrac se olvida de su fatigó, transforma al Cotopaxi y a Buckmaster en un pasado ya lejano, y cruza la habitación en busca de su presa: bocas que se encuentran, manos que acarician pechos. Nikki lo abraza, luego se aparta por un momento y ofrece su cadera izquierda al contraceptron que está junto al lavatorio: oprime el botón y recibe el baño bondadoso de una suave radiación esterilizante; luego, vuelve a el. En la cadera cobriza, brilla una estrella verde de nueve puntas, el símbolo anti-emb que indica que la radiación ha cumplido con su función. Nikki lo desviste y se llena de gozo al ver su erecta virilidad. Ésta no es Juana de Arco, de ninguna manera; una guerrera, tal vez, pero no una virgen…
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