—¡El fin del mundo!
Sí, sí, el fin del mundo.
Luego, la explosión…
Se produce en etapas: primero, cinco estampidos como cañonazos; luego, una larga pausa de silencio total, aun el rugido que ha retumbado durante horas y horas cesa de repente; después, un temblor de la tierra y un estruendo monstruoso, un estruendo como Sadrac nunca ha oído, un estruendo que rompe ventanas y destruye paredes; vuelve el silencio; vuelve el rugido; mas cañonazos, bang, bang, bang, abruptos, cortantes; inmediatamente, un segundo estrépito, cinco veces más poderoso que el primero, la gente se desploma de rodillas en el piso, las manos tapando los oídos; vuelve a reinar el silencio, un silencio nefasto, siniestro, enervante; finalmente, el ruido cumbre, un ruido que raja la tierra y quiebra el eje del planeta, una avalancha grotesca e interminable de ruidos que se estrellan contra la nuca y hacen sacudir los brazos en alocado desvarío, un ruido que arrolla la ciudad de Quito como el pie atropellador de un dios enardecido. El cielo se tiñe de negro entonces, y un torrente de fuego rojo mana del Cotopaxi y arde en terrorífico esplendor sobre el horizonte. La montaña parece desgarrarse: la cúspide se desintegra, grandes bloques de roca remontándose en las alturas, sobrevolando la ciudad. El cono perfecto, que alguna vez tuvo la gracia y belleza del Monte Fuji, ahora es una ruina, una mole hecha pedazos, apenas visible a través de las espesas nubes de ceniza y los bloques de pumita que se desplazan por el aire. Éstos son los restos del gran Cotopaxi, ya cadavérico y deformado. El aire mismo arde, la gente sigue su marcha, lenta, cada vez más lenta, arrastrándose abatida hacia una salvación que nunca alcanzará. Vomitan, las manos a la garganta, jadean, se ahogan, caen.
—Ayuda, ayuda.
Todos en busca de la ayuda que nunca llegará. Mueren uno a uno en esta tarde de sol brillante, que ya ha dejado de brillar.
Sadrac, también sofocado por este aire impregnado de cenizas y monóxido de carbón, cae, se levanta, vuelve a caer, y, finalmente, logra levantarse otra vez. Recuerda, entonces, que es médico, y se arrodilla junto a una mujer tendida en el piso. Es una niña, cuyo rostro distorsionado se ha oscurecido por la asfixia, tomando un color negro, casi tan negro como el de él.
—Soy médico.
—Gracias, señor. Gracias.
Sus ojos, clavados en Mordecai, vibran en busca de ayuda, de medicamentos, de agua, de algo, de lo que sea. Pero, ¿hay algo que él pueda hacer por ella? Sí, claro, él es médico, pero, ¿es posible enseñarle a una moribunda a respirar el aire envenenado? La niña tiembla, está a punto de vomitar, pero —curiosamente— bosteza. Se duerme en brazos de Sadrac, pero es un sueño mortífero del cual no despertará jamás. Mordecai sabe que no puede hacer nada para salvarla. Por lo tanto la deja y se va, tapándose la nariz y la boca con el pañuelo, pero es inútil, inútil. Vuelve a caer, pero esta vez sin levantarse: es una víctima más entre otras tantas ahogadas en lágrimas y murmullos.
…Y ésta fue, entonces, la noche del Cotopaxi, noche de cenizas de huida y de muerte. Aquel niño insolente, aquellas mujeres que asaban trozos de carne en la calle, los comerciantes y los banqueros, los taxistas y los policías, aquel extraño, alto, de piel carbón, todos, unidos por la muerte.
¿Qué sentido tuvo la huida frenética? La sarna ciencia cenicienta del Cotopaxi inunda los cielos, dándole al mundo un atardecer sangriento. El fin del mundo, sí. Sadrac aparta la ceniza de su boca con manos violentas. Se oye otra explosión, esta vez más suave, porque, ¿hay, acaso, algo que pueda igualar aquel último estruendo apocalíptico e inimaginable? Otra explosión, otra más, y Sadrac sabe que continuarán durante horas y horas, tal vez durante días, disminuyendo, su intensidad. Esta noche, Ecuador no dormirá, ni tampoco Colombia, ni Venezuela, ni toda Centroamérica, ni siquiera Méjico: el trueno mortal de Cotopaxi resonará en Canadá, en la Patagonia, atravesará los mares, y al amanecer, un amanecer oscuro y polvoriento que no aceptará la luz del sol, estallará la primera revolución, el putsch en Brasil, y los insurrectos aprovecharán la extraña oscuridad y el terror universal para dar el golpe, anhelado y esperado golpe. Luego se producirá la reacción en cadena estimulada por los brasileños: la sublevación en la Argentina, en Nicaragua, en Algeria, en Indonesia, una rebelión sangrienta surgida del Cotopaxi, cada gota, una clave que inundará nación tras nación; el gran cataclismo volcánico, un símbolo: la crisis económica de la década del setenta, las represiones y escasez y decadencia en la década del ochenta, que lleva, inexorablemente, al caos mundial de 1991, la revolución total, la larga Walpurgisnacht desencadenada, en grado inmensurable, por la erupción.
…Y ésta fue, entonces, la noche del Cotopaxi. Los dioses enardecidos sacudieron el mundo y destruyeron las naciones. Mordecai baja la cabeza, cierra los ojos, se entrega a la nube de cenizas, fragante y cálida, que flota sobre su cuerpo. Esta es la noche del Cotopaxi, sí, el fin del mundo, el pitar del último clarinete, la apertura de la séptima brecha, y Mordecai fue parte de todo esto, sintió el sabor del volcán y ahora… ahora duerme.
Mordecai sale de la carpa de los transtemporalistas y permanece de pie, esperando a Nikki en el camino de piedras que hay ala salida. Todavía está aturdido, su boca conserva aún el sabor acre del Cotopaxi. Entre la multitud que se dirige al ostentoso mundo de los pabellones de juego, en el extremo Oeste del complejo recreativo, Mordecai distingue algunas caras conocidas, miembros del personal de Genghis Mao. Allí va Frank Ficifolia, un hombre pequeño de cara ancha, encargado de la sección comunicaciones y diseñador del Vector de Vigilancia Uno. Detrás de él pasa Gonchigdorge, un edecán mogol vestido con un extraño uniforme, como el de las historietas, cargado de cintas y medallas. Más allá, Sadrac alcanza a ver a Eyuboglu, un turco de tez pálida, y al griego Ionigylakis, un hombre corpulento; ambos son vicepresidentes del Comité. Todos saludan a Mordecai, cada uno con su estilo característico: Ficifolia, cálido y efusivo; Gonchidorge, casual, sin cumplidos ni ceremonias; Eyuboglu, prudente, e Ionigylakis, bullicioso. Sadrac no hace más que mover la cabeza y forzar una sonrisa pétrea. Soy médico. Todavía oye el tronar de la tierra. En ese momento, desearía estar solo. Por lo menos en Karakorum, tiene derecho a la intimidad, especialmente ahora. Su conciencia permanece aún en los suburbios de Quito, enterrada bajo un manto de ceniza caliente. Siempre se experimenta una impresión de cambio repentino al salir de un ritual transtemporalista, pero esto es demasiado, es como emerger del seno materno. Está débil y turbado, incapaz de cumplir con los ritos sociales. Todo lo afecta, el olor á azufre, la pumita polvorienta, la ineludible modorra, pero, sobre todo, esa terrible vivencia de la transición, la visión de un mundo que muere y otro, nuevo y extraño que nace…
De la carpa de los transtemporalistas, sale un individuo que Sadrac conoce, pecho de paloma, dentadura terriblemente desordenada, cejas pelirrojas, espesas e impactantes. Es Roger Buckmaster, un inglés experto en microingeniería, muy competente, por cierto. Es una persona huraña, un hombre que muy poca gente ha llegado a conocer bien. Se plantifica a la salida de la carpa, a unos pocos metros de Sadrac Mordecai, hundiendo los pies, firme y decidido, en las piedras del camino, como si temiera perder el equilibrio. Tiene el aspecto embotado de un hombre que acaban de echar de un bar por haber bebido unas cuantas cervezas de más.
Mordecai, que conoce demasiado bien la turbación que se experimenta al salir de la carpa, comprende la conducta de Buckmaster y, a pesar de que su relación con Roger es algo distante y de que en este preciso momento tiene muy poco interés en conversar con él algo lo impulsa a cruzar su mirada vacilante con un gesto amable. Sonríe y lo saluda, pensando que, una vez cumplida, su obligación social. podrá aislarse en su propio caos y fatiga mental.
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