Robert Silverberg - Sadrac en el horno

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Sadrac en el horno: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglo XXI. Un mundo en ruinas gobernado por un viejo y astuto tirano, Genghis II Mao IV Khan. La vida del Khan se mantiene gracias a la habilidad de Sadrac Mordecai, un brillante cirujano negro cuya misión es reemplazar los órganos deteriorados del presidente.
Los más modernos aparatos se utilizan para tres proyectos de gran envergadura, uno de ellos, el proyecto Avatar, tiene por objeto lograr la inmortalidad del viejo líder transfiriendo la mente y la personalidad del Khan a un cuerpo más joven.
Sadrac descubre que ha sido elegido para ese macabro proyecto, pero logra idear con increíble serenidad un peligroso plan para cambiar la faz de la Tierra.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1976.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1977.

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Buckmaster, sin embargo, mirándolo con agresividad luminosa dice:

—¡Pero si es el negro miserable! —la voz potente, flemática, aguda, una voz nada amistosa—. ¡Sí, es él! ¡El negro miserable!

—¿Negro miserable? Escúchame, ¿me dijiste…?

—Negro. Miserable.

—Si, eso es exactamente lo que escuché.

—Negro miserable. Maldito como el as de espadas.

—Esto es realmente cómico. Roger, ¿te sientes bien?

—Maldito. Negro y maldito.

—Sí, sí, te escuché bien, no cabe duda de que te escuché bien —dice Sadrac. Siente un latido tenue en el lado izquierdo del cráneo. Lamenta haber saludado a Buckmaster y desearía que desapareciera en este mismo instante. El desprecio racial es más ridículo que el insulto, ya que Sadrac nunca ha unido motivos para estar a la defensiva por su color, pero está azorado por este ataque gratuito y todavía no ha logrado disipar el efecto de su poderosa experiencia transtemporal; por lo tanto, no tiene ningún interés en discutir con un payaso embravecido como Buckmaster, y menos en un momento como éste. Tal vez lo que tenga que hacer es ignorarlo. Entonces, decide cruzarse de brazos, alejarse unos metros y apoyarse contra un poste de luz.

Ante el silencio de Sadrac, sin embargo, Buckmaster continúa.

—¿No te sientes ahogado en vergüenza, Mordecai?

—Suficiente, Roger…

—¿No te sientes culpable por todos y cada uno de los actos inmundos de tu vida pérfida?

—Tranquilízate Buckmaster. ¿Qué has estado bebiendo allí dentro?

—Lo mismo que todos los demás: la droga, nada más que la droga, la droga del tiempo, o como quieran llamarla. ¿Qué crees?, ¿que me dieron hachís? ¿Crees que tengo algunos whiskys de más? ¡No, no, es sólo la bebida del tiempo, que me abrió los ojos, por si lo quieres saber, y ahora veo todo muy claro! Buckmaster avanza hacia Sadrac y se detiene cuando sólo treinta centímetros los separan. El dolor de Sadrac es cada vez más intenso, como si trataran de hundirle un clavo en el cerebro a martillazos: Buckmaster, la mirada penetrante, dice entre gritos y rugidos:

—¡Vi cómo Judas vendió a Cristo! Estuve allí, en Jerusalén, en la Ultima Cena, los vi comer. Eran trece, ¿me entiendes? Yo mismo serví el vino, ¿me escuchas bien? Vi la sonrisa falsa de Judas, vi cuando murmuraba al oído de Cristo y luego los vi juntos en el jardín, Getsemaní, ¿sabes?, afuera en la oscuridad…

—¿No quisieras un tranquilizante, Roger?

—¡Vuela de aquí, tú y tus píldoras inmundas!

—Estás demasiado excitado. Deberías tratar de calmarte.

—Mírenlo, haciéndose el doctorcito conmigo. Conmigo. No, no me doparás, tendrás que escuchar atentamente todo lo que te diga.

—Otro día —dice Sadrac, que está atrapado entre Buckmaster y el poste de luz. Se desliza hacia un costado y, en un grosero ademán, hace un gesto como si Buckmaster fuera un vapor nocivo que quiere espantar—. Estoy cansado ahora. Yo también tuve un viaje terrible. Si no te importa, no puedo aguantar una situación de este tipo en este momento. ¿Esta claro?

—Pues te la aguantarás, y muy bien, ¿oyes? Te tengo aquí y me escucharás. Lo vi todo, vi cuando Judas se acercó a El y lo besó en el jardín y le decía Señor, Señor… tal como lo dice la. Biblia, y después vi a los soldados romanos que arrestaban a Cristo. Traidor, miserable y maldito. Yo lo vi todo, estuve allí, y ahora sé qué es la culpa. ¿Y tú? ¡Qué va, tú no lo sabes, porque eres tan culpable como él, de otra manera, pero de la misma calaña, Mordecai!

—¿Yo? ¿Yo igual a Judas?

Sadrac abatido menea la cabeza. Los borrachos lo enervan, aun cuando se emborrachan con la droga de los transtemporalistas.

—No entiendo nada de esto. ¿A quién se supone que traicioné?

—A todos, a la humanidad entera.

—Y dices que no estás borracho.

—Nunca estuve tan sobrio. ¡Ah, ahora veo todo claro!

¿Quién lo mantiene con vida? Contéstame. ¿Quién está a su lado, dándole inyecciones, medicamentos, píldoras, recurriendo a ese inmundo cirujano cada vez que necesita un corazón nuevo, o un riñón? ¿Eh, eh?

—¿Quieres que el presidente se muera?

—¡Claro que sí!

Sadrac no sabe qué decir. Es evidente que Buckmaster se ha vuelto loco después de su experiencia en la carpa de los transtemporalistas; por lo tanto, —ya no puede— estar enojado con él. Este hombrecito furioso debe protegerse de sí mismo.

—Te arrestarán si sigues comportándote así —le dice Sadrac—. Puede estar escuchándonos.

—Si está rendido, medio muerto por la operación —replica Buckmaster—. ¿Crees que no lo sé? Le han hecho un transplante de hígado hoy.

—Aun así, hay ojos espías por todas partes, aparatos registradores. Tú mismo diseñaste algunos de ellos, Buckmaster.

—No me importa. Que me oiga.

—Conque te has convertido en un —revolucionario, ¿eh?

—He abierto los ojos. Lo que vi en la carpa fue una revelación. La culpa, la responsabilidad, el mal…

—¿Piensas que el mundo marcharía mejor si Genghis Mao muriera?

—¡Sí! ¡Sí! —pita Buckmaster enfurecido—. Nos está explotando a todos para vivir eternamente. ¡Transformó el mundo en un manicomio, en un zoológico inmundo! Mira, Mordecai, podríamos reconstruir el mundo entero, podríamos distribuir el Antídoto y curar a todos los habitantes del planeta, no solamente a los pocos privilegiados, podríamos volver a lo que éramos antes de la Guerra, pero no, no, estamos gobernados por ese inmundo Khan mogol. ¿Te das cuenta? ¡Un mogol centenario que quiere vivir para siempre!

Si no fuera por ti, se hubiera muerto hace cinco años. Sadrac, espantado se lleva las manos a la frente: sabe adónde quiere llegar Buckmaster. Ahora, más que nunca, desea escapar de esta conversación. Buckmaster es un tonto y su agresión es vulgar e incontestable. Hace tiempo ya que Sadrac analizó lo que Buckmaster acaba de decir, pensó en los problemas morales, pero los descartó. Es cierto que no está bien servir a un dictador maldito, que no es digno de un joven negro, sincero y aplicado, que quiere hacer el bien, pero, ¿por qué pensar que Genghis Mao es un dictador maldito? ¿Hay, acaso, alguna otra alternativa en su gobierno, aparte— del caos? Si Genghis Mao es inevitable, como las fuerzas naturales, como el amanecer, como las gotas de lluvia, entonces no hay razón de sentirse culpable por servirlo: cada uno hace lo que considera apropiado, cada uno vive su vida, cada uno acepta su karma, y si Mordecai es médico, su función es curar, sin tomar en cuenta los distintos aspectos de la identidad de su paciente. Esto no es, de ningún modo, un razonamiento superficial para Sadrac, sino una manera de declarar que acepta su destino. Se niega a asumir cargos de culpas que carecen de sentido, y no dejará que nadie, y menos Buckmaster, lo ataque por cosas absurdas y lo acuse de ser leal con quien no debería serlo.

Mordecai advierte que Nikki acaba de salir de la carpa de los transtemporalistas y permanece de pie, las manos en las caderas, esperándolo.

—Perdóname, tengo que irme —le dice a Buckmaster. Nikki parece transfigurada: los ojos encendidos, la cara iluminada con un sudor embelesado, todo su cuerpo brilla. Sadrac se dirige hacia ella, que apenas mueve la cabeza cuando lo ve acercarse. Está lejos de aquí, perdida en alguna fantasía.

—Vamos —le dice Sadrac—, Buckmaster está enloquecido esta noche, realmente insoportable.

Sadrac está a punto de tomar la mano de Nikki, cuando oye el grito de Buckmaster, que corre hacia ellos.

—¡Espera! ¡Aún no terminé, tengo que decirte algo más, negro miserable!

—Está bien —dice Sadrac encogiéndose de hombros—. Te doy un minuto más. ¿Qué es lo que me quieres decir, exactamente?

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