Robert Silverberg - Sadrac en el horno

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Sadrac en el horno: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglo XXI. Un mundo en ruinas gobernado por un viejo y astuto tirano, Genghis II Mao IV Khan. La vida del Khan se mantiene gracias a la habilidad de Sadrac Mordecai, un brillante cirujano negro cuya misión es reemplazar los órganos deteriorados del presidente.
Los más modernos aparatos se utilizan para tres proyectos de gran envergadura, uno de ellos, el proyecto Avatar, tiene por objeto lograr la inmortalidad del viejo líder transfiriendo la mente y la personalidad del Khan a un cuerpo más joven.
Sadrac descubre que ha sido elegido para ese macabro proyecto, pero logra idear con increíble serenidad un peligroso plan para cambiar la faz de la Tierra.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1976.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1977.

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"…una época gloriosa en la espléndida historia de la raza humana…" —concluye Mangú efusivo.

El tren subterráneo llega a destino. Los sobrevivientes de la orgía nocturna de Karakorum comienzan a moverse en el interior, lentos y adormecidos.

CAPÍTULO 9

Ya amaneció. Antes de dirigirse a su habitación, Sadrac visita al Khan. A pesar de que los nódulos le dicen que todo marcha a la perfección, se siente obligado a hacer una visita personal a su paciente después del paseo. Genghis Mao duerme plácidamente: el nódulo electroencefalográfico implantado en el glúteo de Mordecai, vibra rítmicamente con las pacíficas ondas delta del presidente. Toda la información telemetrada que llega a Sadrac es alentadora. La presión sanguínea, normal; los pulmones, desprovistos de líquido; la temperatura ha vuelto al grado normal; la actividad cardíaca, excelente; la producción biliar, perfecta. Es obvio que el nuevo hígado ya se ha instalado y ha comenzado a subsanar los deterioros de las últimas semanas. Sadrac atraviesa la Interfaz y entra en la habitación en la que duerme el Khan, envuelto en ese intrincado capullo que es el equipo de mantenimiento de terapia intensiva. Las lecturas biométricas en el panel del equipo de mantenimiento, confirman al instante el diagnóstico que Sadrac elaboró a larga distancia: el presidente se recupera magníficamente. No fue necesario recurrir al equipo de emergencia, ni a la carpa de oxígeno ni a la máquina de electrodiálisis ni al oxigenador corazón pulmón ni a los otros doce o catorce instrumentos. He aquí al presidente a este hombre de unos noventa años tal vez, relajado, una tenue sonrisa se dibuja en sus labios delgados. Sólo han pasado dieciséis horas después de la operación y ya casi ha recuperado sus fuerzas para retomar el ritmo intenso de la vida normal. De más está decir, sin embargo, que no hay nada de normal en el cuerpo de Genghis Mao, que ha sido tantas veces reconstruido con la ayuda de órganos ajenos y sanos: como un rey caníbal, se deleita con la carne de héroes, consumiendo sus fuerzas para transformarlas en propias. Y además, Sadrac supone, la mente contenida en ese pequeño cráneo triangular posee una virtud que no admite la debilidad física, que la destierra completamente del ciclo metabólico. El doctor permanece unos minutos de pié al lado de la cama, admirando la fortaleza física de Genghis Mao, esperando tal vez el típico guiño del presidente, pero el sueño se ha apoderado de él por completo.

A su habitación, entonces. El perfecto estado de Genghis Mao le permite ahora retirarse a descansar todo lo que sea necesario hasta recuperar las horas de sueño perdido, así tenga que dormir hasta las dos de la tarde. Se desviste y se acomoda en la hamaca, tratando de no despertar a Nikki que, hace un rato ya, dormita acurrucada. Se arrima a ella con delicadeza, las piernas y muslos de Sadrac al amparo de la espalda y nalgas cobrizas de Nikki. El sueño, por fin, se adueña de su conciencia.

Unas horas más tarde, se despierta sobresaltado por una convulsión interna tan violenta que casi cae de la hamaca. Un geiser de adrenalina inunda la corriente sanguínea de Sadrac, su cuerpo entero tiembla y late; todos los sistemas en marcha en un violento arranque de alarma. Instantáneamente, Sadrac comienza a elaborar el autodiagnóstico, considerando y descartando en menos de un segundo posibilidades tales como una trombosis coronaria, una hemorragia cerebral, un edema pulmonar, pero a medida que la atronadora taquicardia comienza a apaciguarse y la respiración retoma el ritmo normal, comprueba que no es mas que un estado de shock que lleva a un clásico síndrome de enfrentamiento-huida. AL instante, empero, se da cuenta que nada tiene que ver con su cuerpo. Acaba de recibir una violenta sobrecarga a través del sistema de telemedición que lo une a Genghis Mao.

Se levanta de un salto, y la hamaca queda oscilando en agitado vaivén.

—¿Sadrac? —balbucea Nikki medio dormida— ¿Sadrac, qué pasa?

Mordecai detiene la hamaca al tiempo que murmura una disculpa.

—Hay problemas con el Khan —dice, mientras busca a tientas la ropa desparramada en el piso. Ya está completamente despierto, pero su cuerpo está tan saturado de producción hormonal originada por la sorpresa y la alarma, que las manos le tiemblan y su mente alterada se niega a concentrarse en la simple tarea de vestirse. ¿Se trata acaso de alguna falla en el funcionamiento del equipo de terapia intensiva? ¿Acaso fue un asesino que entró en la habitación de Genghis Mao? El presidente está con vida aún (lo comprueba la telemedición), y el momento de alarma, cualquiera sea su causa, ya se está disipando, puesto que la producción biofísica vuelve a la normalidad, a pesar de que hay indicaciones de una continua hiperestesia neurasténica asociada a irregularidades vasomotoras y cardiovasculares.

Ésta es la primera vez que las señales de Genghis Mao afectan a Sadrac de esta manera; todavía sigue mareado. En este estado y semidesnudo —solo se ha puesto tos pantalones— se dirige a la Interfaz.

—Sadrac Mordecai para servir al Khan —dice. Espera unos minutos, pero nada sucede. Repite la contraseña, esta vez con más impulso. La puerta permanece cerrada—. ¡Pero, vamos maquina estúpida! ¡El Khan puede estar muriéndose y tengo que ir a atenderlo! —las luces se encienden, los radares comienzan a funcionar, pero la puerta no se abre. Sadrac se da cuenta, entonces, que el sistema de la Interfaz está funcionando bajo el programa de seguridad, por medio del cual el control de la entrada y salida de personal es mucho más estricto que de costumbre. Esto confirma la hipótesis de Sadrac: probablemente se trate de un asesinato. Sadrac grita, hace ademanes, golpea la superficie de la Interfaz e incluso le hace gestos, pero es obvio que el sistema de seguridad está ocupado en otros asuntos y no lo dejará pasar. Finalmente —ya han pasado cuatro o cinco minutos— la puerta se abre. La información que recibe del Khan es constante, al menos: los signos del presidente indican. que aún está perturbado y sobreexitado por la alarma, pero se recupera gradualmente.

La inspección no está concluida, sin embargo: Sadrac, ya al borde de la histeria, debe permanecer un minuto más en la pequeña cámara de retención. Libre por fin, se dirige a paso ligero a la habitación de Genghis Mao, atravesando la sala, desierta en este momento, del Vector de Vigilancia Uno. No ha librado todo los obstáculos aún, ya que la Interfaz que lo comunicará, por fin, con la habitación de Genghis Mao debe realizar los controles necesarios, que, afortunadamente, no duran más que un micrón de segundo, como de costumbre. Entra a la habitación y encuentra a Genghis Mao vivo y despierto, sentado en la cama, rodeado de cinco o seis sirvientes y otros doce o más individuos, todos miembros del Comité, que giran a su alrededor en frenético nerviosismo, lo cual es muy perjudicial en esta etapa de la recuperación del presidente. Mordecai ve, entre otros, al General Gonchigdorge, al vicepresidente Ionigylakis, al jefe de seguridad Avogadro, e incluso a Bela Horthy, ojeroso y abombado después de los excesos de anoche. Un incesante ir y venir de gente que espanta a Sadrac. Hay tanta gente alrededor de la, cama que Mordecai no logra acercarse al Khan, cuya voz clara, aunque débil, se destaca entre el alboroto general.

—Es terrible, terrible —dice Ionigylakis, meneando la cabeza como un oso herido.

—¿Qué pasa? —le pregunta Sadrac.

—Mangú —responde Ionigylakis abruptamente— ¡Asesinaren a Mangú!

—¿Qué? ¿Cómo?

—Por la ventana… por el balcón —gesticulando con sus brazos corpulentos, el griego imita la acción, la ventana abierta, los cortinados flotando en el viento, la inclinación del cuerpo al caer desde el piso setenta y cinco, el aterrizaje abrupto, el impacto y, finalmente, el rebote del cuerpo destrozado.

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