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Robert Sawyer: Recuerdos del futuro

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Robert Sawyer Recuerdos del futuro

Recuerdos del futuro: краткое содержание, описание и аннотация

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Recuerdos del futuro es la historia de un asombroso descubrimiento en las instalaciones del CERN en Suiza. El equipo de investigación de Lloyd Simcoe y Theo Procopides está empleando el acelerador de partículas del laboratorio para buscar el esquivo bosón de Higgs, una partícula subatómica teórica. Pero su experimento sale terriblemente mal y, durante unos instantes, la conciencia de toda la raza humana es arrojada veinte años hacia el futuro. Mientras la humanidad debe restañar los catastróficos efectos inmediatos del experimento (miles resultan muertos o heridos cuando el cuerpo de todos los hombres y mujeres queda inconsciente en el presente), las implicaciones más serias tardan algo en aparecer. Aquellos que no recibieron visión del porvenir tratan de descubrir cómo morirán, mientras que otros buscan a sus futuros amantes. Lloyd deberá superar la culpabilidad de haber provocado accidentalmente la muerte de la hija de su prometida, mientras Theo se ve atrapado en la investigación de su propio asesinato. A medida que las verdaderas consecuencias de lo sucedido comienzan a hacerse claras, la presión para repetir el experimento aumenta sin cesar. Todos quieren un destello del futuro, una oportunidad para saltar y ser testigo de su éxito... o para aprender a evitar sus errores.

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—Hola. Soy…

—Oh, Madame Komura —dijo una mujer saliendo de un despacho—. He estado intentando llamarla, pero no he sido capaz de obtener línea. —Se detuvo con incomodidad—. Por favor, entre.

Michiko y Lloyd pasaron al otro lado del mostrador y entraron en el cuarto. Sobre una mesa descansaba un ordenador con un tablero de datos acoplado.

—¿Dónde está Tamiko? —preguntó Michiko.

—Por favor —dijo la mujer—. Siéntese. —Miró a Lloyd—. Soy Madame Severin, la directora.

—Lloyd Simcoe —respondió Lloyd—. Soy el prometido de Michiko.

—¿Dónde está Tamiko? —preguntó Michiko de nuevo.

—Madame Komura, lo siento tanto. Yo… —se detuvo, tragó saliva y comenzó de nuevo—. Tamiko estaba fuera. Un coche perdió el control en el estacionamiento y… lo siento tanto…

—¿Cómo está? —preguntó Michiko.

—Tamiko ha muerto, Madame Komura. Todos nosotros… no sé qué sucedió; perdimos el conocimiento, o algo así. Cuando nos recuperamos la encontramos.

Las lágrimas comenzaban a acumularse en los ojos de Michiko, y Lloyd sintió un horrendo peso en el pecho. Michiko encontró una silla, se derrumbó en ella y cubrió su rostro con las manos. Lloyd se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por encima.

—Lo siento tanto —repitió Severin.

Lloyd asintió.

—No fue culpa suya.

Michiko siguió gimiendo hasta que pudo alzar la mirada, con los ojos enrojecidos.

—Quiero verla.

—Sigue en el estacionamiento. Lo lamento… llamamos a la policía, pero aún no han venido.

—Enséñemela —solicitó Michiko con la voz quebrada.

Severin asintió y los llevó tras el edificio. Algunos jóvenes contemplaban el cadáver, aterrados y al mismo tiempo atraídos. El personal estaba demasiado ocupado con los chicos heridos como para devolver a todos los alumnos a la escuela.

Tamiko estaba allí tendida, simplemente tendida. No había sangre, y el cuerpo parecía intacto. El coche que presumiblemente la había atropellado se había retirado varios metros y estaba detenido en ángulo. Tenía el parachoques abollado.

Michiko se acercó hasta quedar a cinco metros y entonces se derrumbó, llorando sin control. Lloyd la rodeó con los brazos y la sostuvo. Severin se mantuvo cerca unos instantes, pero no tardó en ser requerida por otro padre, otra crisis.

Al final, porque ella lo quiso, Lloyd llevó a Michiko junto al cuerpo. Él se inclinó con la visión borrosa y el corazón roto, apartando con cariño el pelo de Tamiko de la cara.

No tenía palabras; ¿qué podía decir para consolar a nadie en un momento así? Se quedaron allí, Lloyd sosteniendo a Michiko durante casi media hora, el cuerpo de la mujer convulsionado todo el tiempo por las lágrimas.

3

Theo Procopides recorrió a trompicones el pasillo cubierto de mosaicos hasta llegar a su diminuto despacho, cuyas paredes estaban cubiertas por carteles de dibujos animados: Astérix el Galo allí, Reny y Stimpy allá, Bugs Bunny, Pedro Picapiedra y Gaga de Waga sobre la mesa.

Se sentía confuso, aturdido. Aunque no había tenido visión, parecía haber sido el único. A pesar de todo, incluso aquella pérdida de tiempo había bastado para sacarlo de sus casillas. Si se sumaba a eso las heridas de sus amigos y compañeros, y las noticias sobre las muertes en Ginebra y sus alrededores, se sentía totalmente devastado.

Era consciente de que los demás le consideraban chulo y arrogante, pero no lo era. En realidad, en lo más profundo, no era así. Sólo era consciente de que era bueno en su trabajo, y sabía que mientras los demás hablaban de sus sueños, él trabajaba duro noche y día para hacer los suyos realidad. Pero aquello… aquello lo dejó confuso y desorientado.

Los informes seguían llegando. Ciento once personas habían muerto cuando un 797 de la Swissair se estrelló en el aeropuerto de Ginebra. En circunstancias normales, algunos podrían haber sobrevivido al choque, pero nadie puso en marcha la evacuación antes de que el avión se incendiara.

Theo se desplomó sobre su silla de cuero negro. Podía ver el humo ascendiendo a lo lejos; su ventana se abría al aeropuerto; hacía falta mucho más currículum para conseguir un despacho que diera al Macizo Jura.

Ni él ni Lloyd pretendían causar daño alguno. Mierda, ni siquiera era capaz de empezar a imaginar lo que podía haber causado aquel desvanecimiento universal. ¿Un gigantesco pulso electromagnético? Pero, sin duda, eso hubiera dañado mucho más a los ordenadores que a la gente, y los delicados instrumentos del CERN parecían seguir funcionando con normalidad.

Giró la silla mientras se sentaba en ella. Ahora le daba la espalda a la puerta abierta. No fue consciente de que había llegado alguien hasta que oyó un carraspeo masculino. Giró hasta encararse con Jacob Horowitz, un joven becario que trabajaba con Theo y Lloyd. Tenía un impresionante pelo rojo y enjambres de pecas.

—No es culpa vuestra —dijo Jake, comprensivo.

—Claro que lo es —respondió Theo, como si fuera evidente—. Está claro que no tuvimos en cuenta algún factor importante, un…

—No —replicó Jake con energía—. No, en serio, no es culpa vuestra. No tuvo nada que ver con el CERN.

—¿Cómo? —lo dijo como si no hubiera comprendido las palabras de Jake.

—Ven a la sala de descanso.

—Ahora mismo no quiero enfrentarme a nadie, no…

—No, ven. Allí tienen puesta la CNN, y…

—¿Ya ha llegado a la CNN?

—Ya verás. Ven.

Theo se incorporó lentamente de la silla y comenzó a andar. Jake le hizo un gesto para que se apresurara, lo que hizo que el griego comenzara a trotar. Cuando llegaron, había unas veinte personas en la sala.

—Helen Michaels, informando desde Nueva York. Te devuelvo la conexión, Bernie.

El rostro severo y anguloso de Bernard Shaw llenó la pantalla de alta definición.

—Gracias, Helen. Como pueden ver —dijo a la cámara—, el fenómeno parece mundial, lo que sugiere que los análisis iniciales de que podría tratarse de alguna clase de arma extranjera no son correctos; aunque, por supuesto, permanece la posibilidad de que se trate de un acto terrorista. No obstante, ningún grupo con credibilidad se ha decidido a asumir la responsabilidad y… esperen, ya tenemos ese informe australiano que les prometimos hace un momento.

La imagen cambió para mostrar Sidney, con las velas blancas de la Casa de la Ópera al fondo, iluminadas contra el cielo oscuro. Un reportero ocupaba el centro de la imagen.

—Hola, Bernie, aquí en Sidney acaban de dar las cuatro de la madrugada. No puedo mostraros imágenes que transmitan lo que ha sucedido aquí. Los informes comienzan a llegar poco a poco, a medida que la gente comprende que lo que han experimentado no es un fenómeno aislado. Las tragedias son numerosas: tenemos noticias de que en un hospital del centro una mujer murió durante una operación de emergencia, ya que todos los cirujanos simplemente dejaron de trabajar durante algunos minutos. Pero también sabemos de un robo a una tienda de veinticuatro horas, frustrado cuando todos los presentes, incluido el atracador, se derrumbaron al mismo tiempo a las dos de la madrugada, hora local. El ladrón quedó inconsciente, al parecer al golpear el suelo, y un cliente que despertó antes fue capaz de quitarle el arma. Aún no tenemos una estimación del número de muertos aquí en Sidney, mucho menos en el resto de Australia.

—Paul, ¿qué hay de las alucinaciones? ¿También se han producido allí abajo?

Siguió una pausa mientras las preguntas de Shaw rebotaban en los satélites desde Atlanta hasta Australia.

—Sí, Bernie, la gente comenta cosas al respecto. No conocemos el porcentaje de la población que ha experimentado alucinaciones, pero parece ser muy alto. Yo mismo tuve una de lo más real.

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