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Robert Sawyer: Recuerdos del futuro

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Robert Sawyer Recuerdos del futuro

Recuerdos del futuro: краткое содержание, описание и аннотация

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Recuerdos del futuro es la historia de un asombroso descubrimiento en las instalaciones del CERN en Suiza. El equipo de investigación de Lloyd Simcoe y Theo Procopides está empleando el acelerador de partículas del laboratorio para buscar el esquivo bosón de Higgs, una partícula subatómica teórica. Pero su experimento sale terriblemente mal y, durante unos instantes, la conciencia de toda la raza humana es arrojada veinte años hacia el futuro. Mientras la humanidad debe restañar los catastróficos efectos inmediatos del experimento (miles resultan muertos o heridos cuando el cuerpo de todos los hombres y mujeres queda inconsciente en el presente), las implicaciones más serias tardan algo en aparecer. Aquellos que no recibieron visión del porvenir tratan de descubrir cómo morirán, mientras que otros buscan a sus futuros amantes. Lloyd deberá superar la culpabilidad de haber provocado accidentalmente la muerte de la hija de su prometida, mientras Theo se ve atrapado en la investigación de su propio asesinato. A medida que las verdaderas consecuencias de lo sucedido comienzan a hacerse claras, la presión para repetir el experimento aumenta sin cesar. Todos quieren un destello del futuro, una oportunidad para saltar y ser testigo de su éxito... o para aprender a evitar sus errores.

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Y ahora, casi nueve meses después, estaba a punto de dar a luz. Y todas aquellas clases en Lamaze, toda la planificación, todos los preparativos del cuarto del niño, iban a dar frutos muy pronto.

Y entonces ese sueño… pues eso debía de ser. Sólo un mal sueño. Pies fríos; había tenido la peor pesadilla de su vida justo antes de casarse. ¿Por qué iba a ser aquello diferente?

Pero era diferente. Aquello era mucho más realista que cualquier sueño que hubiera tenido. Pensó en el enchufe en la cabeza de su hijo, en las imágenes volcadas directamente en un cerebro… ¿la droga del futuro?

—Déjame en paz —dijo Marc—. He tenido un mal día.

—Oh, ¿de verdad? —replicó la voz de Gaston, rezumando sarcasmo—. Así que has tenido un mal día, ¿no? Un día durísimo aterrando a los turistas en la Zona Vieja, ¿eh? Debería haber dejado que te pudrieras en la cárcel, gamberro ingrato…

Gaston se sorprendió al descubrirse hablando como su padre, diciendo las cosas que él le había dicho cuando tenía la edad de Marc, las cosas que había prometido no repetir a sus propios hijos.

—Vale, Gaston… —intervino Marie-Claire.

—Pues si no aprecia lo que tiene aquí…

—No necesito esta mierda —escupió Marc.

—¡Basta! —saltó Marie-Claire—. Basta ya.

—Te odio —dijo Marc—. Os odio a los dos.

Gaston abrió la boca para responder, y entonces…

…y entonces, de repente, se encontró de vuelta en su despacho del CERN.

Tras informar de las noticias sobre los muertos, Michiko Komura había regresado de inmediato a la oficina de recepción del centro de control del LHC. Había estado intentando llamar a la escuela de Ginebra a la que acudía Tamiko, su hija de ocho años; Michiko se había divorciado de su primer marido, un directivo de Tokio. Pero todo lo que obtenía era la señal de comunicando, y por algún motivo la compañía telefónica suiza no se ofrecía a notificarle automáticamente la liberación de la línea.

Lloyd se encontraba tras ella mientras trataba de establecer comunicación, pero al final la mujer alzó la mirada, con ojos desesperados.

—No puedo soportarlo —dijo—. Tengo que ir allí.

—Iré contigo —se ofreció Lloyd de inmediato. Salieron corriendo del edificio al cálido aire de abril. El sol rubicundo ya besaba el horizonte, y las montañas se alzaban a lo lejos.

El coche de Michiko, un Toyota, también estaba allí estacionado, pero tomaron el Fiat alquilado de Lloyd, con él al volante. Recorrieron las calles del campus del CERN, pasando junto a los tanques cilíndricos de helio líquido, y entraron en la carretera de Meyrin, que los llevaría hasta dicha localidad, justo al este del CERN. Aunque vieron algunos coches a ambos lados de la carretera, las cosas no parecían peores que en una de las raras tormentas de invierno; si bien, por supuesto, no había nieve alguna.

Atravesaron rápidamente la población. A poca distancia se encontraba el aeropuerto Cointrin de Ginebra. Columnas de humo negro se alzaban hacia el cielo. Un gran reactor de la Swissair se había estrellado en la pista de aterrizaje.

—Dios mío —dijo Michiko. Se llevó el nudillo a la boca—. Dios mío.

Continuaron hasta la propia Ginebra, situada en la punta occidental del Lago Léman. Se trataba de una rica metrópolis de unos doscientos mil habitantes, conocida por sus restaurantes de lujo y sus carísimas tiendas.

Señales de tráfico que normalmente hubieran estado encendidas se encontraban apagadas, y numerosos vehículos (muchos de ellos Mercedes y de otras marcas caras) se habían salido de la calle hasta empotrarse contra los edificios. El escaparate de numerosos comercios estaba roto, pero no parecía que se estuvieran produciendo saqueos. Incluso los turistas parecían demasiado aturdidos por lo que había sucedido como para aprovechar la ocasión.

Divisaron una ambulancia atendiendo a un anciano a un lado de la carretera; también oyeron las sirenas de los camiones de bomberos y otros vehículos de emergencia. En un momento dado divisaron un helicóptero empotrado en la fachada de cristal de una pequeña torre de oficinas.

Condujeron por el Pont d’Ile, atravesando el Ródano con las gaviotas sobre sus cabezas, dejando la Margen Derecha y sus hoteles patricios para entrar en la Margen Izquierda. La ruta alrededor de Vieille Ville (la Ciudad Vieja) estaba bloqueada por un accidente entre cuatro vehículos, de modo que tuvieron que intentar abrirse paso por angostas calles de un solo sentido. Recorrieron la Rue de la Cité, que se convirtió en la Grand Rue. Pero también ésta estaba bloqueada por un autobús público que había perdido el control y que ahora ocupaba ambos sentidos. Lo intentaron por una ruta alternativa, ya que Michiko se angustiaba con cada minuto que pasaba, pero también se vieron obstaculizados por vehículos averiados.

—¿A cuánto está la escuela? —preguntó Lloyd.

—A menos de un kilómetro.

—Vayamos a pie.

Regresaron a la Grand Rue y estacionaron el coche en un lado de la calle. No era un lugar permitido, pero Lloyd no creía que nadie se preocupara por algo así en aquel momento. Salieron del Fiat y comenzaron a correr por las empinadas y obstruidas calles. Michiko se detuvo tras unos pasos para quitarse los zapatos de tacón, de modo que pudiera correr más rápido. Siguieron su ascenso, pero tuvieron que parar de nuevo para que ella se pusiera otra vez los zapatos, ya que se enfrentaban a una acera cubierta de fragmentos de cristal.

Corrieron por Rue Jean-Calvin, pasando frente al Musée Barbier-Muller, cambiaron a la Rue du Puits St. Pierre y volaron por la Maison Tavel, una casa de setecientos años, la mansión privada más antigua de la ciudad. Sólo frenaron un instante cuando pasaron junto al austero Temple de l’Auditoire, donde Calvino y Knox peroraran en su día.

Con el corazón desbocado y sin aliento, prosiguieron su marcha. A su derecha se encontraba la Cathédrale St-Pierrer y la casa de subastas Christie’s. Atravesaron a toda velocidad la Place du Bourg-de-Four, con su halo de cafeterías y patisseries al aire libre rodeando la fuente central. Muchos turistas y oriundos seguían caídos sobre el pavimento; otros esperaban sentados en el suelo, ya fuera atendiendo sus propias heridas o recibiendo atención de los demás peatones.

Al fin llegaron a la escuela en Rue de Chaudronniers. El Colegio Ducommun era un centro con gran solera que atendía a los hijos de los extranjeros que trabajaban en la zona de Ginebra. El edificio principal tenía más de doscientos años, pero se habían añadido varias alas en las últimas décadas. Aunque las clases terminaban a las cuatro de la tarde, se proporcionaban actividades extraescolares hasta las seis, de modo que los padres trabajadores podían dejar a sus hijos todo el día; aunque ya eran cerca de las siete, aún quedaban allí numerosos alumnos.

Michiko no era en absoluto el único padre que se había acercado a toda prisa. El patio estaba cuajado por las largas sombras de diplomáticos, ricos empresarios y otros cuyos hijos acudían al Ducommun; decenas de ellos abrazaban a sus pequeños y lloraban aliviados.

Todos los edificios parecían intactos. Michiko y Lloyd trataban de tomar aliento mientras corrían por el césped inmaculado. Por larga tradición, en la escuela ondeaban las banderas de todos los estudiantes presentes; Tamiko era la única japonesa matriculada, pero el sol naciente se mecía en la brisa primaveral.

Llegaron hasta el vestíbulo, que tenía hermosos suelos de mármol y panelados de madera oscura en las paredes. Información estaba a la derecha, y Michiko abrió la marcha hacia allá. La puerta se deslizó a un lado, revelando un largo mostrador de madera que separaba a los secretarios del público. Michiko se acercó y, con la respiración entrecortada, comenzó a hablar.

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