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Robert Sawyer: Recuerdos del futuro

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Robert Sawyer Recuerdos del futuro

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Recuerdos del futuro es la historia de un asombroso descubrimiento en las instalaciones del CERN en Suiza. El equipo de investigación de Lloyd Simcoe y Theo Procopides está empleando el acelerador de partículas del laboratorio para buscar el esquivo bosón de Higgs, una partícula subatómica teórica. Pero su experimento sale terriblemente mal y, durante unos instantes, la conciencia de toda la raza humana es arrojada veinte años hacia el futuro. Mientras la humanidad debe restañar los catastróficos efectos inmediatos del experimento (miles resultan muertos o heridos cuando el cuerpo de todos los hombres y mujeres queda inconsciente en el presente), las implicaciones más serias tardan algo en aparecer. Aquellos que no recibieron visión del porvenir tratan de descubrir cómo morirán, mientras que otros buscan a sus futuros amantes. Lloyd deberá superar la culpabilidad de haber provocado accidentalmente la muerte de la hija de su prometida, mientras Theo se ve atrapado en la investigación de su propio asesinato. A medida que las verdaderas consecuencias de lo sucedido comienzan a hacerse claras, la presión para repetir el experimento aumenta sin cesar. Todos quieren un destello del futuro, una oportunidad para saltar y ser testigo de su éxito... o para aprender a evitar sus errores.

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Todo el ensayo había sido automatizado y sincronizado. No había ninguna enorme palanca que bajar, ningún botón que pulsar escondido detrás de una pantalla deslizante. Sí, Lloyd había diseñado y Theo codificado los módulos básicos del programa de aquel experimento, pero ahora todo lo controlaba el ordenador.

Cuando el reloj digital alcanzó las 16:59:55, Lloyd comenzó la retrocuenta en voz alta.

—Cinco.

Miró a Michiko.

—Cuatro.

Ella le devolvió la sonrisa para animarlo. Dios mío, cómo la quería.

—Tres.

Desvió su atención al joven Theo, el wunderkind , el joven prodigio que Lloyd siempre había querido ser, mas sin éxito.

—Dos.

Theo, siempre altanero, le mostró el puño cerrado con el pulgar hacia arriba.

—Uno.

Dios mío, por favor… , pensó Lloyd. Por favor .

—Cero.

Y entonces…

Y entonces, de repente, todo varió.

Se produjo un cambio inmediato en la iluminación: la pálida luz de la sala de control fue reemplazada por la del sol, filtrada a través de una ventana. Pero no hubo ajuste ni molestia, y las pupilas de Lloyd no se contrajeron. Era como si siempre hubiera estado acostumbrado a aquella luz más brillante.

Pero no era capaz de controlar sus actos. Quería mirar alrededor, ver lo que sucedía, mas sus ojos se movían por voluntad propia.

Estaba en la cama, al parecer desnudo. Podía sentir las sábanas de algodón deslizándose por su piel al incorporarse sobre un codo. Al mover la cabeza alcanzó a vislumbrar brevemente las ventanas del dormitorio, que al parecer pertenecían a la segunda planta de una casa de campo. Veía árboles y…

No, eso no podía ser. Aquellas hojas eran fuego gélido, pero hoy era veintiuno de abril… primavera, no otoño.

Su visión siguió moviéndose y, de repente, con lo que debería haber sido un sobresalto, comprendió que no estaba solo en la cama. Había alguien más con él.

Se encogió.

No, no era cierto. No reaccionó físicamente en modo alguno; era como si su mente se hubiera divorciado del cuerpo. Pero sintió que se encogía.

La otra persona era una mujer, pero…

¿Qué demonios estaba pasando?

La mujer era mayor, arrugada, de piel traslúcida y cabello de gasa blanca. El colágeno que una vez había llenado sus pómulos se había aposentado como carúnculas en la boca, una boca ahora risueña, con las comisuras de la sonrisa perdidas entre arrugas perennes.

Lloyd trató de alejarse de la bruja, pero su cuerpo se negó a cooperar.

¿Qué demonios está sucediendo, Dios mío?

Era primavera, no otoño.

Salvo que…

Salvo que, por supuesto, se encontrara en el hemisferio sur. Transportado, de algún modo, desde Suiza hasta Australia…

Pero no. Los árboles que había vislumbrado a través de la ventana eran arces y álamos; tenía que estar en Norteamérica o Europa.

Su mano se alzó. La mujer vestía una camisa azul, pero no era la parte superior de un pijama. Tenía charreteras abotonadas y varios bolsillos: ropa “de aventura” fabricada en algodón, del tipo de L. L. Bean o Tilley, lo que una mujer práctica usaría para hacer jardinería. Lloyd notó cómo sus dedos acariciaban el tejido, sintiendo su suavidad, flexibilidad. Y entonces…

Y entonces sus yemas encontraron el botón, duro, plástico, calentado por el cuerpo de ella, traslúcido como la piel. Sin vacilación, los dedos lo apresaron, lo sacaron y lo deslizaron a un lado del ojal. Antes de que la prenda se abriera, la mirada de Lloyd, aún actuando por propia iniciativa, se alzó de nuevo al rostro de la mujer, observando unos pálidos ojos azules cuyos iris mostraban un halo de anillos blancos incompletos.

Sintió tensarse sus propias mejillas al sonreír. Su mano se deslizó dentro de la camisa, encontrando el seno. De nuevo quiso apartarse, alejando la mano. El pecho era blando y arrugado, y la piel que lo cubría no era firme, como una fruta pasada. Los dedos se apretaron, siguiendo los contornos del seno hasta encontrar el pezón.

Lloyd sintió una presión en la ingle. Durante un horrible momento pensó que estaba teniendo una erección, pero no era así. Lo que sucedió fue que, de repente, se produjo una sensación de plenitud en la vejiga; tenía que orinar. Retiró la mano y vio cómo las cejas de la mujer se alzaban inquisitivas. Lloyd sintió alzarse y bajar sus propios hombros. Ella le sonrió de forma cálida, comprensiva, como si fuera lo más natural del mundo, como si siempre tuviera que excusarse en los prolegómenos. Los dientes de la mujer eran ligeramente amarillos, el sencillo color de la edad, pero por lo demás estaban en perfecto estado.

Al fin su cuerpo hizo lo que él había estado deseando: se alejó de la mujer. Sintió malestar en la rodilla al girarse, un pinchazo agudo. Le dolía, pero lo ignoró. Sacó las piernas de la cama y apoyó los pies con suavidad en el suelo de madera. A medida que se alzaba, vio una mayor parte del mundo más allá de la ventana. Era media mañana o media tarde, y la sombra de cada árbol se derramaba sobre el contiguo. Un pájaro había estado descansando en una de las ramas, pero se asustó por el repentino movimiento en el dormitorio y alzó el vuelo. Era un petirrojo, el zorzal grande de Norteamérica, no el pequeño del Viejo Mundo; no había duda de que estaba en los Estados Unidos o en Canadá. De hecho, aquello se parecía mucho a Nueva Inglaterra; le encantaban los colores del otoño en Nueva Inglaterra.

Se descubrió moviéndose lentamente, casi como si arrastrara los pies sobre el suelo. Comprendió entonces que aquella habitación no estaba en una casa, sino en una cabaña. El mobiliario era la mezcla habitual de una residencia de vacaciones. Al menos reconoció la mesilla: baja, de aglomerado, con papel pintado en la superficie superior a imitación de la madera. Era un mueble que había comprado de estudiante, y que había terminado colocando en el cuarto de invitados de la casa de Illinois. ¿Pero qué hacía allí, en aquel lugar extraño?

Siguió su camino. La rodilla derecha le dolía a cada paso, y se preguntó qué le pasaba. De una pared colgaba un espejo; el marco era de pino nudoso, cubierto con un barniz transparente. Contrastaba con la “madera” más oscura de la mesilla, claro, pero…

Dios .

Dios mío.

Por propia voluntad, los ojos contemplaron el espejo al pasar y se vio a sí mismo…

Durante medio segundo pensó que era su padre.

Pero era él. El pelo que le quedaba en la cabeza era totalmente gris, y el del pecho blanco. La piel estaba suelta y arrugada, y su paso era un cojeo.

¿Podía ser la radiación? ¿Podía haberlo expuesto el experimento? ¿Podía…?

No. No, no era eso. Lo sabía en sus huesos, en sus huesos artríticos . No era eso.

Era un anciano .

Era como si hubiera envejecido veinte años o más, como si…

Dos décadas de vida desaparecidas, borradas de su memoria.

Quiso gritar, aullar, protestar por la injusticia, por la pérdida, exigir satisfacción al universo…

Pero no podía hacer nada de todo aquello; no tenía el control. Su cuerpo prosiguió su lento y doloroso arrastrar hasta el baño.

Al girarse para entrar en el mismo, devolvió la mirada a la mujer en la cama, ahora incorporada sobre un costado, con la cabeza apoyada en un brazo y una sonrisa traviesa, seductora. Alcanzó a ver el destello dorado en el dedo corazón de la mano izquierda. Ya era malo dormir con una anciana, pero estar casado con ella…

La puerta lisa de madera estaba entreabierta, pero extendió un brazo para abrirla por completo; por el rabillo del ojo divisó la otra alianza en su propia mano.

Y entonces comprendió. Aquella bruja, la extraña, la mujer a la que no había visto nunca antes, aquella que no se parecía en absoluto a su amada Michiko, era su esposa.

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