Robert Heinlein - Puerta al verano

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En el avanzado planeta Tierra ya no es necesario matar a un enemigo para deshacerse de él. Sólo hace falta un “largo sueño”, un proceso que le mantiene congelado el tiempo preciso: un mes, un año, un siglo...
Ésta es la historia de una víctima del “largo sueño”, un hombre que despierta en el futuro, pero que, sin embargo, descubrirá que es posible volver al pasado para cumplir su venganza.
Una extraordinaria novela sobre el tema del viaje en el tiempo escrita por uno de los autores más galardonados de todos los tiempos, ganador de cuatro permios Hugo.

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—Señor juez, no me parece probable. Tengo suficiente dinero para vivir hasta que encuentre un empleo, y…

—¿Cómo? Si tiene dinero, ¿por qué está barraqueando?

—Señor juez, ni siquiera sé lo que significa esa palabra.

Esa vez permitió que me explicara. Cuando llegué a la forma en que me había estafado la Compañía de seguros Master su actitud cambió radicalmente.

—¡Aquellos cerdos! A mi madre la estafaron después de haberles estado pagando cuotas durante veinte años. ¿Por qué no me lo dijo al principio? —Sacó una tarjeta, escribió algo en ella, y dijo—:

Lléveselo a la oficina de empleos de la Autoridad de Excedentes y Recuperación. Si no consigue un empleo, vuelva a verme esta tarde. Pero no barraquee más. No sólo engendra crimen y vicio sino que corre el terrible peligro de encontrarse con un recluta de zombíes.

Y así fue cómo conseguí el empleo de aplastar automóviles totalmente nuevos. Pero sigo creyendo que no cometí un error de lógica al dedicarme en primer lugar en buscar empleo. Un hombre que tiene un buen saldo en el banco se encuentra como en su casa en todas partes: la policía le deja en paz.

También encontré una habitación decente, adecuada a mi presupuesto, en una parte del Oeste de Los Angeles que aún no había entrado en el Nuevo Plan. Creo que antes había servido de guardarropa.

No querría que nadie piense que no me gustaba el año 2000, comparado con 1970. Me gustaba, así como me gustó el 2001 cuando apareció unas dos semanas después de que me hubieran despertado. A pesar de ciertos espasmos de añoranza casi insoportables, me pareció que el Gran Los Ángeles a la entrada del Tercer Milenio era sin duda el lugar más maravilloso que había visto en mi vida. Era agitado y limpio y muy estimulante, a pesar de que estuviera excesivamente lleno de gente… E incluso eso era algo con lo que se estaban enfrentando a escala gigantesca. Las nuevas partes de la ciudad correspondientes al Nuevo Plan eran como para alegrar el corazón de cualquier ingeniero. Si el gobierno de la ciudad hubiese tenido autoridad soberana para impedir la inmigración durante diez años, hubiesen conseguido vencer el problema de la vivienda. Pero como carecían de tal autoridad, tenían que hacer lo que mejor podían con los enjambres que venían a través de las Sierras —y lo que mejor podían era especular más allá de lo imaginable, e incluso los fracasos eran colosales.

Valía la pena dormir treinta años solamente para despertar en un tiempo donde no existía el resfriado común, y a nadie le goteaba la nariz. Para mi eso era más importante que la colonia experimental en Venus.

Dos cosas fueron las que más me importaron, una de ellas grande y la otra pequeña. La grande era, naturalmente, la Grave-Cero. Allá en 1970 ya me había enterado de las investigaciones sobre gravedad del Babson Institute, pero no había creído que condujeran a nada, como en efecto ocurrió; la teoría básica del campo fue desarrollada en la Universidad de Edimburgo. Pero en la escuela me habían enseñado que la gravitación era algo sobre lo cual nadie podía hacer nada, puesto que era inherente a la estructura misma del espacio.

De modo que lo que hicieron fue, naturalmente, alterar la estructura del espacio. Desde luego que solamente de una manera local y transitoria, pero eso era lo único que se necesitaba para desplazar un objeto pesado. Debe siempre permanecer en relación de campo con la Madre Tierra, de modo que no sirve para naves especiales

—por lo menos en 2001—; ya he dejado de hacer profecías. Me enteré que para levantar algo seguía siendo necesario consumir potencia a fin de superar el potencial gravitatorio, y al revés, para hacer descender algo era necesario disponer de un acumulador de potencia para almacenar todos aquellos kilográmetros, pues de lo contrario algo haría ¡Fffff… ¡pam! Pero para transportar algo horizontalmente, por ejemplo de San Francisco al Gran Los Angeles, bastaba con levantarlo, luego hacerlo flotar, sin ninguna energía, como un patinador sobre el hielo.

¡Magnífico!

Intenté estudiar la teoría de aquello, pero sus matemáticas empiezan donde el cálculo de tensores termina: no es cosa para mi. Un ingeniero no acostumbra a ser físico matemático, y no tiene necesidad de serlo; tiene sencillamente que aprender la esencia de una cosa para saber qué es lo que podrá hacer en la práctica —tiene que saber los parámetros de trabajo—. Eso podía aprenderlo yo.

La «cosa pequeña» que he mencionado eran los cambios en el estilo de los vestidos de las chicas que los materiales Juntafuerte hicieron posibles. No me asombró ver la piel y nada más en las playas; era algo que se veía venir en 1970. Pero las cosas extrañas que las damas eran capaces de hacer con Juntafuertes me dejaban boquiabierto.

Mi abuelo había nacido en 1890 y supongo que algunas de las cosas que podían verse en 1970 le hubiesen afectado de la misma manera.

Pero aquel nuevo mundo rápido me gustaba y me hubiese sentido feliz en él si no me hubiese hallado tan solitario la mayor parte del tiempo. Me encontraba desplazado. Había ocasiones (generalmente en medio de la noche) en que lo hubiese cambiado todo por un apaleado gato, o por la posibilidad de pasar una tarde llevando a la pequeña Ricky al Zoo… o por la compañía que Miles y yo habíamos compartido cuando todo lo que teníamos era trabajo y esperanzas.

Era todavía a principios de 2001 y no me había puesto aún ni a medias al corriente, cuando comencé a sentirme impaciente por dejar mi seguro empleo y volver a mi tablero de dibujo. Había tantas cosas que eran posibles con el arte actual y que habían sido imposibles en 1970; quería empezar a trabajar y diseñar una docena de ellas.

Por ejemplo, había supuesto que ya habría secretarios automáticos; me refiero a una máquina a la que se pudiera dictar una carta comercial y que la escribiese con ortografía, puntuación y formato perfectos, sin que interviniese en ella una sola persona. Pero no los había. Era cierto que alguien había inventado una máquina que podía escribir, pero solamente era adecuada para un idioma fonético como el Esperanto, y no servia de nada con un idioma como el inglés que no lo es.

La gente no está dispuesta a abandonar lo que el inglés tiene de ilógico para satisfacer la conveniencia de un inventor. Mahoma tiene que ir a la montaña.

Puesto que una estudiante de bachillerato puede arreglárselas con la absurda ortografía del inglés, y generalmente escribe la palabra exacta, ¿no habría manera de enseñárselo a hacer a una máquina?

«Imposible» era la respuesta corriente. Se creía que eran necesarios un discernimiento y una comprensión humanas.

Pero un invento es precisamente algo «imposible» hasta el momento de la invención, es por eso que los gobiernos conceden patentes.

Dados los tubos de memoria y con la miniaturización ahora posible, había tenido razón sobre la importancia del oro como material para ingeniería, con esas dos cosas debería ser fácil comprimir unos cien mil sonidos en unos decímetros cúbicos… En otras palabras, ordenar por su sonido todas las palabras del Diccionario de Webster. Pero eso no sería necesario: con diez mil palabras habría bastante. No haría ninguna falta incluir palabras muy complicadas que se podrían dictar por letras cuando fuese necesario. De modo que disponemos la máquina a fin de que pueda admitir esos dictados. Aplicamos el código de sonido a la puntuación… así como para varios formatos diferentes…y para buscar direcciones en un fichero… y para el número de copias… y dejamos por lo menos mil códigos en blanco para el vocabulario especial utilizado en un negocio o profesión determinados; de tal manera que el mismo cliente pueda incluir esas palabras, es decir, dictar de una vez por todas hasta las más complicadas palabras.

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