Robert Heinlein - Puerta al verano

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En el avanzado planeta Tierra ya no es necesario matar a un enemigo para deshacerse de él. Sólo hace falta un “largo sueño”, un proceso que le mantiene congelado el tiempo preciso: un mes, un año, un siglo...
Ésta es la historia de una víctima del “largo sueño”, un hombre que despierta en el futuro, pero que, sin embargo, descubrirá que es posible volver al pasado para cumplir su venganza.
Una extraordinaria novela sobre el tema del viaje en el tiempo escrita por uno de los autores más galardonados de todos los tiempos, ganador de cuatro permios Hugo.

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—Nada de limosnas, señor Doughty. De todos modos se lo agradezco.

—No se trata de limosnas, señor Davis. Se trata de un préstamo. Un préstamo personal, podríamos decir. Y créame que nuestras pérdidas en tales préstamos han sido despreciables… y no queremos que salga usted de aquí con los bolsillos vacíos…

Volví a pensarlo. No tenía ni tan sólo lo suficiente para un corte de cabello. Por otra parte, pedir prestado dinero es algo así como tratar de nadar con un ladrillo en cada mano… y un pequeño préstamo es más difícil de devolver que un millón.

Señor Doughty —dije lentamente—. El señor Albrecht me dijo que tenía derecho a cuatro días más de mantenimiento aquí.

—Creo que es cierto, tendría que consultar su ficha. A pesar de que de todos modos no echamos a la gente aunque haya expirado su contrato, si no están preparados.

—Me lo figuro. Pero, dígame ¿qué precio tiene la habitación que ocupaba, como habitación de hospital y pensión?

—¿Cómo? Nuestras habitaciones no se alquilan de esa forma. No somos un hospital; no hacemos sino mantener una enfermería para la recuperación de nuestros clientes.

—Sin duda. Pero lo debe tener usted calculado, aunque no sea más que por razones de contabilidad.

—Mmm… pues si y no. No hacemos nuestros cálculos a base de eso. Hay que tener en cuenta la depreciación, los gastos generales, mantenimiento, reservas, cocina de régimen, personal y demás. Me figuro que seria posible hacer una estimación.

—No se preocupe. ¿A cuánto ascendería una habitación y pensión semejantes en un hospital?

—Es algo un poco fuera de mi ocupación… pero, en fin, me figuro que podríamos decir que alrededor de unos cien dólares por día.

—Me quedaban cuatro días. ¿Quiere usted prestarme cuatrocientos dólares?

No respondió, sino que habló en un código numérico a su asistente mecánico. Luego, ocho billetes de cincuenta dólares pasaron a mi mano.

—Gracias —dije sinceramente mientras me los embolsaba—. Haré todo lo que pueda para que eso no se quede en los libros demasiado tiempo. ¿Al seis por ciento? ¿O está escaso el dinero?

El señor Doughty meneó la cabeza:

—No se trata de un préstamo. En vista de la forma en que lo planteó usted, lo he cargado al tiempo que no ha utilizado.

—¿Cómo? Mire, señor Doughty, no tuve la intención de forzarle. Naturalmente, voy a…

—Por favor. Cuando usted dijo a mi asistente que le entregase esa cantidad le ordené la cargase en cuenta. ¿Quiere usted que nuestros censores de cuentas tengan dolores de cabeza por unos miserables cuatrocientos dólares? Estaba dispuesto a prestarle mucho más.

—Bueno; no puedo discutirlo ahora. Dígame, señor Doughty ¿cuánto dinero representa eso? ¿Cuál es el nivel actual de precios?

—Pues… es una pregunta muy compleja.

—Déme una idea. ¿Qué cuesta comer?

—La comida es bastante razonable. Por diez dólares se puede conseguir un almuerzo muy satisfactorio… si procura elegir restaurantes de precios moderados.

Le di las gracias y salí de allí realmente confortado. El señor Doughty me rercordaba a un pagador del Ejército. Hay dos clases distintas de pagadores: una te enseña el lugar donde el libro dice que no puedes cobrar lo que te corresponde; la otra rebusca en el libro hasta que encuentra un párrafo que te concede lo que necesitas aunque no te corresponda.

Dougthy pertenecía a la segunda clase.

El santuario estaba frente a Los Caminos de Wilshire. Delante había unos bancos y unos macizos de arbustos y flores. Me senté en uno de los bancos para reflexionar y decidir si iba hacia el este o hacia el oeste. Doughty había aparentado indiferencia pero la verdad es que estaba bastante quebrantado, a pesar de que en mis pantalones tenía para las comidas de una semana.

Pero el sol calentaba, y el zumbido de Los Caminos era agradable. Yo era joven (al menos biológicamente) y tenía un par de manos y mi cerebro. Me puse a silbar Hallelujah, Im a bum y abrí el Times por la página de «demandas de personal».

Resistí el impulso de examinar la de «Profesionales Ingenieros» y me dirigí directamente a la de «Varios».

Esa clasificación era muy breve; tanto que por poco no la encuentro.

6

Conseguí un empleo al segundo día, viernes, 15 de diciembre. Tuve también un pequeño choque con la ley y diversos líos con las nuevas modas de hacer las cosas, decirlas y reaccionar ante ellas. Descubrí que la «reorientación» mediante un libro es algo así como leer sobre sexo: no es lo mismo

Me figuro que habría tenido menos dificultades si me hubiesen depositado en Omsk, en Santiago o en Yakarta. Cuando se va a una ciudad desconocida de un país desconocido ya se sabe que las costumbres van a ser diferentes, pero en el Gran Los Ángeles confiaba en que las cosas no hubiesen cambiado, a pesar de que podía ver que sí habían cambiado. Claro está que treinta años no son nada; todo el mundo puede encajar ese cambio, y mucho más en el curso de una vida. Pero tenerlo que encajar de golpe, es diferente.

Así, por ejemplo, una palabra que utilicé con toda inocencia. Una dama que estaba presente se ofendió, y solamente el hecho de que yo era un durmiente —cosa que me apresuré a explicar— evitó que su marido me largase una bofetada. No voy a utilizar aquí la palabra en cuestión… aunque si: voy a usarla, ¿por qué no? La utilizo para explicar algo. Podéis tener la seguridad de que la palabra tenía un uso discreto cuando yo era niño, y nadie la escribía con tiza por las paredes cuando yo era muchacho.

La palabra era «manía»

Había otras palabras, que todavía no utilizo correctamente a no ser que me detenga a pensarlo. No son palabras tabú precisamente, sino palabras que han cambiado de sentido. Así, por ejemplo, «huésped», cuyo significado entonces no tenía nada que ver con el coeficiente' de natalidad.

Pero me las arreglé. El empleo que encontré consistía en aplastar nuevas limusinas terrestres para poder enviarlas a Pittsburgh como chatarra. Cadillacs, Chryslers, Eisenhowers, Lincolhs… toda clase de grandes y potentes vehículos que no habían recorrido ni un solo kilómetro. Los conducía hasta las fauces y luego crac, crac, crac: chatarra para los altos hornos.

Al principio me molestaba hacerlo, ya que tenía que acudir al trabajo por Los Caminos y ni siquiera disponía de un saltagravedad. Dije lo que me parecía, y por poco pierdo mi empleo… hasta que el encargado recordó que era un durmiente y que realmente no lo comprendía.

—Se trata de una cuestión de sencilla economía, hijo mío. Son vehículos excedentes que el gobierno ha aceptado en garantía a cambio de préstamos para mantener los precios. Ahora tienen dos años y ya nunca podrán ser vendidos… De modo que el gobierno los desguaza y los vende como chatarra a la industria del acero. No es posible hacer funcionar un alto horno solamente con mineral de hierro; también es necesario tener chatarra. Eso debes saberlo aunque seas un durmiente. En realidad, con la actual escasez de mineral de buena calidad, la demanda de chatarra es cada día mayor. La industria del acero necesita estos coches.

—Pero ¿para qué construirlos, si no pueden ser vendidos? Parece una pérdida inútil.

—Solamente lo parece. ¿Quieres que la gente se quede sin empleo? ¿Quieres que descienda el nivel de vida?

—¿Y por qué no los envían al extranjero? Me parece a mí que SE podría obtener más por ellos en el mercado libre extranjero que como chatarra.

—¿Y arruinar el mercado de exportación? Además, si comenzásemos el dumping de automóviles en el extranjero Pospondríamos a malas con todo el mundo: con Japón, Francia, Alemania, Asía Grande… Con todo el mundo. ¿Qué te propones? ¿Armar una guerra? —Suspiró, y prosiguió en un tono paternal—: Ve a la Biblioteca pública y saca algunos libros. No tienes derecho a opina sobre estas cosas hasta que sepas algo de ellas.

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