Orson Card - Ender el Xenócida

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Ender el Xenócida: краткое содержание, описание и аннотация

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Lusitania es único en la galaxia. Un planeta donde coexisten tres especies inteligentes: los cerdis, que evolucionaron en el mismo planeta; los humanos que llegaron como colonizadores; y la reina colmena y sus insectores, llevados por el joven Ender unos años atrás. El planeta ha sido condenado por el Consejo Estelar a causa de la descolada, el virus letal para los humanos e imprescindible para la biología de los cerdis. Jane, la inteligencia artificial aliada de Ender y nacida del nexo de ansibles que comunican la galaxia, ha salvado Lusitania interfiriendo con la Flota Estelar y creando un insondable misterio a escala galáctica. En el planeta Sendero, con una cultura derivada de la antigua China, la niña Qing-jao tiene el encargo de descubrir la causa de la desaparición de la flota estelar. Su prodigiosa inteligencia le ha de permitir lograrlo, y ello pone en peligro la existencia de Jane y la supervivencia de las tres especies inteligentes conocidas. La intervención de Ender se hace de nuevo imprescindible.
Nominado a los Premios Hugo y Locus, 1992.

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—Ender-dijo—, ¿qué ha pasado allá abajo?

—Fue mejor de lo que esperaba-contestó Ender.

—¿El qué?

—El enlace entre nosotros.

—¿Lo esperabas?

—Lo quería. —Ender se sentó en lo alto del coche, dejando que sus pies colgaran sobre la alta hierba—. Estuvo apasionada, ¿eh?

—¿Ah, sí? No tengo datos para comparar.

—A veces es muy intelectual. Hablar con ella es como hacer cálculos matemáticos superiores. Esta vez fue como un niño. Por supuesto, nunca la había visitado mientras ponía huevos de reina. Creo que tal vez nos ha dicho más de lo que pretendía.

—¿Quieres decir que su promesa no era en serio?

—No, Val, no, ella siempre cumple sus promesas. No sabe mentir.

—Entonces, ¿a qué te referías?

—Estaba hablando del enlace que compartimos. Cómo intentaron domarme. Fue interesante, ¿no? Ella se enfureció durante un momento, cuando pensó que tú podrías haber sido el enlace que necesitaban. Incluso podrían haberme usado para comunicarse con los gobiernos humanos. Podrían haber compartido la galaxia con nosotros. Perdieron una gran oportunidad.

—Habrías sido como un insector. Un esclavo para ellos.

—Cierto. No me habría gustado. Pero todas las vidas que podrían haberse salvado…, yo era soldado, ¿no? Si un soldado, con su muerte, puede salvar las vidas de millones…

—Pero no podía funcionar. Tienes una voluntad independiente —objetó Valentine.

—Cierto. O, al menos, es más independiente de lo que la reina colmena puede manejar. Tú también. Es reconfortante, ¿no?

—Ahora mismo no me siento nada reconfortada. Estuviste dentro de mi cabeza allá abajo. Y también la reina colmena. Me siento tan violada…

Ender pareció sorprendido.

Yo nunca me siento así.

—Bueno, no es sólo eso —masculló Valentine—. Fue también abrumador. Y aterrador. Es tan… grande dentro de mi cabeza. Como si intentara contener a alguien mayor que yo.

—Ya veo —asintió Ender. Se volvió hacia Plikt—. ¿También fue así para ti?

Por primera vez, Valentine advirtió cómo miraba Plikt a Ender, con ojos llenos y temblorosos. Pero Plikt no respondió.

—Fue toda una experiencia, ¿eh? —dijo Ender.

Se echó a reír y se volvió hacia Miro.

¿Acaso no se daba cuenta? Plikt ya había estado obsesionada con Ender. Ahora, tenerlo dentro de su cabeza, tal vez fuera demasiado para ella. La reina colmena habló de domar a obreras díscolas. ¿Era posible que Plikt hubiera sido domada por Ender? ¿Era posible que hubiera perdido su alma dentro de él?

«Absurdo. Imposible. Espero por Dios que no sea así.»

—Vamos, Miro —dijo Ender.

Miro permitió que Ender lo ayudara a levantarse. Luego subieron al coche y regresaron a Milagro.

Miro les había dicho que no quería ir a misa. Ender y Novinha fueron sin él. Pero en cuanto se marcharon, le resultó imposible permanecer en la casa. Lo dominaba la constante sensación de que había alguien fuera de su radio de visión. En las sombras, una figura pequeña lo observaba. Envuelto en una lisa armadura, con sólo dos dedos como garras en sus flexibles brazos, brazos que podían ser arrancados de un bocado y arrojados como madera frágil. La visita del día anterior a la reina colmena le había molestado más de lo que había soñado posible.

«Soy xenólogo —se recordó—. He dedicado mi vida al estudio de los alienígenas. Estuve presente cuando Ender despedazó el cuerpo mamaloide de Humano y ni siquiera parpadeé, porque soy un científico desapasionado. A veces tal vez me identifico demasiado con mis sujetos. Pero no sufro pesadillas con ellos. No empiezo a verlos en las sombras.»

Sin embargo, aquí estaba, ante la puerta de la casa de su madre, porque en los campos de hierba, bajo el brillante sol de la mañana de domingo, no había sombras donde un insector pudiera aguardar al acecho.

«¿Soy el único que se siente de esta forma? La reina colmena no es un insecto. Su pueblo y ella tienen sangre caliente, igual que los pequeninos. Respiran, sudan como mamíferos. Puede que lleven consigo los ecos estructurales de su enlace evolutivo con los insectos, al igual que nosotros guardamos un parecido con los lemures, las musarañas y las ratas; pero ellos crearon una civilización brillante y hermosa. O al menos oscura y hermosa. Debería verlos como los ve Ender, con respetó, con admiración, con afecto. Y sólo conseguí soportarlos a duras penas. No cabe ninguna duda de que la reina colmena es raman, capaz de comprendernos y tolerarnos. La cuestión es si yo soy capaz de comprenderla y tolerarla a ella. Y no seré el único. Ender acertó al ocultar la existencia de la reina colmena a la mayor parte de la gente de Lusitania. Si vieran lo que yo vi, o entrevieran siquiera a un solo insector, el miedo se extendería, y el terror de cada uno alimentaría al de los demás, hasta…, hasta que sucediera algo. Algo malo. Algo monstruoso. Tal vez nosotros somos los varelse. Tal vez el xenocidio se fundamenta en la psique humana como no sucede en ninguna otra especie. Tal vez lo mejor que podría suceder para el bien moral del universo es que la descolada quedara libre, se extendiera por el universo humano y nos redujera a la nada. Tal vez la descolada es la respuesta de Dios a nuestra indignidad.»

Miro se encontró ante la puerta de la catedral. Estaba abierta al frío aire matinal. Todavía no habían llegado a la eucaristía. Entró y ocupó su sitio al fondo. No tenía ningún deseo de comulgar con Cristo aquel día. Simplemente, necesitaba ver a otras personas. Necesitaba estar rodeado de seres humanos. Se arrodilló, se persignó y se quedó allí, aferrado al banco que tenía delante, con la cabeza inclinada. Tendría que haber rezado, pero no había nada en el Pai Nosso para tratar con su miedo. ¿Danos hoy nuestro pan de cada día? ¿Perdona nuestras deudas? ¿Venga a nosotros tu reino así en la tierra como en el cielo? Eso sería maravilloso. El reino de Dios, donde el león podía convivir con el cordero.

Entonces llegó a su mente una imagen de la visión de san Esteban: Cristo sentado a la derecha de Dios. Pero a la izquierda había alguien más. La reina del cielo. No la Santa Virgen, sino la reina colmena, con baba blanquecina temblando en la punta de su abdomen. Miro apretó con fuerza el banco de madera que tenía delante. «Dios, aparta esta visión de mí. Atrás, Enemigo.»

Alguien llegó y se arrodilló junto a él. Miro no se atrevió a abrir los ojos. Prestó atención a algún sonido que declarara que su acompañante era humano. Pero el roce de la ropa podía ser igualmente el de las alas frotando un duro tórax.

Tuvo que obligarse a rechazar la imagen. Abrió los ojos. Con su visión periférica, pudo ver que su acompañante estaba arrodillado. Por la forma del brazo, por el color de la manga, supo que era una mujer.

—No puedes esconderte de mí eternamente —susurró ella.

La voz no era normal. Demasiado ronca. Una voz que había hablado cien mil veces desde la última vez que él la escuchó. Una voz que había arrullado a bebés, gemido en los embates del amor, gritado a los niños para que volvieran a casa, a casa. Un voz que antaño, cuando era joven, le había hablado de amor eterno.

—Miro, si hubiera podido tomar tu cruz sobre mí misma, lo habría hecho.

«¿Mi cruz? ¿Es eso lo que llevo conmigo, pesada e incómoda, aplastándome? Y yo que pensaba que era mi cuerpo.»

—No sé qué decirte, Miro. Me lamenté durante mucho tiempo. A veces pienso que todavía lo hago. Perderte…, me refiero a nuestra esperanza de futuro, fue mejor de lo que podía esperar. He tenido una buena familia, una buena vida, y tú también la tendrás. Pero perderte como mi amigo, como mi hermano, eso fue lo peor de todo. Me sentí abandonada. No sé si en realidad logré superarlo.

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