Orson Card - Ender el Xenócida

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Ender el Xenócida: краткое содержание, описание и аннотация

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Lusitania es único en la galaxia. Un planeta donde coexisten tres especies inteligentes: los cerdis, que evolucionaron en el mismo planeta; los humanos que llegaron como colonizadores; y la reina colmena y sus insectores, llevados por el joven Ender unos años atrás. El planeta ha sido condenado por el Consejo Estelar a causa de la descolada, el virus letal para los humanos e imprescindible para la biología de los cerdis. Jane, la inteligencia artificial aliada de Ender y nacida del nexo de ansibles que comunican la galaxia, ha salvado Lusitania interfiriendo con la Flota Estelar y creando un insondable misterio a escala galáctica. En el planeta Sendero, con una cultura derivada de la antigua China, la niña Qing-jao tiene el encargo de descubrir la causa de la desaparición de la flota estelar. Su prodigiosa inteligencia le ha de permitir lograrlo, y ello pone en peligro la existencia de Jane y la supervivencia de las tres especies inteligentes conocidas. La intervención de Ender se hace de nuevo imprescindible.
Nominado a los Premios Hugo y Locus, 1992.

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Pero para Wang-mu la agraciada no había sido inaccesible: le había hablado a Qing-jao, ¿no? Así que Qing-jao decidió decir de todas formas lo que anidaba en su corazón.

—Si Wang-mu, viviría alegremente el resto de mis días ciega si pudiera quedar libre de las voces de los dioses.

La boca de Wang-mu se abrió, llena de sorpresa. Sus ojos se ensancharon.

Había sido un error hablar. Qing-jao lo lamentó de inmediato.

—Estaba bromeando —dijo.

—No —replicó Wang-mu—. Ahora estás mintiendo. Antes decías la verdad. —Se acercó, chapoteando descuidadamente por entre los arrozales—. Toda la vida he visto llevar a los agraciados al templo en sus palanquines, con sus brillantes sedas y toda la gente inclinándose a su paso, todos los ordenadores abiertos a ellos. Cuando hablan, su lenguaje suena a música. ¿Quién no querría ser uno de ellos?

Qing-jao no podía hablar abiertamente, no podía decir: «Todos los días los dioses me humillan y me hacen ejecutar tareas estúpidas y sin sentido para purificarme, y al día siguiente vuelven a empezar».

—No me creerás, Wang-mu, pero esta vida, aquí en los campos, es mejor.

—¡No! —exclamó Wang-mu—. Te lo han enseñado todo. ¡Sabes todo lo que hay que saber! Puedes hablar muchos idiomas, sabes leer todo tipo de palabras, puedes pensar pensamientos que están tan por encima de los míos como están mis pensamientos por encima de los pensamientos de un caracol.

—Hablas muy bien —dijo Qing-jao—. Tienes que haber ido al colegio.

—¡Colegio! —desdeñó Wang-mu—. ¿Qué es el colegio para niños como yo? Aprendimos a leer, pero sólo lo suficiente para entender las oraciones y los carteles de las calles. Aprendimos nuestros números, pero sólo lo suficiente para hacer la compra. Memorizamos dichos de los sabios, pero sólo los que nos enseñaron para que nos contentáramos con nuestro lugar en la vida y obedeciéramos a aquellos que son más sabios que nosotros.

Qing-jao no sabía que los colegios podían ser así. Pensaba que los niños aprendían las mismas cosas que ella había aprendido de sus tutores. Pero comprendió de inmediato que Si Wang-mu debía de estar diciendo la verdad: un maestro con treinta estudiantes no podía enseñar todas las cosas que Qing-jao había aprendido como única estudiante de muchos maestros.

—Mis padres son muy humildes —repitió Wang-mu—. ¿Por qué iban a perder el tiempo enseñándome más de lo que una sirviente necesita saber? Porque ésa es mi mayor esperanza en la vida, ser muy limpia y convertirme en sirviente en la casa de un hombre rico. Tuvieron mucho cuidado de enseñarme a limpiar un suelo.

Qing-jao pensó en las horas que había pasado en los suelos de su casa, siguiendo las vetas en la madera de pared a pared. Nunca se le había ocurrido pensar cuánto trabajo era para los sirvientes mantener los suelos tan limpios y pulidos para que las túnicas de Qing-jao nunca se ensuciaran visiblemente, a pesar de lo mucho que se arrastraba.

—Sé algo de suelos-dijo.

—Sabes algo de todo —replicó Wang-mu amargamente—. Así que no me digas lo duro que es ser agraciada. Los dioses nunca me han dirigido un pensamiento, y te digo que eso es mucho peor.

—¿Por qué no tuviste miedo de hablarme?

—He decidido no tener miedo de nada —dijo Wang-mu—. ¿Qué podrías hacerme que sea peor de lo que ya es mi vida?

«Podría hacer que te lavaras las manos hasta que sangraran todos los días de tu vida.»

Pero entonces algo se agitó en la mente de Qing-jao, y vio que la muchacha podría considerar que eso no era peor. Tal vez Wang-mu se lavaría alegremente las manos hasta que no quedara más que un amasijo sangrante de piel despellejada en los muñones de sus muñecas, con tal de aprender todo lo que ella sabía. Qing-jao se sentía oprimida por la imposibilidad de la tarea que su padre le había encomendado, aunque era una tarea que, tuviera éxito o fracasara, cambiaría la historia. Wang-mu consumiría toda su vida y nunca emprendería una sola tarea que no necesitara volver a ser hecha al día siguiente; toda la vida de Wang-mu se agotaría realizando trabajos que sólo serían advertidos o comentados si los hacía mal. ¿No era el trabajo de un sirviente casi tan carente de fruto, en el fondo, como los rituales de purificación?

—La vida de un sirviente debe de ser dura —comentó Qing-jao—. Me alegro por tu bien de que no hayas sido contratada todavía.

—Mis padres albergan la esperanza de que sea hermosa cuando me convierta en una mujer. Entonces conseguirán mejores condiciones en el contrato para ponerme a servir. Tal vez el mayordomo de un hombre rico me quiera como esposa; tal vez una dama rica me quiera como doncella secreta.

—Ya eres hermosa-aseguró Qing-jao.

Wang-mu se encogió de hombros.

—Mi amiga Fan-liu está sirviendo, y dice que las feas trabajan más, pero los hombres de la casa las dejan en paz. Las feas son libres de tener sus propios pensamientos. No tienen que decir cosas bonitas a sus señoras.

Qing-jao pensó en las sirvientas de la casa de su padre. Sabía que Han Fei-tzu nunca molestaría a ninguna de ellas. Y nadie tenía que decirle cosas bonitas a ella.

—En mi casa es diferente —declaró.

—Pero yo no sirvo en tu casa —contestó Wang-mu.

Entonces, de repente, toda la escena se aclaró. Wang-mu no le había hablado por impulso. Lo había hecho con la esperanza de que le ofreciera un lugar como sirviente en la casa de una dama agraciada por los dioses. Por lo que sabía, el chismorreo en la ciudad trataba de la joven dama agraciada Han Qing-jao, que había terminado su formación con sus tutores y se había embarcado en su primera tarea adulta, y que no tenía aún marido ni doncella secreta. Si Wang-mu se había abierto paso en la misma cuadrilla de la labor virtuosa que Qing-jao para mantener precisamente esta conversación. Durante un momento, Qing-jao se enfureció. Luego pensó: «¿Por qué no podría hacer exactamente lo que ha hecho? Lo peor que podría pasarle es que yo adivinara lo que hacía, me enfadara y no la contratara. Entonces no estaría peor que antes. Y si no me diera cuenta de sus intenciones y me cayera bien y la contratara, sería la doncella secreta de una dama agraciada por los dioses. Si yo estuviera en su lugar, ¿no haría lo mismo?».

—¿Crees que puedes engañarme? —preguntó—. ¿Crees que no sé que quieres que te contrate como sirvienta?

Wang-mu pareció aturdida, enfadada, temerosa. Sin embargo, prudentemente, no dijo nada.

—¿Por qué no me respondes con ira? —se extrañó Qing-jao—. ¿Por qué no niegas que me has hablado solamente para que te contrate?

—Porque es cierto —contestó Wang-mu—. Te dejo tranquila ahora.

Eso era lo que Qing-jao esperaba oír, una respuesta sincera. No tenía ninguna intención de dejar ir a Wang-mu.

—¿Cuánto de lo que me has dicho es verdad? ¿Quieres una buena educación? ¿Quieres hacer algo mejor en tu vida que servir?

—Todo —respondió Wang-mu, y había pasión en su voz—. Pero ¿qué te importa a ti? Soportas la terrible carga de la voz de los dioses.

Wang-mu pronunció su última frase con un sarcasmo tan desdeñoso que Qing-jao casi se rió en voz alta, pero se contuvo. No había ningún motivo para hacer que la muchacha se enfadara más de lo que ya lo estaba.

—Si Wang-mu, hija-del-corazón de la Real Madre del Oeste, te contrataré como mi doncella secreta, pero sólo si estás de acuerdo con las siguientes condiciones. Primero, me dejarás ser tu maestra y estudiarás todas las lecciones que te asigne. Segundo, siempre me hablarás como a una igual y nunca te inclinarás ante mí ni me llamarás «sagrada». Y tercero…

—¿Cómo podría hacer eso? —dijo Wang-mu—. Si no te trato con respeto, los demás dirán que soy indigna. Me castigarán cuando no estés mirando. Las dos caeremos en desgracia.

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