Orson Card - Ender el Xenócida

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Ender el Xenócida: краткое содержание, описание и аннотация

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Lusitania es único en la galaxia. Un planeta donde coexisten tres especies inteligentes: los cerdis, que evolucionaron en el mismo planeta; los humanos que llegaron como colonizadores; y la reina colmena y sus insectores, llevados por el joven Ender unos años atrás. El planeta ha sido condenado por el Consejo Estelar a causa de la descolada, el virus letal para los humanos e imprescindible para la biología de los cerdis. Jane, la inteligencia artificial aliada de Ender y nacida del nexo de ansibles que comunican la galaxia, ha salvado Lusitania interfiriendo con la Flota Estelar y creando un insondable misterio a escala galáctica. En el planeta Sendero, con una cultura derivada de la antigua China, la niña Qing-jao tiene el encargo de descubrir la causa de la desaparición de la flota estelar. Su prodigiosa inteligencia le ha de permitir lograrlo, y ello pone en peligro la existencia de Jane y la supervivencia de las tres especies inteligentes conocidas. La intervención de Ender se hace de nuevo imprescindible.
Nominado a los Premios Hugo y Locus, 1992.

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Por lo que podían determinar, todas las naves habían roto las comunicaciones ansibles casi en el mismo momento exacto. Podría haber una diferencia de segundos, quizás incluso de minutos, pero en cualquier caso no llegaron a cinco, ni hubo una abertura suficientemente amplia para que nadie a bordo de una nave hiciera ninguna observación de la desaparición de otra.

El resumen era elegante en su simpleza. No quedaba nada. La evidencia era tan completa como podría llegar a serlo jamás, y hacía inconcebible cualquier explicación imaginable.

«¿Por qué me ha hecho esto mi padre?», se preguntó, y no por primera vez.

Inmediatamente (como de costumbre), se sintió sucia por formular esa pregunta, por dudar de la perfecta corrección de su padre en todas las decisiones. Necesitaba lavarse, sólo un poco, para anular la impureza de su duda.

Pero no se lavó. En cambio, dejó que la voz de los dioses se hinchara en su interior, que su orden se volviera más urgente. Esta vez no resistía por un virtuoso deseo de volverse más disciplinada. Esta vez intentaba deliberadamente atraer la máxima atención posible de los dioses. Sólo cuando jadeaba ya con la necesidad de lavarse, sólo cuando se estremecía ante el contacto más casual con su propia carne (una mano que rozara una rodilla), sólo entonces dio voz a su pregunta.

—Vosotros lo hicisteis, ¿verdad? —interrogó a los dioses—. Lo que ningún ser humano pudo hacer, debisteis hacerlo vosotros. Extendisteis la mano y acabasteis con la Flota Lusitania.

La respuesta vino, no en palabras, sino en la necesidad cada vez mayor de purificarse.

—Pero el Congreso y el almirantazgo no pertenecen al Sendero. No pueden imaginar la puerta dorada de la Ciudad de la Montaña de Jade del Oeste. Si mi padre les dice: «Los dioses robaron vuestra flota para castigaros por vuestra maldad», sólo lo despreciarán. Si lo desprecian a él, a nuestro mayor estadista vivo, nos despreciarán también a nosotros. Y si Sendero es deshonrado a causa de mi padre, eso lo destruirá. ¿Por eso lo hicisteis?

Empezó a llorar.

—No os dejaré destruir a mi padre. Encontraré otro medio. Encontraré una respuesta que los complazca. ¡Os desafío!

En cuanto pronunció las palabras, los dioses le enviaron la más abrumadora sensación de su propia abominable suciedad que había experimentado jamás. Fue tan intensa que se quedó sin respiración, y cayó hacia delante, agarrándose al terminal. Intentó hablar, suplicar perdón, pero sólo logró farfullar, mientras deglutía con fuerza para no vomitar. Sentía como si sus manos estuvieran esparciendo limo sobre todo lo que tocaba; mientras luchaba por ponerse en pie, la túnica se le pegó a la piel como si estuviera cubierta de densa grasa negra.

Pero no se lavó. Ni cayó al suelo para seguir líneas en las vetas de la madera. En cambio, avanzó tambaleándose hacia la puerta, con la intención de bajar a la habitación de su padre.

La puerta se lo impidió. No físicamente (se abrió tan fácilmente como siempre), pero no fue capaz de franquearla. Había oído hablar de estas cosas, cómo los dioses capturaban a sus siervos desobedientes en las puertas, pero a ella nunca le había sucedido. No podía comprender cómo estaba retenida. Su cuerpo era libre de moverse. No había ninguna barrera. Sin embargo, sentía una amenaza tan asfixiante ante la idea de atravesar la puerta que comprendió que no podría hacerlo, que los dioses requerían algún tipo de penitencia, algún tipo de purificación o nunca la dejarían salir de la habitación. No era seguir las vetas de la madera, ni lavarse las manos. ¿Qué exigían los dioses?

Entonces, de repente, supo por qué los dioses no la dejaban atravesar la puerta. Era el juramento que su padre le había requerido por el bien de su madre. El juramento de que siempre serviría a los dioses, sin importar lo que sucediera. Y aquí había estado al borde del desafío. «¡Madre, perdóname! No desafiaré a los dioses. Pero debo ir a mi padre y explicarle la terrible situación en la que nos han colocado los dioses. ¡Madre, ayúdame a atravesar esta puerta!» Como en respuesta a su súplica, se le ocurrió cómo podría atravesarla. Sólo tenía que fijar la mirada en un punto en el aire justo ante la esquina superior derecha de la puerta, y sin apartar la mirada de ese punto, atravesar de espaldas la puerta con el pie derecho, sacar la mano izquierda, luego girar hacia la izquierda, arrastrar hacia atrás la pierna izquierda hasta atravesar la puerta, luego avanzar el brazo derecho. Fue complicado y difícil, como un baile, pero moviéndose lentamente, con mucho cuidado, logró hacerlo. La puerta la liberó. Y aunque todavía sentía la presión de su propia suciedad, parte de la intensidad se había difuminado. Era soportable. Podía respirar sin jadear, hablar sin tartamudeos.

Bajó las escaleras y llamó al timbre ante la puerta de su padre.

—¿Es mi hija, mi Gloriosamente Brillante? —preguntó el padre.

—Sí, noble señor-dijo Qing-jao.

—Estoy dispuesto a recibirte.

Abrió la puerta de su padre y entró en la habitación; esta vez no hizo falta ningún ritual. Se dirigió al lugar donde estaba sentado ante su terminal y se arrodilló ante él en el suelo.

—He examinado a tu Si Wang-mu, y creo que tu primer contrato ha sido digno —dijo su padre.

Las palabras tardaron un momento en adquirir significado. ¿Si Wang-mu? ¿Por qué le hablaba su padre de una antigua diosa? Alzó la cabeza, sorprendida, y entonces miró hacia donde su padre estaba mirando: a una joven criada con una limpia túnica gris, arrodillada humildemente, mirando al suelo. Tardó un instante en recordar a la niña del arrozal, en recordar que iba a ser su doncella secreta. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Sólo habían transcurrido unas pocas horas desde que la dejó. Sin embargo, en ese tiempo, Qing-jao había luchado contra los dioses, y si no había vencido, al menos no había resultado derrotada. ¿Qué era el contrato de una sirvienta comparada con una batalla con los dioses?

—Wang-mu es impertinente y ambiciosa —continuó su padre—, pero también es honesta y mucho más inteligente de lo que podrías suponer. Supongo por su mente brillante y su clara ambición que las dos pretendéis que sea tu alumna además de tu doncella secreta.

Wang-mu jadeó, y cuando Qing-jao la miró, vio lo aterrada que parecía la muchacha. «Oh, sí, debe de creer que yo sospecho que le ha contado a mi padre nuestro plan secreto.»

—No te preocupes, Wang-mu —intervino Qing-jao—. Mi padre casi siempre adivina los secretos. Sé que no se lo has dicho.

—Desearía que hubiera más secretos tan sencillos como éste —suspiró el padre—. Hija mía, alabo tu digna generosidad. Los dioses te honrarán por esto, como lo hago yo.

Las palabras de alabanza fueron como un ungüento para una herida punzante. Tal vez por eso su rebeldía no la había destruido, por eso algún dios se había apiadado de ella y le había mostrado cómo atravesar la puerta de su habitación. Porque había juzgado a Wang-mu con piedad y sabiduría, olvidando la impertinencia de la niña. La propia Qing-jao estaba siendo perdonada, al menos un poco, por su atrevimiento.

«Wang-mu no se arrepiente de su ambición —pensó Qing-jao—… Yo tampoco me arrepentiré de la decisión que he tomado. No debo permitir que mi padre sea destruido porque no puedo encontrar, o inventar, una explicación no divina a la desaparición de la Flota Lusitania. Sin embargo, ¿cómo puedo desafiar los designios de los dioses? Han escondido o destruido la flota. Las obras de los dioses deben ser reconocidas por sus obedientes siervos, aunque deban permanecer ocultas a los no creyentes de otros mundos.»

—Padre —dijo Qing-jao—, debo hablar contigo de mi tarea.

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