Parecía que la rama hubiera estado profundamente afirmada y se hubiera quebrado con la presión, moviéndose ligeramente de lugar. De todos modos, no existía la posibilidad de arrancarla entera; al Cazador la faltaban fuerzas y Bob se encontraba inmovilizado, en una posición muy incómoda.
El simbiota quería ahorrarle a su anfitrión sufrimientos inútiles. Y como creía en el poder de la ignorancia, comenzó a explicarle la situación:
—Es la primera vez que me siento verdaderamente apenado por no poder suprimir tu dolor sin dañar tu sistema nervioso o, mejor dicho, sin arriesgarme a dañarlo. Tendrás que aguantar el sufrimiento. Ahora voy a separar el tejido muscular que ha quedado adherido al tronco para que puedas sacar tú pierna de ahí. Yo te iré diciendo cuándo y con qué intensidad debes tirar.
Bob estaba pálido, a pesar de que el Cazador trataba de mantener su presión sanguínea a un nivel normal.
—Estoy dispuesto a afrontar el riesgo, si es necesario —dijo el joven.
—Sólo lo haré como último recurso —contestó el Cazador—. No tienes que afligirte; si bien mi acción no producirá una alteración permanente en tu sistema nervioso, podría causar una inmovilidad momentánea de la pierna. Y yo no estoy capacitado para sacar tu pierna de este pozo sin tu ayuda.
—Muy bien. Procede entonces.
El Cazador comenzó a trabajar colocando la mayor parte de su masa corporal alrededor del palo astillado, para evitar ulteriores desgarramientos de la carne de su anfitrión. Centímetro a centímetro, con los labios apretados por el dolor, Bob retiró su pierna. Cuando el Cazador le avisaba, hacía el mayor esfuerzo y descansaba luego, hasta que recibía un nuevo aviso. Demoró varios minutos, pero finalmente lograron lo que se proponían.
Hasta el mismo Bob se sintió sorprendido al ver que la pierna de su pantalón sólo tenía manchas de barro. Iba a enrollársela para ver la herida, pero el Cazador lo detuvo.
—Más tarde. Ahora debes recostarte y descansar algunos minutos. Ya sé que no sientes esa necesidad, pero sería conveniente que lo hicieras.
Bob comprendió que el simbiota sabía lo que decía y le hizo caso. En una situación semejante, un desmayo hubiera sido inevitable, pues ante una herida de esa magnitud la fuerza de voluntad no cuenta.
Gracias al simbiota, Bob no sufrió desvanecimiento alguno. Después de recostarse obedientemente, Bob dejó correr sus pensamientos.
Los acontecimientos se habían sucedido con demasiada rapidez. Pero cada vez le resultaba más claro que los sucesos ocurridos durante la última media hora coincidían con fidelidad extraordinaria con las hipótesis que él y el Cazador habían estado discutiendo, casi en broma, pocos momentos antes.
El Cazador, que había examinado cuidadosamente los huesos del infortunado Tip y la rama que produjera el accidente de Bob, consideraba que todos esos hechos eran meras coincidencias. Estaba tan seguro de que su presa no tenía nada que ver en ese asunto, que nunca se le hubiera ocurrido hacer referencia a ello. El pensamiento del joven, en cambio, comenzó a divergir con el del detective… lo cual resultó, más adelante, una verdadera suerte.
Un rato después de haberse recostado a descansar, Bob oyó que lo llamaban por su nombre. El joven quiso incorporarse pero estuvo a punto de desfallecer de dolor.
—¡Me olvidé que tenía que encontrarme con Norman! —exclamó—. Debe haberse cansado de esperar y ahora viene a nuestro encuentro.
Se puso de pie. Ningún médico le hubiera recomendado una actitud semejante y hasta el mismo Cazador formuló sus objeciones.
—No puedo evitarlo —dijo Bob—. Si descubren que renqueo me obligarán a quedarme en cama y entonces no podremos hacer nada. Trataré de disimular todo lo posible. Mientras tú estés conmigo no hay peligro de infección ¿verdad?
—¿No crees que te estás excediendo? Admito que es posible evitar un daño irreparable, pero…
—Nada de peros. Si alguien llega a enterarse, me mandarán a ver al doctor; y no habrá manera de convencerlo de que pude llegar a mi casa sin desangrarme. Tú has intervenido en tal medida que ya no podrás permanecer ignorando en caso de que me hicieran una revisión.
Bob comenzó a descender, renqueando, por la ladera. El Cazador lamentaba carecer de mayor ascendiente sobre su anfitrión.
Después pensó que no sería tan grave como se imaginaba al principio el hecho de que el doctor se enterara de su presencia; por el contrario, podrí ser una ayuda muy valiosa. Existían evidencias suficientes en ese momento como para probar a cualquier persona, aunque fuera mucho menos inteligente que el doctor Seever, que el Cazador no era un mero producto de la imaginación de Bob. Pero, desgraciadamente, ya era tarde para hablar de ello. Bob y Hay se encontraron.
—¿Dónde estuviste? —fué el saludo de Norman ¿Qué te pasó? Yo tomé mi bicicleta y me cansé de esperar frente a tu casa. ¿Te quedaste enganchado en las espinas, o qué?
—Me caí —replicó sinceramente Bob— y me lastimé la pierna. Tuve que esperar un rato ante de seguir.
—¡Oh! Ya veo… ¿Y ahora te sientes bien?
—Todavía no. Pero creo que puedo seguir andando. En todo caso, subiré en mi bicicleta. Vamos hasta mi casa a buscarla.
El encuentro tuvo lugar a poca distancia de la casa de los Kinnaird. Hay no se había animado adentrarse demasiado en la selva por temor de no encontrar a Bob. A pesar de su cojera, tardaron apenas uno o dos minutos para llegar a la casa. Un vez allí, Bob comprobó que podía andar perfectamente en bicicleta, montando por el costado izquierdo y pedaleando con la parte interior de su pie derecho, en vez de usar la punta.
Se dirigieron hacia el lugar de la construcción.
Durante el trayecto se divertían pensando en las dificultades que los otros habrían tenido para transportar el bote inundado entre el oleaje de la playa. Llegaron y en seguida comenzaron a seleccionar el material. Este abundaba y, mucho antes de la hora de cenar, habían colocado los objetos escogidos en varios escondites insospechados, para asegurarse de que nadie los usaría hasta que salieran del colegio al día siguiente. Los muchachos eran honestos… a su manera.
Pero sucedieron dos cosas que impidieron que Bob regresara allí después del colegio. El lunes por la mañana, al verlo renquear cuando bajaba las escaleras para tomar el desayuno, su padre lo interrogo. Bob repitió la historia que le contara a Hay. Pero el próximo pedido fué más embarazoso:
—Déjame ver la herida.
Bob levantó la pierna de su pantalón, dejando ver solamente la entrada de la herida. El aspecto no tan malo como podía esperarse, ya que el Cazador había colocado la piel desgarrada en su lugar y se mantuvo en su puesto durante toda la noche. Bob se sintió aliviado pues su padre no hizo mayores averiguaciones acerca de la profundidad de la herida, dando por sentado que al no existir coágulos de sangre ni infección evidente, el corte no podía ser profundo. Sin embargo, la tranquilidad le duró muy poco. El padre se alejó, mientras decía:
—Muy bien. Si sigues renqueando, la próxima vez que te vea tendrás que consultar al doctor Seever.
El respeto que el Cazador sentía por el señor Kinnaird se acrecentaba día a día.
Bob partió hacia el colegio muy preocupado. Era evidente que el músculo desgarrado de su pantorrilla lo obligaría a renquear durante varios días, no obstante la presencia del Cazador; además, su padre estaría, con toda seguridad, en el lugar de la construcción, esa tarde. Al salir del colegio se produjo una nueva causa de demora: uno de los profesores le pidió que se quedara un rato más para determinar su ubicación dentro de algunos grupos. Bob tuvo que explicar la situación a sus camaradas, a quienes vió partir en seguida en dirección al nuevo tanque; luego volvió al aula, disponiéndose para el examen. Este demoró cierto tiempo. Como sucede frecuentemente cuando un alumno pasa de una escuela a otra, la diferencia de programas lo hacía encontrarse muy adelantado en algunas materias, pero muy atrasado en otras. Bob pensaba, mientras tanto, que sus amigos ya habrían obtenido lo que necesitaban y estarían transportando la madera hasta el arroyo. Un vez terminado el examen, el profesor pudo elaborar un programa adecuado a su preparación escolar.
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