Las máquinas que se usaban para cortar la vegetación destinada a alimentar los tanques de cultivo no funcionaban durante la noche y sólo se oía el susurro de los insectos y de la brisa al pasar entre el ramaje. Había también unos pocos mosquitos y moscas de la arena, pero el Cazador pensaba que su anfitrión necesitaba dormir y espantaba a los insectos que se posaban sobre la piel del muchacho, con sus diminutos seudópodos. A pesar de la firme determinación de Bob de tomarse un breve descanso, cuando llegó su padre a buscarlo estaba profundamente dormido.
El señor Kinnaird se aproximó silenciosamente y miro al muchacho durante algunos minutos con una expresión indefinible. Finalmente, cuando comenzó a oírse el fuerte ruido de las máquinas mezcladoras, lo empujó levemente con el pie, pero como eso no diera resultado, se agachó y lo sacudió suavemente; Bob emitió un sonoro bostezo y abrió los ojos. Tardó un par de segundos en despertarse completamente y en seguida se incorporo.
—Gracias, papá. No pensé que fuera a quedarme dormido. ¿Es tarde? ¿Ya están volcando el cemento?
—Acaban de comenzar.
El señor Kinnaird no hizo ningún comentario acerca del hecho de que Bob hubiera sido vencido por el sueño; aunque tenía un solo hijo, conocía bastante la psicología de los jóvenes de su edad.
—Tengo que volver; creo que preferirás mirar desde arriba. Asegúrate de que haya alguien cerca por si llegaras a caerte —prosiguió el padre.
Bajaron juntos por la ladera, en silencio.
Cuando llegaron, el señor Kinnaird descendió hasta el lugar de su trabajo, mientras Bob permanecía junto a las máquinas. Ya estaban funcionando y todas las operaciones eran claramente visibles pues habían traído varias lámparas de refuerzo. Las máquinas recibían, por su parte superior, enormes cantidades de arena y cemento y también de agua que era traída desde una bomba montada al lado de la laguna. Un río compacto de concreto, de color gris blancuzco, se volcaba en chorros dentro de los encofrados, mientras el espectáculo era oscurecido gradualmente por una bruma polvorienta. Los hombres llevaban gafas protectoras, pero Bob, que no las tenía, comenzó a sentir molestia en los ojos. El Cazador se desvivía tratando de ayudarlo, pero su acción se hubiera limitado a formar una película protectora sobre la parte exterior del globo ocular lo cual podía obstaculizar la visión de ambos—, por eso prefirió que las glándulas lacrimales resolviera ese inconveniente.
Le agradó que su anfitrión se desplazara algunos metros, hacia la parte superior de la ladera, par escapar de esa nube de polvo. Generalmente Bo no se preocupaba mayormente por su seguridad y era necesario que los demás le ordenaran varias veces que se retirara de los lugares peligrosos.
Poco antes de la medianoche, cuando el trabajo estuvo casi terminado, el señor Kinnaird volvió buscar a Bob, quien se había quedado nuevamente dormido. Afortunadamente, Bob no tuvo necesidad de regresar en bicicleta a su casa.
El domingo por la mañana los jóvenes se reunieron tal como lo habían planeado. Llevaban comida para pasar el día fuera de sus casas. Ocultaron la bicicletas, como de costumbre, y el grupo se dirigió a pie hasta el arroyo para buscar el bote; todos, con excepción de Bob, se colocaron sus trajes de baño.
A Bob no le convenía aún exponerse a los rayos del sol. Bob y Malmstrom empuñaron los remos y fueron bordeando la costa, en dirección al noroeste. Se detuvieron un instante junto al tanque de Hay, y probaron el agua que ahora no tenía diferencia con el agua de mar. Luego enfilaron la pequeña embarcación por el espacio que quedaba entre el islote y el extremo norte de la playa. Se vieron obligados a descender al final del pasaje, ya que el oleaje era demasiado intenso como para permitirles remar; bajaron al agua, que en ese momento les llegaba a las rodillas, y remolcaron el bote durante la media milla que les faltaba para llegar a la entrada. Allí volvieron a embarcarse y comenzaron la exploración del arrecife.
En ese lugar, el banco estaba mucho más cerca de la isla que en la sección norte y la laguna que formaba no llegaba a tener más que unos pocos centenares de metros de ancho y media milla de largo. Había pocos islotes y el arrecife estaba constituido, en su mayor parte, por un conglomerado de ramas coralíferas, que emergían sobre el agua sólo durante la baja marea, pero que bastaban para contener hasta los más fuertes oleajes.
En ese lugar era muy difícil conseguir un botín que pudiera interesar a los muchachos ya que todo lo que flotaba sobre el agua iba a parar dentro de un laberinto lleno de aristas y duro como el mármol.
Era imposible conducir el bote por allí y era necesario que alguno se bajara para remolcarlo calzando zapatos muy gruesos.
Bob, por supuesto, ya no seguía buscando indicios, pero Hay tenía una caja con algas y unos cuantos recipientes que esperaba llenar con especimenes destinados a su laguna. Los otros también tenían sus planes.
Ese paraje no estaba completamente inexplorado.
Otros jóvenes de la isla, que también tenían botes y no eran perezosos, solían llegar hasta allí por el camino más largo, pero seguramente concentraban su búsqueda en la parte este del arrecife. La jornada prometía ser muy provechosa y todos tenían un gran optimismo.
Se abrieron paso durante una milla a lo largo del arrecife. Hay tuvo una suerte singular. Sus tarros estaban llenos de agua de mar y de ejemplares variados y anunció a sus compañeros que se retiraría más temprano, para llevarlos a la laguna y poder colocar la tela metálica en su lugar. Los otros, naturalmente, querían continuar con el programa primitivo. Examinaron el problema mientras comían sobre uno de los poquísimos islotes que estaban cubiertos de arena y el resultado fue un empate. No continuaron la exploración y tampoco llevaron los ejemplares a la laguna.
La solución la dió involuntariamente Rice, quien se había parado sobre la proa del bote con el objeto de empujarlo y poder sacarlo del borde del banco de coral en que había quedado atascado. A ninguno se le ocurrió que era peligroso pararse en el mismo lugar en que la madera carcomida no había podido soportar el peso de un muchacho de catorce años.
Recordaron ese hecho cuando el pie izquierdo de Rice, luego de haberse oído un fuerte crujido, atravesó el tablón adyacente al nuevo; Rice se salvó de caer al agua, aferrándose rápidamente a la borda. Pero de nada le valió, pues en pocos segundos el bote se llenó de agua y todos fueron arrojados a la laguna. El agua les llegaba hasta la cintura.
En el primer momento se hallaban demasiado sorprendidos como para reaccionar. Luego Colby comenzó a reírse. Los demás, salvo Rice, se unieron a las carcajadas.
—Espero que ésta sea la última vez que alguien rompe el fondo del bote con su pie — dijo finalmente Hugh—. Menos mal que esto nos sucedió a poca distancia de la costa. No será difícil trasladarlo hasta allí.
Remolcaron el bote a uno o dos metros de la costa.
No había nada que discutir. Todos sabían nadar y todos tenían, además, experiencia con botes inundados y estaban seguros de que, aunque estuviera repleta de agua, la embarcación podía soportar perfectamente sus pesos si mantenían sus cuerpos debajo del agua. Comprobaron que la mayor parte dé su botín estaba a salvo —sólo Hay había perdido casi todos sus ejemplares— y volvieron a entrar al agua, atravesando la estrecha laguna en dirección a la isla principal. Cuando estuvieron lejos del arrecife y en aguas suficientemente profundas para nadar, se sacaron los zapatos y los colocaron en el bote. Cada uno de ellos se prendió de la borda con una mano y comenzaron a bracear con el otro brazo. No tuvieron ninguna dificultad a pesar de que alguno recordó, cuando se hallaban a la mitad de camino, que acababan de comer.
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