Selver no respondió en seguido de pie e inmóvil como un árbol. Alrededor, las hojas inquietas y plateadas se oscurecían, cuando las nubes se agolpaban ocultando las estrellas.
—Tú estás más seguro de mí que yo mismo —dijo por último, una voz en la oscuridad.
—Sí, estoy seguro, Selver… Fui bien instruido en sueños, y soy viejo por añadidura. Ya es muy poco lo que sueño para mí, ¿y cómo podría ser de otro modo? Pocas cosas me parecen nuevas. Y lo que anhelaba en mi vida lo he tenido, y con creces. He tenido toda mi vida. Días como las hojas del bosque. Soy un viejo árbol hueco; sólo las raíces siguen vivas. Por eso sólo sueño lo que sueñan todos los hombres. No tengo visiones ni deseos.
Veo lo que es. Veo el fruto que madura en la rama. Durante cuatro años ha estado madurando, ese fruto del árbol de raíces profundas. Durante cuatro años todos hemos vivido atemorizados, incluso nosotros, los que vivimos lejos de las ciudades de los yumenos, y sólo les hemos espiado desde algún escondrijo, o hemos visto cómo las naves se elevaban en el aire, o hemos contemplado los lugares muertos donde mutilan el mundo, o sólo hemos oído historias de todas estas cosas. Todos tenemos miedo. Los niños se despiertan gritando y hablan de los gigantes; las mujeres no quieren hacer viajes demasiado largos; los hombres de los Albergues no pueden cantar. El fruto del miedo está madurando. Y yo te veo recogiéndolo. Tú lo cosecharás. Todo cuanto nosotros tememos ver, tú ya lo has visto, lo has conocido: el exilio, la vergüenza, el dolor; has visto caer los techos y las paredes del mundo, la madre muerta en desgracia, los hijos sin educación, desamparados… Ésos son tiempos nuevos para el mundo, tiempos nefastos.
Y tú lo has padecido todo. Has llegado hasta el límite. Y en el límite, al final del negro sendero, allí crece el Árbol. Allí madura el fruto; ahora tú extiendes la mano, Selver, ahora lo tomas. Y el mundo cambia por completo, cuando un hombre tiene en la mano el fruto de ese árbol, ese árbol cuyas raíces son más profundas que el bosque. Los hombres lo reconocerán. Te reconocerán a ti, como te reconocimos nosotros. ¡No es necesario ser un anciano o un Gran Soñador para reconocer a un dios! Donde tú vayas, el fuego arderá; sólo los ciegos no podrán verlo. Pero escucha, Selver, esto es lo que yo veo y que acaso otros no vean, y por eso te he amado: soñé contigo antes de que nos encontrásemos aquí. Tú ibas caminando por un sendero, y los árboles jóvenes crecían a tu paso, el roble y el abedul, el sauce y el acebo, el abeto y el pino, el aliso, el olmo, el fresno de flores blancas, todo el techo y las paredes del mundo reverdecidos para siempre. Ahora adiós, amado dios e hijo, que la suerte te acompañe.
La noche se oscurecía a medida que Selver avanzaba, hasta que sus ojos, que veían en las tinieblas, no vieron nada más que masas y planos de oscuridad. Empezó a llover.
Se había alejado apenas algunos kilómetros de Cadast cuando se dio cuenta que tenía que encender una antorcha o detenerse. Eligió detenerse, y a tientas encontró un refugio entre las raíces de un castaño. Allí se sentó, la espalda contra el ancho y retorcido tronco, que conservaba todavía un poco de calor del sol. La fina lluvia, invisible en la oscuridad, repicaba suave, cadenciosa, contra el techo de hojas, contra los brazos y el cuello y la cabeza de Selver, protegidos por la espesa pelambrera sedosa, contra el suelo y las matas de los helechos cercanos, contra todo el follaje del bosque, próximo y distante.
Selver estaba sentado, tan quieto como el búho gris posado en una rama del castaño, insomne, los ojos muy abiertos en la lluviosa oscuridad.
El capitán Raj Lyubov tenía dolor de cabeza. Había comenzado como una molestia en los músculos del hombro derecho; después había crecido hasta convertirse en un concierto de tambores aplastante sobre el oído. Los centros del lenguaje están en la corteza cerebral izquierda, pensó, pero él no lo hubiera asegurado. No podía hablar, ni leer, ni dormir, ni pensar. Corteza, vórtice. Migraña de dolor de cabeza, margarina de dolor de pan, olí, olí, olí. Por supuesto, le habían curado la jaqueca, una vez en la Universidad y otra durante las sesiones de Psicoterapia Profiláctica Militar obligatorias, pero se había llevado algunas píldoras de ergosmina de la Tierra como precaución. Había tomado dos, y un anestésico y un tranquilizante, y una gragea digestiva para contrarrestar la cafeína que contrarrestaba la ergotamina, pero la barrena seguía agujereándole desde dentro, justo por encima de la oreja derecha, al compás de un tambor gigante. Barrena, pena, oh Dios. Líbranos Señor. Medio kilo de hígado. ¿Qué harían los athshianos contra la jaqueca? Ellos no podían tener jaqueca, cuando soñaban despiertos ahuyentaban las tensiones una semana antes que apareciesen. Prueba, prueba a soñar despierto.
Empieza como Selver te enseñó. Aunque no sabía nada de electricidad ni podía comprender los principios del EEG, ni tampoco había oído hablar de las ondas alfa y cuándo aparecen, Selver dijo: “Ah, sí, se refiere a esto”, y en el aparato que registraba el funcionamiento de la cabecita verde aparecieron los inconfundibles garabatos alfa; y en una clase de apenas media hora le había enseñado a Lyubov cómo provocar e interrumpir los ritmos alfa. Y no era nada difícil en realidad. Pero no ahora, el mundo nos abruma demasiado, olí, olí, olí, sobre la oreja derecha escucho siempre la carroza alada del Tiempo que se acerca veloz, pues anteayer los athshianos incendiaron Campamento Smith y mataron a doscientos hombres. Doscientos siete, para ser exacto. Todos, excepto el capitán. No era extraño que las píldoras no pudiesen llegar al centro de la jaqueca, porque dos días atrás estaba en una isla a trescientos kilómetros de distancia. Del otro lado de las colinas y lejos. Cenizas, cenizas, todo destruido. Y entre las cenizas, todo lo que sabía de las Formas de Vida Inteligentes en Mundo 41. Polvo, basura, un embrollo de datos falsos y falsas hipótesis. Casi cinco años aquí y había estado convencido de que los athshianos eran incapaces de matar a hombres de cualquier especie. Había escrito largos informes para explicar cómo y por qué los athshianos no podían matar. Todo equivocado.
Falso del principio al fin.
¿Qué se le había escapado?
Era casi hora de ir a la reunión en el Cuartel General. Lyubov se levantó con cautela, desplazándose como una sola mole para que el costado derecho de la cabeza no se le cayese; se acercó a su escritorio con el andar de un hombre que camina bajo el agua, se sirvió un trago de vodka, producción común, y se lo bebió. El alcohol le dio la vuelta como un guante: le puso de nuevo en contacto con el exterior, le normalizó. Se sintió mejor.
Salió, e incapaz de soportar los traqueteos de la motocicleta, empezó a caminar por la larga y polvorienta calle principal de Centralville hacia el Cuartel General. Al pasar por el Luau pensó con avidez en otro vodka; pero en ese momento entraba el capitán Davidson y Lyubov no se detuvo.
La gente del Shackleton ya estaba reunida en la sala de conferencias. El comandante Yung, a quien Lyubov conocía de antes, había bajado con algunas caras nuevas esta vez.
No llevaban el uniforme de la Armada. Al cabo de un momento se dio cuenta con un ligero sobresalto de que eran humanos no terrícolas. En seguida, intentó que se los presentaran. Uno de ellos, el señor Or, era un cetiano peludo, de color gris, bajo y serio; el otro, el señor Lepennon, era alto, blanco y bien parecido: un hainiano. Saludaron a Lyubov con interés, y Lepennon le dijo: —Acabo de leer su trabajo sobre el control consciente del sueño paradójico entre los athshianos, doctor Lyubov.
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