—Pistas temporales duales, universos alternados —dijo la señorita Lelache—. ¿Ve muchos shows de televisión por la noche tarde?
—No —dijo el cliente, casi tan secamente como ella—. No le pido que crea esto. Por cierto, no sin alguna prueba.
—Bien. ¡Gracias a Dios!
Él sonrió, casi una risa. Tenía un rostro amable; parecía como si gustara de ella.
—Pero escuche, señor Orr, ¿cómo demonios puedo obtener una prueba sobre sus sueños? En especial si usted destruye todas las pruebas, cambiando todo desde el pleistoceno.
—¿Puede usted —dijo él, repentinamente excitado, como si tuviera una esperanza—, puede usted, en su carácter de abogada mía, pedir estar presente en una de mis sesiones con el doctor Haber, en el caso de que usted estuviera dispuesta?
—Bien, es posible. Podría arreglarse, si hay un buen motivo. Pero vea, llamar a un abogado como testigo en un posible caso de violación de la privacidad, va a estropear completamente la relación paciente-terapeuta. No es que parezca que usted tiene una relación muy buena, pero eso es difícil de juzgar desde afuera. El hecho es que usted debe confiar en él, y también, usted sabe, él debe confiar en usted, en cierto sentido. Si usted lo amenaza con un abogado porque quiere sacárselo de la cabeza, bien. ¿Qué puede hacer él? Probablemente esté tratando de ayudarlo.
—Sí. Pero me está usando para sus fines experimentales… —Orr no siguió: la señorita Lelache se había puesto rígida, la araña había visto, por fin, a su presa.
—¿Fines experimentales? ¿Ah, sí? ¿Qué, esa máquina de la que me habló antes? ¿Tiene te aprobación, de SEB? ¿Qué es lo que ha firmado usted, autorizaciones, algo más que las fórmulas de TTV y las fórmulas de consentimiento a la hipnosis? ¿Nada? Parece ser que usted tendría causa para una demanda, señor Orr.
—¿Usted podría venir a observar una sesión?
—Puede ser. La línea a seguir sería el derecho civil, por supuesto, no la privacidad.
—Usted entiende que no estoy tratando de crearle problemas al doctor Haber, ¿verdad? —preguntó Orr, preocupado—. No deseo hacer eso. Sé que él intenta hacer bien. Sólo que quiero que me curen, no que me usen.
—Si los motivos de él son buenos, y si está usando un aparato experimental con un sujeto humano, entonces el doctor Haber debería tomarlo como cosa normal, sin resentimiento; si es algo limpio, no tendrá ningún problema. En dos oportunidades he tenido misiones similares a ésta, contratada por SEB. Observé un nuevo inductor de hipnosis en la práctica en la Escuela de Medicina, y no resultó; también observé una demostración del modo de inducir la agorafobia por sugerencia, para que las personas se sientan bien entré la multitud, en el Instituto, en Forest Grove. Eso sí resultó pero no fue aprobado, porque decidimos que entraban en el rubro de las leyes del lavado de cerebros. Es probable que pueda conseguir una orden de SEB para investigar ese aparato que su médico está usando. Eso lo dejaría a usted fuera del cuadro, ya que yo no aparecería como abogada suya, y aun puede ser necesario que no lo conozca. Soy un oficial acreditado, observador de SEB. Luego, si todo esto no conduce a nada, usted y él quedarían en la misma relación de antes. El problema es que debo conseguir qué se me invite a una de sus sesiones.
—Soy el único paciente con el que se está usando la Ampliadora, Según me dijo él mismo. También me dijo que sigue trabajando en la máquina, perfeccionándola.
—Entonces es realmente experimental todo lo que le esta haciendo con esa máquina. Perfecto; veré qué es lo que puedo hacer. Llevará una semana, o más, la tramitación.
Él parecía preocupado.
—Espero que no sueñe esta semana que no existo, señor —dijo ella con vez metálica.
—No voluntariamente —dijo Orr, con gratitud; no, por Dios, no era gratitud, era interés. Él gustaba de ella. Era un pobre loco dedicado a las drogas, a él le gustaría ella. Ella gustaba de él. La señorita Lelache tendió su mano morena, que él estrechó con una mano blanca, exactamente igual a aquel distintivo que su madre siempre guardaba en el fondo de su alhajero, de SCNN o SNCC o algo así, al que ella había pertenecido allá a mediados del siglo pasado, la mano negra y la mano blanca unidas. ¡Cristo!
Cuando se pierde el gran camino, obtenemos benevolencia y rectitud.
Lao Tse, XVIII
Sonriente, William Haber subió con pasos rápidos los escalones del Instituto Onirológico de Oregon y atravesó las altas puertas de cristal polarizado hacia el frío y seco aire acondicionado. Era el 24 de marzo, y ya la calle tenía clima de sauna: pero adentro todo estaba fresco, limpio, sereno. Piso de mármol, muebles discretos, escritorio de recepción de metal brillante, recepcionista elegante:
—¡Buen día, doctor Haber!
En el hall se encontró con Atwood que venía de las guardias de investigación, con los ojos enrojecidos y el cabello despeinado después de una noche dedicada a analizar los electroencefalogramas de los durmientes; las computadoras hacían buena parte de esa tarea ahora, pero aún en ciertos casos se necesitaba una mente no programada.
—Buen día, jefe —murmuró Atwood.
En la oficina de Haber, la señorita Crouch exclamó:
—¡Buen día, doctor! —estaba contento de haber traído a Penny Crouch con él cuando ocupó el cargo de Director del Instituto, el año pasado. Era leal e inteligente, y un hombre que está al frente de una institución de investigaciones grande y compleja necesita una mujer leal e inteligente cerca de sí.
Entró con grandes pasos en su sagrado despacho privado.
Dejando caer el portafolio y las carpetas sobre el diván, estiro los brazos y luego, como siempre cuando entraba en su oficina, se acercó a la ventana. Era una gran ventana esquinal que miraba al este y al norte sobre una gran porción del mundo: la curva del Willamette, lleno de puentes debajo de las colinas; las innumerables torres de la ciudad, altas y lechosas en la bruma primaveral, a cada lado del río; los suburbios que se alejaban de la vista hasta que de sus extremos más remotos surgían las laderas de las montañas, y las montañas. El monte Hood, inmenso y a la vez retirado, alimentando nubes en torno de su cima; hacia el norte, el distante Adams, como un molar, y luego el cono puro de St. Helens, desde cuya gran extensión de ladera asomaba, más hacia el norte, el limpio domo del monte Rainier.
Era una vista que inspiraba. Siempre inspiraba al doctor Haber. Además, después de una semana de lluvia continuada, la presión barométrica había subido y volvía a aparecer el Sol sobre la bruma del río. Muy consciente por miles de lecturas de electroencefalogramas de las relaciones entre la presión atmosférica y la pesadez de la mente, casi podía sentir su psicosoma transportado por ese viento seco y brillante. Hay que mantener eso, hacer que el clima siga mejorando, pensó con rapidez, casi subrepticiamente. Había varias cadenas de pensamiento formadas y en formación simultánea en su mente, y esta nota mental no era parte de ninguna de ellas. Fue rápidamente formulada y rápidamente archivada en la memoria, mientras ponía en funcionamiento el magnetófono que estaba sobre el escritorio y empezaba a dictar una de las muchas cartas que le exigía la dirección de un instituto de investigación científica relacionado con el gobierno. Era una tarea molesta, por supuesto, pero había que hacerla, y él era el hombre indicado. No lo lamentaba, aunque reducía drásticamente su tiempo de investigación. Estaba en los laboratorios sólo cinco o seis horas por semana, generalmente, y sólo tenía un paciente propio, aunque por supuesto supervisaba la terapia de muchos otros.
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