Le indicó con un gesto a la abogada que se acercara a observar la pantalla del electroencefalógrafo, que ella había estado tratando de ver desde su rincón, y siguió:
—Tendrá un sueño en el que no se sentirá hacinado, presionado. Soñará con todo el espacio que hay en el mundo, con toda la libertad de que dispone para moverse.
Y por último dijo:
—¡Amberes! —y señaló las marcas del electroencefalógrafo para que la señorita Lelache pudiera ver el cambio casi instantáneo—. Observe la desaceleración en todo el gráfico —murmuró—. Ahí tiene un pico de alto voltaje, y ahí hay otro… Agujas del dormir. Ya está entrando en la segunda etapa del dormir ortodoxo, el dormir s, como quiera llamarlo, el dormir sin sueños vívidos que se presenta entre los estados de toda la noche. Pero no lo dejaré seguir hasta la profunda etapa cuarta, ya que está aquí para soñar. Estoy poniendo en marcha la Ampliadora. No aparte la vista de esas marcas. ¿Ve?
—Parece como si se estuviera despertando de nuevo —murmuró ella, vacilante.
—¡Exacto! Pero no se está despertando. Mírelo.
Orr yacía de espaldas, su cabeza caída un poco hacia atrás de modo que su barba corta y rubia apuntaba hacia arriba; estaba profundamente dormido, pero se notaba cierta tensión alrededor de su boca, y suspiraba de manera profunda.
—¿Ve el movimiento de sus ojos, debajo de los párpados? Así fue cómo notaron por primera vez todo este fenómeno del dormir con sueños, allá por 1930; lo denominaron “dormir con rápido movimiento de ojos” por años. Es muchísimo más que eso, sin embargo. Es un tercer estado del ser. Todo su sistema autonómico está tan completamente movilizado, como podría estarlo en un momento de excitación de su vida normal; pero su tono muscular es nulo, los músculos grandes están relajados más profundamente que en el dormir s. Las zonas cortical, subcortical, del hipocampo y del mesencéfalo, están tan activas como cuando camina, mientras que en el dormir s están inactivas. La respiración y la presión sanguínea están al nivel de cuando camina, o más alto aún. Sienta el pulso —puso les dedos de ella sobre la muñeca floja de Orr—. Ochenta u ochenta y cinco. Le está ocurriendo algo importante, sea lo que fuere…
—¿Usted quiere decir que está soñando? —ella parecía alarmada.
—Exacto.
—¿Todas estas reacciones son normales?
—Absolutamente. Todos pasamos por eso todas las noches, cuatro o cinco veces, durante al menos diez minutos por vez. Se ve un estado d muy normal en la pantalla del electroencefalógrafo. La única anomalía o peculiaridad que podrá ver es un ocasional pico alto entre las marcas, una especie de efecto de confusión que nunca he visto antes en un estado d. Su modelo se parece a un efecto que se observa en los electroencefalogramas de hombres que trabajan duro en ciertas tareas: trabajo artístico o creativo, pintura, poesía, y también leer a Shakespeare. Lo que este cerebro está haciendo en esos momentos, no lo sé todavía. Pero la Ampliadora me da la oportunidad de observarlos sistemáticamente, y luego podré analizarlos.
—¿Es posible que la máquina cause ese efecto?
—No —en realidad, él había tratado de estimular el cerebro de Orr con una repetición de una de esas marcas de pico, pero el sueño resultante de ese experimento había sido incoherente, una mezcolanza del sueño anterior, durante el que la Ampliadora había registrado el pico, y el presente. No había necesidad de mencionar los experimentos no convincentes—. Ahora que está bien dentro de este sueño, apagaré la Ampliadora. Observe, trate de ver si se da cuenta cuando retiro la entrada —ella no notó nada—. Sin embargo, puede producir un estado de confusión; no pierda de vista esas marcas. Puede detectarlo primero en el ritmo theta, allí, desde el hipocampo. Se produce en otros cerebros, sin duda. Nada es nuevo. Si puedo descubrir cuáles otros cerebros, en qué estado, podré especificar con mayor exactitud cuál es el problema de este individuo; puede haber un tipo psicológico o neurofisiológico al que él pertenece. ¿Ve las posibilidades de investigación de la Ampliadora? Ningún efecto sobre el paciente, salvo el de poner temporariamente a su cerebro en alguno cualquiera de sus estados normales que el médico desea observar. ¡Mire esto! —ella no advirtió el pico, por supuesto; la lectura de electroencefalogramas en una pantalla requería práctica—. Fundió su fusible. Sigue en el sueño ahora… En seguida nos va a contar —no pudo seguir hablando; su boca se había secado. Lo sintió: el traslado, la llegada, el cambio.
También la mujer lo sintió; parecía atemorizada. Sosteniendo el pesado collar de bronce junto a su garganta como talismán, estaba mirando con angustia, con terror, la vista desde la ventana.
Haber no había esperado eso. Había pensado que sólo él podría tener conciencia del cambio.
Pero ella le había oído cuando le ordenaba a Orr lo que debía soñar; había estado junto al paciente dormido; estaba, como él, en el centro. Y cómo él se había vuelto para mirar por la ventana cuando las torres se desvanecían como un sueño, sin dejar huella, los insubstanciales kilómetros de suburbio disolviéndose como humo en el viento, la ciudad de Portland, que había tenido una población de un millón de personas antes de los Años de la Plaga, pero sólo tenía unos cien mil habitantes en estos días de la Recuperación, un revoltijo confuso como todas las ciudades norteamericanas, pero unificada por sus colinas y su río brumoso, atravesado por siete puentes, el antiguo edificio de cuarenta pisos del First National Bank, que se destacaba contra el cielo entre los edificios del centro, y más allá, por encima de todo, las serenas y pálidas montañas…
Ella vio todo mientras sucedía, y él comprendió que ni por un momento había pensado en la posibilidad de que la observadora de SEB pudiera ver el cambio. No había sido una posibilidad; él ni siquiera lo había pensado. Y esto implicaba que él mismo no había creído en el cambio, en el efecto de los sueños de Orr, aunque lo había sentido, lo había visto con asombro y temor, con entusiasmo, una docena de veces ya; aunque había observado mientras el caballo se convertía en montaña (si es que se puede observar la superposición de una realidad a otra), aunque había estado probando y usando el poder efectivo de los sueños de Orr por casi un mes, sin embargo no había creído en lo que estaba ocurriendo.
Todo el día presente, desde su llegada al trabajo en adelante, no había pensado una sola vez en el hecho de que, una semana atrás, él no era el Director del Instituto Onirológico de Oregon, porque no existía el Instituto. Desde el viernes último, había habido un Instituto durante los últimos dieciocho meses. Y él había sido su fundador y director. Que las cosas fueran así —para él, para todos los integrantes del personal, para sus colegas de la Escuela de Medicina y para el gobierno que lo subvencionaba— él lo había aceptado por completo, y también todos los otros, como la única realidad. Él había suprimido su recuerdo del hecho de que, hasta el viernes, las cosas no habían sido así.
Ciertamente, ese había sido el más logrado de los sueños de Orr. Había empezado en el viejo consultorio del otro lado del río, bajo aquel maldito mural del monte Hood, y había terminado en esta oficina. y él había estado allí, había visto cómo las paredes cambiaban a su alrededor, había sabido que el mundo se estaba transformando, y lo había olvidado. Lo había olvidado de manera tan completa que nunca se había preguntado siquiera si un extraño, una tercera persona, podría tener la misma experiencia.
¿Cómo se sentiría la mujer? ¿Lo comprendería, se volvería loca, qué es lo que haría? ¿Conservaría ambas memorias, como él, la verdadera y la nueva, la antigua y la verdadera?
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