Ursula Le Guin - La rueda del cielo

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La premonición de los sueños se convierte en realidad. En un futuro esta posibilidad se convierte en una facultad de los seres humanos. George Orr es el primero en disponer de la misma. Su caso pasa a ser tratado por un psiquiatra quien trastornado mentalmente lo induce a soñar nuevas realidades que llevarían a un mundo feliz sin superpoblación, sin guerras y sin paz. Sueño a sueño esas inducciones se van transformando en realidades catastróficas.
Una novela magistral de la ganadora de los premios Nébula y Hugo, que la muestra nuevamente como uno de los autores mas importantes de la actualidad en el campo de la ciencia ficción.

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Esto no debía ser. Ella iba a interferir, a traer a otros observadores, a estropear completamente el experimento, a destruir los planes.

El debía detenerla a todo costo. Se volvió hacia ella, dispuesto a la violencia, con las manos crispadas.

Ella estaba parada, simplemente, allí. Su piel morena se había tornado lívida; su boca estaba abierta. Estaba deslumbrada; no podía creer lo que había visto a través de la ventana. No podía creerlo y no lo creía.

La extrema tensión física de Haber se distendió un poco. Al verla se sintió seguro de que estaba tan confundida y traumatizada como para ser inofensiva. Pero él debía moverse rápidamente, de todos modos.

—Dormirá un rato todavía —anunció Haber; su voz sonaba casi normal, aunque un poco más ronca que la tensión de los músculos de la garganta. No tenía idea de lo que iba a decir, pero empezó a hablar; había que destruir la tensión—. Le daré un corto período de estado s ahora. No demasiado largo, para que su recuerdo del sueño no sea débil. ¿Es una hermosa vista, verdad? Esos vientos del este que han estado soplando, son un regalo del cielo. En otoño e invierno, en ocasiones no veo las montañas por meses; pero cuando las nubes se levantan, ahí están. Es un lugar estupendo, Oregon. El estado menos deteriorado de la Unión. No estaba muy explotado antes de la Crisis. Portland recién empezaba a tornarse importante a fines de la década de 1970. ¿Es usted nativa de Oregon?

Después de un minuto, ella afirmó con la cabeza, muy aturdida. El tono normal de la voz de él, por lo menos, le estaba llegando.

—Yo soy de Nueva Jersey. Era tremendo el deterioro ambiental allá cuando yo era un chico. La cantidad de remodelaciones y de limpieza que la Costa Este debió hacer después de la Crisis, y que sigue haciendo, es increíble. Aquí, en cambio, el deterioro real de la población excesiva y del mal manejo ambiental aún no se había producido, salvo en California. El sistema ecológico de Oregon estaba intacto todavía —era peligroso eso de hablar del tema crítico, pero él no podía pensar en otra cosa: se sentía como obligado a hacerlo. Su cabeza estaba demasiado ocupada con los dos conjuntos de recuerdos, dos sistemas completos de información: uno del mundo real (ya no más) con una población humana de casi siete mil millones y un incremento geométrico, y uno del mundo real (ahora) con una población de menos de mil millones y aún no estabilizada.

Mi dios, pensó, ¿qué ha hecho Orr?

Seis mil millones de personas.

¿Dónde están?

Pero la abogada no debía darse cuenta. No debía.

—¿Ha estado alguna vez en el Este, señorita Lelache?

Ella lo miró vagamente y dijo:

—No.

—Bien, ¿para qué molestarse? De todos modos New York está amenazada, y también Boston; el destino de este país esta acá. Éste es el polo de crecimiento. Aquí está, como decían cuando yo era un chico. Ah, de paso, ¿lo conoce a Dewey Furth, en la central de SEB de aquí?

—Sí —contestó ella, aún vacilante, pero empezando a reaccionar, a comportarse como si nada hubiera ocurrido.

Un espasmo de alivio recorrió el cuerpo de Haber. Él sintió repentinos deseos de sentarse, de respirar fuerte. El peligro había pasado. Ella estaba rechazando la experiencia increíble. Se estaba preguntando a sí misma ahora, ¿qué es lo que me pasa? ¿Por qué miré por la ventana esperando ver una ciudad de tres millones? ¿Es que estoy sufriendo un momento de locura?

Por supuesto, pensó Haber, el hombre que presenciara un milagro rechazaría la visión de sus ojos si los que están con el no vieron nada.

—El aire está pesado aquí —dijo Haber con un toque de solicitud en la voz, y se acercó al termostato, en la pared—. Lo mantengo caldeado, una vieja costumbre de investigador de sueños; la temperatura del cuerpo desciende mientras se duerme, y uno no quiere que un grupo de sujetos, o pacientes, se resfríen. Pero esta calefacción eléctrica es excesiva, el aire se torna pesado y me hace sentir aturdido… Él se despertará pronto —pero él no deseaba que Orr recordara claramente su sueño, que lo contara, para confirmar el milagro—. Pienso que lo dejaré un rato más, no me interesa el recuerdo de este sueño; él está en el dormir de la tercera etapa ahora. Dejémoslo ahí mientras terminamos de conversar. ¿Había algo más que usted quería preguntarme?

—No, no creo —los sonidos que emitía sonaban vacilantes ahora; ella pestañeó, tratando de recobrar la calma—. Si usted envía la descripción completa de su máquina, del funcionamiento, y de los usos para los que la emplea, y los resultados, todo eso, usted sabe, a la oficina del señor Furth, creo que se completará todo este asunto… ¿Ha patentado ya el aparato?

—Presenté una solicitud.

Ella afirmó con la cabeza.

—Puede ser conveniente —ella se había desplazado, resonando débilmente, hacia el hombre que dormía, y ahora estaba parada junto a él con una extraña expresión en su delgado rostro moreno.

—Usted tiene una extraña profesión —dijo ella de pronto—. Los sueños; observar el funcionamiento del cerebro de las personas, decirles qué deben soñar… Supongo que hará buena parte de sus investigaciones por la noche.

—Antes sí. La Ampliadora nos permite evitar esos horarios; con su uso, podemos obtener el estado s cuando lo deseamos, y de la clase que deseamos estudiar. Pero hace unos pocos años hubo un periodo en el que nunca me acostaba antes de las 6 de la mañana, que duró trece meses —Haber rió—. Ahora me ufano con mis antecedentes. Pero en estos tiempos permito que mi personal cargue con la parte más pesada del trabajo. ¡Compensaciones de la madurez!

—Las personas que duermen son tan lejanas —dijo ella, observando a Orr—. ¿Dónde están?…

—Aquí —replicó Haber, y señaló la pantalla del electroencefalógrafo—. Exactamente aquí, pero incomunicadas. Esa característica del dormir es lo que suena a misterioso a los humanos. Su extrema privacidad. La persona que duerme le da la espalda a todo el mundo. ‘El misterio del individuo es mayor mientras duerme’, dice uno de los autores de mi especialidad. Pero por supuesto, un misterio no es más que un problema que aún no hemos resuelto… El debe despertarse ahora. George… George… Despierte, George.

George despertó como solía hacerlo, rápido, pasando de un estado al otro sin gruñidos, sin miradas confundidas, sin recaídas. Se sentó en el diván y miró primero a la señorita Lelache, luego a Haber, que acababa de retirarle el casco. Se incorporó, desperezándose un poco, y se acercó a la ventana. Se quedó parado mirando.

Había un equilibrio singular, casi cierta monumentalidad en el porte de su delgada figura: estaba completamente rígido, aún en el centro de algo. Sorprendidos, ni Haber ni la mujer hablaron. Orr giró y miró a Haber.

—¿Dónde están? —preguntó—. ¿Adonde fueron todos?

Haber vio que los ojos de la mujer se agrandaban, vio que la tensión aumentaba en ella, y se sintió en peligro. ¡Hablar, debía hablar!

—Por el electroencefalograma, yo diría —dijo, y oyó su voz profunda y cálida, tal como la pretendía— que acaba de tener un sueño muy cargado, George. Fue desagradable; en realidad, fue casi una pesadilla. El primer sueño ‘malo’ que ha tenido acá, ¿verdad?

—Soñé con la Plaga —dijo Orr, y tembló de la cabeza a los pies, como si fuera a descomponerse.

Haber asintió con la cabeza. Se sentó a su escritorio. Con su docilidad habitual, con su forma de hacer lo acostumbrado y aceptado, Orr se acercó y se sentó frente al medico, en la gran silla de cuero en la que se sentaban entrevistados y pacientes.

—Ha tenido que salvar un gran obstáculo, y ello no fue fácil, ¿verdad? Esta fue la primera vez, George, que ha tenido que manejar una ansiedad real en un sueño. Esta vez, bajo mi dirección, y tal como se lo sugerí en la hipnosis, usted encaró uno de los elementos más profundos de su enfermedad psíquica. El asunto no fue fácil ni agradable. En realidad, ese sueño fue un infierno, ¿verdad?

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