Ursula Le Guin - La rueda del cielo

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La premonición de los sueños se convierte en realidad. En un futuro esta posibilidad se convierte en una facultad de los seres humanos. George Orr es el primero en disponer de la misma. Su caso pasa a ser tratado por un psiquiatra quien trastornado mentalmente lo induce a soñar nuevas realidades que llevarían a un mundo feliz sin superpoblación, sin guerras y sin paz. Sueño a sueño esas inducciones se van transformando en realidades catastróficas.
Una novela magistral de la ganadora de los premios Nébula y Hugo, que la muestra nuevamente como uno de los autores mas importantes de la actualidad en el campo de la ciencia ficción.

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—Si le cuento —dijo el cliente con apesadumbrada objetividad—, usted va a pensar que estoy loco.

—¿Cómo sabe que voy a pensar eso?

La señorita Lelache era agresiva, una cualidad excelente en un abogado, pero sabía que exageraba un poco.

—Si le dijera —dijo el cliente en el mismo tono— que algunos de mis sueños ejercen cierta influencia sobre la realidad, y que el doctor Haber lo ha descubierto y está usando… esta capacidad mía, para sus propios fines, sin mi consentimiento… usted pensaría que estoy loco, ¿verdad?

La señorita Lelache lo miró fijamente un momento, con su mentón apoyado sobre las manos.

—Bien, continúe —dijo luego, secamente.

Él había acertado lo que ella estaba pensando, pero maldito si ella pensaba admitirlo. De todos modos, ¿qué había de extraño si era loco? ¿Qué persona sana podía vivir en este mundo sin enloquecer?

Él miró sus manos por un momento, obviamente tratando de coordinar sus pensamientos.

—Sabe —dijo— él tiene esa máquina, un aparato como el electroencefalógrafo, pero que proporciona una especie de análisis y de realimentación de las ondas del cerebro.

—¿Usted quiere decir que él es un científico loco con una máquina infernal?

El cliente sonrió apenas.

—Tal vez yo lo hago aparecer así. No, creo que tiene una reputación excelente como científico investigador, y que está seriamente dedicado a ayudar a la gente. Estoy seguro de que no intenta hacerme daño, ni a mí ni a nadie. Sus motivos son muy elevados —encontró la mirada desencantada de la Araña Venenosa por un momento, y vaciló—. La, la máquina. Bien, no puedo decirlo cómo funciona, pero él la usa conmigo para mantener mi mente en el estado d, como él lo llama; con ese término se refiere al modo especial de dormir que tenemos cuando soñamos. Es muy diferente del modo de dormir común. Me hace dormir hipnóticamente, y luego hace funcionar su máquina para que empiece a soñar en seguida, cosa que uno no hace normalmente. O así es como yo lo entendí. La máquina asegura que yo sueñe, y creo que intensifica el estado d, también. Luego sueño lo que él me ha dicho que sueñe durante la hipnosis.

—Bien, suena a método con el que un psicoanalista a la antigua se asegura sueños para analizar. Pero en lugar de eso, él le dice qué es lo que debe soñar, mediante sugerencia hipnótica, ¿verdad? De modo que supongo lo estará condicionando a través de los sueños, por alguna razón. Es un hecho bien establecido que bajo hipnosis una persona puede y está dispuesta a hacer casi cualquier cosa, aun cosas que su conciencia no le permitiría en estado normal; eso se sabe desde mediados del siglo pasado, y está legalmente establecido desde Sommerville c. Projansky en 1988. Bien, ¿tiene usted motivos para creer que este doctor ha estado usando la hipnosis para sugerirle la realización de algo peligroso, algo que usted consideraría moralmente repugnante?

El cliente dudó.

—Peligroso, sí. Si usted acepta que un sueño puede ser peligroso. Pero él no me ordena que haga algo, sino que lo sueñe .

—Bien, los sueños que él le sugiere, ¿le resultan moralmente repugnantes?

—Él no es… no es un hombre malo. Tiene buenas intenciones. Yo me opongo a que me use como instrumento, como medio, aun cuando sus fines sean buenos. No puedo juzgarlo; mis propios sueños tuvieron efectos inmorales, y por eso traté de suprimirlos con drogas y me metí en este enredo. Quiero salir de esto, alejarme de las drogas, curarme. Él no me está curando; me alienta .

Después de una pausa, la señorita Lelache dijo:

—¿A hacer qué?

—A cambiar la realidad soñando que es diferente —replicó el cliente, tenazmente, pero sin esperanza.

La señorita Lelache volvió a hundir la punta de su mentón entre las manos y fijó la vista por un momento en una caja de lápices azul que estaba sobre el escritorio, en el nadir de su campo visual. Miró subrepticiamente al cliente; allí estaba sentado, tan dócil como siempre, pero ahora ella pensó que por cierto él no se aplastaría si ella lo pisaba, ni siquiera emitiría un sonido. Era particularmente sólido.

La gente que va a ver a un abogado suele estar a la defensiva, si no en la ofensiva; naturalmente, necesitan conseguir algo: una herencia, una propiedad, un mandato, un divorcio, un encarcelamiento, cualquier cosa. No podía imaginar qué buscaba este individuo, tan inofensivo e indefenso. No solicitaba nada coherente y sin embargo no sonaba a incoherente.

—Muy bien —dijo ella cautamente—. Entonces, ¿qué hay de malo en lo que él les ordena hacer a sus sueños?

—No tengo derecho a cambiar las cosas. Ni él a obligarme a hacerlo.

Dios, él realmente lo creía; estaba en el extremo mas profundo. Sin embargo, su certeza moral la atrapaba, cómo si también ella fuera un pez que nada en torno del extremo más profundo.

—¿Cambiar las cosas, cómo? ¿Qué cosas? ¡Déme un ejemplo! —no tenía piedad con él, pero sí la habría tenido por un enfermo, un esquizoide o un paranoide con fantasías de manipular la realidad. Aquí había “otra victima de estos tiempos nuestros, que ponen a prueba las almas de los hombres” como había dicho el presidente Merdle, con su facultad para tergiversar las citas, en uno de sus mensajes; y ahí ella se estaba comportando cruelmente con una pobre víctima sangrante, que tenía agujeros en el cerebro. Pero no se sentía con deseos de ser amable con él.

—La cabaña —dijo él, después de pensar un poco—. En mi segunda visita, él me preguntó sobre mis ensoñaciones, y le dije que algunas veces soñaba despierto con tener un lugar en las Zonas Salvajes, usted sabe, un lugar en el campo como en las novelas antiguas, un lugar donde podría aislarme de la gente. Por supuesto que no lo tenía; ¿quién puede tenerlo? Pero la semana pasada debe haberme ordenado que soñara que tenía un lugar así, porque ahora lo tengo. Una cabaña con un alquiler por treinta y tres años en tierras del estado, en el Parque Nacional de Siuslaw, cerca de Neskowin. El domingo alquilé un aeromóvil y fui a verla; es muy linda, pero…

—¿Por qué no debería tener una cabaña? ¿Es eso Inmoral? Montones de personas se han anotado en esos sorteos para obtener esas cabañas desde que abrieron partes de las Zonas Salvajes, el año pasado. Usted ha tenido mucha suerte.

—Pero es que yo no tenía ninguna cabaña —dijo él—. Nadie tenía. Los parques y bosques se reservaban estrictamente como zonas salvajes, lo que queda de ellas, con campamentos sólo en los bordes. No había cabañas alquiladas por el gobierno. Hasta el viernes pasado, cuando yo soñé que había.

—Pero escuche, señor Orr, yo

—Sé que usted sabe —dijo él suavemente—. Yo sé, también, todo; cómo decidieron alquilar partes de los parques nacionales la primavera pasada. Y yo presenté una solicitud y obtuve un número que resultó premiado, etcétera. Pero también sé que eso no era verdad hasta el viernes pasado. Y el doctor Haber lo sabe, también.

—Entonces su sueño del viernes pasado —dijo ella, burlona—, cambió la realidad retrospectivamente para todo el Estado de Oregon y abarcó una decisión tomada en Washington el año pasado, además de modificar la memoria de todo el mundo, salvo la suya y la del doctor Haber. ¡Qué sueño! ¿Lo recuerda?

—Sí —dijo él, en tono áspero y firme—. Era sobre la cabaña y el arroyo que corre frente a ella. No espero que crea todo esto, señorita Lelache. Creo que ni siquiera el doctor Haber lo ha tomado en serio todavía, porque en ese caso sería más cauto. Usted ve, las cosas se dan así: si él me dijera cuando estoy bajo hipnosis que sueñe que había un perro rosado en el cuarto, yo lo haría, pero el perro no podría estar allí porque en la naturaleza no hay perros rosados, no son parte de la realidad. Lo que ocurriría es que, o bien consigo un perro lanudo blanco teñido de rosa, y alguna razón creíble de su presencia allí, o, si el doctor insiste en que sea un perro rosado genuino, entonces mi sueño tendría que cambiar el orden de la naturaleza para que incluya perros rosados. En todas partes; desde el pleistoceno o cuando sea que aparecieron los perros. Siempre habrían sido negros, marrones, amarillos, blancos y rosados. Y uno de los rosados habría entrado desde el hall, o sería el collie del médico, o el pequinés de su recepcionista, o algo. Nada milagroso, nada que no fuese natural. Cada sueño cubre por completo sus huellas. No habría más que un normal perro rosado de todos los días cuando me despertara, con una razón perfectamente buena para estar allí. Y nadie notaría nada nuevo, salvo yo… y él. Yo mantengo las dos memorias, de las dos realidades, y lo mismo le ocurre al doctor Haber. El está allí en el momento del cambio, y sabe sobre qué es el sueño. No admite que lo sabe, pero sé que lo sabe. Para todos los demás, siempre ha habido perros rosados. Para mí y para él, ha habido y no ha habido.

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