—No hay cuerdas —gritó Sondeweere desde la oscuridad de la puerta—. ¿Qué puedes hacer?
—Lo mismo que antes —dijo Toller—. Puedo levantar a Bartan y a Berise.
—Pero ¿y tú? ¿Cómo subirás tú?
La fiebre de la batalla activó la mente de Toller al oír a Wraker disparar el rifle.
—Baja un cinturón de espada; podré cogerlo —extendió los brazos a Berise—. ¡Vamos!
Ésta negó con la cabeza.
—Bartan está herido y necesita ayuda para subir a tus hombros. Debe ir primero.
—Muy bien.
Acercóse a Bartan, que se tambaleaba como un borracho e hizo ademán de esquivarlo, pero entonces se oyó el sonido de otro disparo de rifle, y la paciencia de Toller se esfumó. Gruñendo de rabia y frustración rodeó los muslos de Bartan con sus brazos y lo aupó. Berise le ayudó sujetando a Bartan y poniendo un hombro bajo uno de sus pies. Desde arriba, Sondeweere usó toda su fuerza para tirar del hombre, hasta lograr que pasara a través del vano de la puerta.
Toda la operación se realizó en unos pocos segundos, pero en ese intervalo de tiempo Toller oyó otros dos disparos. Miró hacia el foso y vio que Wraker tenía su espada en la mano y la blandía contra los farlandeses que amenazaban con subir desde los tablones inclinados. Toller sintió que su corazón se desbocó cuando tuvo la conciencia de que su preciosa reserva de segundos, tan duramente ganada, se agotaba a una velocidad prodigiosa.
Berise se colocó el rifle a la espalda y se acercó a él. Toller la cogió por la cintura y la alzó hasta sus hombros en un sólo movimiento. Ni incluso así adquirió la estatura necesaria para llegar a la puerta, y se balanceó precariamente durante unos instantes antes de que Sondeweere y Bartan se estirasen hacia ella, cogieran sus manos y la atrajeran hasta la nave.
En ese momento Wraker despareció de su vista para reunirse con Zavotle en las sombras de la muerte, y las cabezas blancas y resplandecientes de los farlandeses aparecieron por encima del borde más cercano de foso. Lanzaron sus armas ante sí y empezaron a serpentear por el suelo. La pendiente que había tras ellos estaba ahora invadida por los refuerzos, que parecían un enjambre de insectos marrones.
Toller levantó la vista hacia el misterioso interior de la nave, que parecía ahora tan lejana como las estrellas a las que debía conducirlo, y durante un tiempo que le pareció toda una vida vio el cinturón de cuero de Bartan que se alargaba hasta él. Había sido pasado por la hebilla para formar un lazo, y los tres que estaban arriba lo sostenían con una mano cada uno.
Dos farlandeses corrían ya con las espadas preparadas. Toller calculó el tiempo que le quedaba y supo que sólo tendría una oportunidad para ponerse a salvo. La voz de Sondeweere sonó dentro de su cabeza: ¡Deprisa, Toller, deprisa!
Se estiró, consciente de los resoplidos de los farlandeses que se aproximaban, después saltó y pescó el cinturón con la mano derecha. La acción repentina de su peso sobre el cinturón fue excesiva para quienes lo sostenían, arrastrándolos hacia abajo y separándolos de sus puntos de apoyo en el interior del casco. Berise, la más ligera de los tres, asomó medio cuerpo por la abertura y se hubiera caído de no haber soltado el cinturón y sujetado el borde del vano de la puerta.
Cuando vio eso, Toller se soltó del cinturón en el mismo instante.
Tenía la espada ya medio afuera cuando chocó contra el suelo entre dos farlandeses, pero poco podía hacer para compensar la terrible desventaja de su situación. Acabó de desenvainar la espada, dando a la vez un sablazo transversal que desvió la embestida del primer atacante, y saltó a un lado para esquivar la amenaza por detrás; pero se demoró por la recuperación de la caída.
Fue una demora de sólo una fracción de segundo, pero que pareció un año en el frenesí del combate cuerpo a cuerpo. Toller emitió un gruñido cuando la espada del farlandés se clavó en la parte inferior de su espalda. Se giró, mientras su arma zumbaba en un barrido horizontal que alcanzó a su atacante en un lado del cuello y casi lo decapitó. Éste cayó, manando sangre de forma intermitente.
Toller continuó su giro para hacer frente al otro, pero el guerrero retrocedió, sabiendo que el tiempo estaba de su parte: al menos diez de sus compañeros avanzaban corriendo sobre el pavimento, y en pocos segundos estarían rodeando a Toller. Una sonrisa de triunfo apareció en el rostro de gruesos pliegues, pero en seguida se transformó en una expresión de perplejidad cuando Berise, que estaba justo encima de él, le disparó sobre la cabeza. Cayó sentado, lanzando un manantial vertical de sangre.
—¡Agárrate al rifle, Toller! —gritó Bartan desde la entrada de la nave—. ¡Todavía podemos subirte!
Pero Toller sabía que era demasiado tarde.
Los farlandeses estaban casi encima de él, e incluso si lograba sostenerse en el rifle que ahora le tendían, su cuerpo desprotegido sería atravesado por más de una docena de armas mientras intentara trepar hacia arriba. Experimentando una peculiar reserva, un deseo de evitar que sus amigos presenciasen lo que tenía que ocurrir a continuación, se ocultó de su vista desplazándose hacia el centro del casco esférico.
Aunque el dolor de la herida de la espalda no era muy intenso, sus piernas estaban débiles y tenía una extraña dificultad para controlarlas. Se detuvo con la parte inferior de la curvatura de metal casi rozando su cabeza, e intentó realizar una última jugada que le costase cara al enemigo, pero las piernas le fallaron y cayó bajo un furioso ataque concentrado.
—¡Sondeweere! —llamó cuando la luz gris fue interceptada por las chorreantes figuras marrones, y las espadas de los seres extraños empezaron a encontrar su objetivo—. ¡No permitas que los pigmeos tengan esa satisfacción! Por favor, haz volar la nave… por mí…
Te queremos, Toller , dijo ella dentro de su cabeza. Adiós .
Inesperadamente, en los segundos que le quedaban… antes de que su cuerpo fuese dividido en átomos por un conflicto de geometrías naturales y artificiales, Toller logró un triunfo final: descubrió que no quería morir. Y hubo alegría en ese descubrimiento. Recuperó la dimensión completa de su humanidad al adquirir la conciencia de que era mucho peor para un hombre vivir cuando deseaba morir, que morir cuando deseaba vivir.
«Y hay aún otro consuelo», pensó, cuando la última noche se extendió a su alrededor. «Nadie podrá nunca decir que mi muerte ha sido una muerte común».
Bartan y Berise siguieron mirando atrás sobre sus hombros mientras caminaban de nuevo sobre Overland, y estaban a casi doscientos metros de la nave cuando ésta desapareció de repente.
Un segundo antes estaba allí —una esfera grisácea situada sobre la cumbre de una colina baja—, y al siguiente era un conjunto de globos de radiación que se expandían y contraían al chocar unos con otros. No se produjo ningún sonido, pero incluso el sol del antedía era débil en comparación con la intensa luz que emitió. Se elevó verticalmente hacia el cielo, ganando velocidad, cambiando de forma. Durante un momento, Bartan vio una estrella de cuatro puntas con los lados curvados hacia dentro. El núcleo estaba sembrado de manchas de brillos multicolores, pero al intentar centrar su mirada en la hermosa estrella, se fue haciendo cada vez más pequeña, apartándose del gran disco de Land hasta desvanecerse en el azul.
La confusión emocional de Bartan se convirtió en un desconsuelo que aumentó el dolor de la herida de su hombro. Había pasado menos de una hora desde que estuvo en Farland, azotado por la lluvia, contemplando cómo sus amigos morían uno a uno: Zavotle, Wraker y finalmente Toller Maraquine. En cierto modo, incluso en aquellos terribles segundos, esperó que el gran hombre no muriera. Le parecía inmortal, un gigante imperturbable destinado a seguir luchando sus guerras para siempre. Hasta que no le pidió a Sondeweere que le llevara con ella a la desolación del infinito, no se dio cuenta de que Toller era algo más que un gladiador. Ahora era demasiado tarde para intentar conocerlo, demasiado tarde para agradecerle el obsequio de la vida.
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