A medida que saciaba su hambre y su sed, Peron sintió curiosidad por lo que le rodeaba. El sentimiento iba parejo con una inquietud creciente. No había hecho nada para justificar la ira de Rinker. ¿Qué esperaba aquel loco que hiciera? ¿Pedir que le llevaran de vuelta a Remolino para que muriera?
Levantó la bandeja y la colocó sobre la mesa que tenía delante.
—No digo que tenga que estar feliz. Pero no debe echarme la culpa por lo que ha sucedido. ¿Por qué no me dice qué es lo que está pasando aquí?
—¿Para que así pueda causar más problemas?
—No voy a causar problemas. Pero, naturalmente, tengo muchas preguntas. Sólo le pido que me deje acceder al terminal y los bancos de datos. No quiero robarle su tiempo. También ha dicho usted que algunos de los otros contendientes están a bordo de esta nave. Me gustaría verles.
Rinker miró furioso la bandeja y dirigió a Peron una sonrisa desagradable.
—No puedo permitirle que acceda a los bancos de datos. Como le he dicho, esta situación no tiene precedentes. Nadie se ha unido antes a nuestro grupo sin recibir adoctrinamiento previo. Lo que vaya a sucederle es algo que sólo puede ser decidido en nuestro Mando, y hasta que lleguemos allí debe hacer exactamente lo que se le diga. ¿Quiere ver a sus compañeros? Muy bien. Orden: Retirad esta bandeja.
La bandeja desapareció instantáneamente.
—Orden: Llevadnos a la sala de suspensión.
Esta vez Peron pudo ver una imagen deslumbrante de un largo corredor de paredes grises. Duró una milésima de segundo. Luego el mundo se detuvo, y él y Rinker aparecieron sentados ante un conjunto de puertas metálicas que les llegaban a la cintura. Cada una constituía la entrada a un contenedor largo y profundo del tamaño de un ataúd. Había monitores sobre la tapa transparente de cada una de las cajas, y todos los datos eran recogidos en un grueso cable óptico que corría hasta un terminal de ordenador. La habitación estaba terriblemente fría.
—Tal vez esto le dé una idea de lo grave que considero esta situación. —Rinker se adelantó hasta una de las cajas—. Sus compañeros están aquí.
—¿Qué les han hecho? —Peron se horrorizó. ¿Le estaba diciendo Rinker que Elissa y los otros estaban prisioneros dentro de aquellos cofres helados?
—Están en estado de hibernación, y así permanecerán. —La voz de Rinker era tan fría como la habitación en la que se encontraban. No ofrecía ninguna posibilidad de discusión—. Por supuesto, no corren ningún peligro. Dirijo una nave bien regulada, y todo el equipo se comprueba constantemente. Despertarán cuando lleguemos al Mando. Entonces este enojoso asunto quedará en otras manos. Me alegraré cuando acabe.
Peron dio un paso para mirar a través de la tapa del cofre más cercano. En su interior yacía Kallen, envuelto hasta el cuello por un suave material blanco. Parecía muerto. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, y la cara gris y mustia. Peron se dirigió al otro contenedor. Allí estaba Elissa. Tembló al ver en lo que se había convertido. Sin su animación habitual, su cara era como un modelo de cera.
—¿Está seguro de que se encuentran bien? Parecen…
—No puedo perder el tiempo repitiéndome. Están bien. Ya le he dicho y mostrado más de lo que pretendía. Comerá con el resto de nosotros y le veré entonces. Si necesita comida antes, use el terminal. Orden: Llevadle a su recámara.
No había posibilidad de protestar. Rinker y la habitación con Elissa y los demás desaparecieron de repente. Peron se encontró solo con su preocupación, frustrado y perplejo, en una habitación en la que sólo había una cama, una mesa y un terminal.
Durante los juegos de la Planetfiesta había vivido momentos de terror, cansancio, suspense y desesperación. Pero no había sentido nada semejante a la frustración de las doce horas que siguieron. Cuando acabaron, Peron había tomado una decisión: si le habían clasificado como creaproblemas, se iba a ganar el título.
Sólo había querido conocer más sobre la nave y su entorno, lo que había resultado mucho más difícil de lo que esperaba. La habitación a la que había sido asignado daba a un estrecho corredor que pronto se bifurcaba hacia otras habitaciones más grandes y otros pasillos. Los había recorrido por turnos, anotando mentalmente los cambios de dirección.
Pronto descubrió la pauta. Si continuaba por el corredor de la izquierda, era libre de vagabundear como quisiera. Había encontrado un comedor y una biblioteca cuyos terminales ignoraban sus peticiones de información, pero servían comida o bebida que aparecía instantáneamente y misteriosamente delante de él en el momento en que se introducía la orden en el terminal y desaparecía con la misma rapidez en cuanto lo pedía. Conoció también a los otros miembros de la nave, todos mucho más amistosos que el capitán Rinker. Sólo eran tres. A Peron le pareció que aquel número era demasiado reducido para controlar una estructura tan grande. Pero como le había señalado Olivia Ferranti cuando llegó a su recámara en uno de sus paseos, eran más de lo que necesitaban. Todo se hacía de modo automático. El capitán Rinker solo podía encargarse de todo. En realidad, los demás estaban haciendo su primer viaje y habían venido al sistema Cass desde el Mando por sus propios motivos (que ella rehusó discutir). La doctora incluso había ofrecido una especie de disculpa por la conducta de Rinker.
—Es demasiado valioso. No hay muchas personas a las que les guste hacer estos viajes tan largos, a menudo sin compañía. Hace falta un temperamento especial. Al capitán Rinker le gusta que todo esté en orden. No puede soportar la idea de que haya perturbado usted su modo de vida.
—Pero fue Wilmer quien lo ha hecho, no yo.
—Tal vez. Pero Wilmer no está aquí, y usted sí. Así que es usted quien recibe el trato.
—¿Y se le permite mantener inconscientes a mis compañeros?
—Él es el capitán. Está al mando hasta que lleguemos a nuestro destino. Entonces tendrá que explicar sus acciones, pero no tendrá problemas, está siguiendo las reglas. Y, honestamente, no está causando ningún daño a sus compañeros. Ahora tengo que irme. Podemos seguir hablando si quiere en la próxima comida. Orden: Llevadme a las instalaciones deportivas.
Y desapareció.
Peron descubrió que podía llegar hasta la puerta de la sala de suspensión, pero ésta rehusaba abrirse. Podía formular cuantas órdenes quisiera, en cualquier tono de voz, pidiendo todo lo que se le antojara, y todas eran ignoradas.
Cuando salía de su habitación y recorría el pasillo de la derecha las cosas eran aún menos satisfactorias. El corredor izquierdo le llevaba a la parte superior de la nave, en términos de gravedad efectiva. El corredor derecho, entonces, tendría que haberle llevado a la parte inferior, y ciertamente empezaba de esa forma. Pero no importaba qué camino tomara, cuando había progresado un poco, se producía un parpadeo deslumbrador y aparecía de vuelta en su habitación, sentado ante la mesa. Toda una sección de la nave, de tamaño indeterminado, le era inaccesible.
Después de una docena de intentos fallidos, Peron se tumbó en la cama y se dedicó a pensar. Habían pasado doce horas desde su encuentro con Rinker, pero no se sentía cansado. Olivia Ferranti le había dicho que tendría poca necesidad de dormir.
—Una ventaja del espacio-L —le había dicho—. Descubrirá que duerme tal vez una hora de cada veinte.
Seguía sintiéndose de un modo peculiar, pero ella había tenido razón también en eso. Después de un cierto tiempo, se acostumbró. Aún tenía la impresión de que movía su cuerpo en un mundo donde las leyes de la mecánica habían sido modificadas ligeramente, pero la sensación desaparecía.
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