—¿Qué es lo que pasa? —chilló Charlene.
—No lo sé —Hans parecía como si se estuviera ahogando—. Pero mira las pantallas… y el contador. Esos tienen que ser lanzamientos de misiles. No podemos permitirnos el lujo de esperar a ver hacia dónde se dirigen.
El indicador se había vuelto loco y los dígitos cambiaban demasiado rápidamente para que pudieran leerlos. La cuenta de lanzamientos había rebasado ya los cuatrocientos y aún continuaba. Salter Wherry entró tambaleándose en la sala de control.
Fue su llegada, en persona, lo que hizo que Charlene comprendiera la seriedad de la situación. Aquí estaba el hombre que apenas se veía con nadie, que colocaba su intimidad por encima del dinero, que odiaba exponerse a los extraños. Y aquí se encontraba, en la sala de control, ajeno a la presencia de Charlene y Wolfgang.
Le miró con curiosidad. ¿Era ésta la leyenda viviente, el arquitecto maestro del desarrollo del Sistema Solar? Sabía que era muy viejo. Pero parecía más que viejo. Su cara era blanca y macilenta, como una máscara mortuoria, y sus finas manos temblaban.
—Los locos —dijo suavemente. Su voz era un susurro entrecortado—, ¡Oh! ¡Los locos, los malditos, malditos, malditos locos! Temía esto, pero nunca creí realmente que llegara a suceder mientras vivía. ¿Has levantado nuestras defensas?
—Están en posición —contestó Hans roncamente—. Estamos protegidos. ¿Pero qué hay de las naves que vienen de camino? Volarán en pedazos si tienen una trayectoria de encuentro con nosotros.
Charlene le miró atontada durante un segundo. Entonces comprendió.
—¿Las naves? Oh, Dios mío, todo el personal del Instituto viene de camino. No pueden usar sus misiles defensivos contra ellos… ¡no pueden hacerlo!
Wherry la miró, como si se diera cuenta de la presencia de extraños en la sala por primera vez.
—Las naves más rápidas no llegarán aquí hasta dentro de una hora —dijo.
Se hundió en una silla, respirando con dificultad. Tosió y se recostó. Su piel parecía blanca y seca, como un amasijo.
—Para entonces todo habrá acabado, de una manera o de otra. Los misiles de ataque tienen alta aceleración. Si están dirigidos a nosotros, estarán aquí dentro de veinte minutos. Si no, todo habrá terminado de todas formas. Hans, señala nuestra posición en la pantalla.
La posición de la Estación Salter apareció en la pantalla como un brillante circulo blanco. Hans la estudió unos instantes, con la cabeza inclinada hacia un lado.
—No creo que vengan hacia nosotros —dijo—. Se dirigen al este de la Unión Soviética y los Estados Unidos, por lo que parece. ¿Qué es lo que pasa?
Wherry permaneció sentado, con la cabeza gacha.
—Mira a ver qué puedes captar en las comunicaciones por radio. —Se aclaró la garganta; la respiración silbaba en su laringe—. Siempre nos ha preocupado que alguien intentara asestar un primer golpe para borrar el poder disuasor de los otros. Eso es lo que estamos viendo. Algún loco ha aprovechado la ventaja que le han dado nuestros lanzamientos, así los otros tardarán en darse cuenta de que se está produciendo un ataque.
Hans había localizado una frecuencia de radio.
—Silencio en las radios de China. Mirad la pantalla. Esos tienen que ser los misiles de los Estados Unidos. El contraataque. Sabíamos que un primer golpe por sorpresa no funcionaría, y no ha funcionado.
Un denso amasijo de puntos de fuego barría el polo norte. Al mismo tiempo, un nuevo estallido se alzaba al este de Siberia. El contador de lanzamientos se había vuelto completamente loco y emitía una serie de agudos pitidos a medida que los lanzamientos individuales se hacían demasiado frecuentes para ser marcados como bips separados. Más de dos mil lanzamientos de misiles habían sido registrados en menos de tres minutos.
—No podía funcionar y no funcionó —dijo suavemente Salter Wherry—. El primer golpe no sale bien nunca… casi siempre da opción al contraataque.
Inclinó la cabeza sobre el pecho. Por primera vez, Charlene pensó que podría estar viendo algo más que la edad y la preocupación.
—¡Wolfgang! ¡Échame una mano!
Ella se acercó a Wherry y le tomó por la barbilla y le levantó la cabeza. Sus ojos estaban fijos y abiertos, como si una especie de película transparente los cubriera. Él alzó débilmente la mano derecha para agarrar la suya. Estaba helada. Tenía la otra mano crispada sobre el pecho.
—No podía funcionar. No podía —la voz era un susurro—, Es el fin, el fin del mundo, el fin de todo.
—Está sufriendo un ataque al corazón. —Charlene se inclinó par levantarle, pero Wolfgang fue más rápido.
—Hans. Podrías hacer esto mejor que yo, pero quédate donde estás… tenemos que saber qué es lo que pasa. Llama al servicio médico y dile que pensamos que es un infarto. Pregúntales si debemos moverlo o si quieren tratarle aquí… y si lo quieren en el hospital, dime cómo llevarle allí.
Charlene le ayudó a levantar a Wherry del asiento. Lo hizo con toda la gentileza que pudo, mientras parte de su cerebro continuaba sorprendida y miraba a Wolfgang y a Hans. En los últimos minutos se había producido un cambio extraño y repentino en su relación. Hans era aún mayor, más experimentado. Pero a medida que los hechos empezaban a volverse más confusos y deprimentes, parecían encogerse, mientras que Wolfgang se volvía más fuerte y determinado. En este momento, no había duda sobre quién estaba al mando. Hans seguía las órdenes de Wolfgang sin ninguna duda. Estaba ante la consola, pegado al micro, y sus dedos volaban sobre las teclas.
—Deja a Wherry aquí —dijo tras unos segundos—. El Centro Médico dice que Olivia Ferranti estará aquí en un momento. Túmbalo y no le muevas, no intentes nada a menos que deje de respirar… van a traer un equipo reanimador.
—Bien. —Wolfgang hizo un gesto a Charlene, y entre los dos bajaron cuidadosamente al suelo a Salter Wherry, colocando la chaqueta de Wolfgang para que apoyara en ella la cabeza. Wherry se quedó tumbado un momento y luego intentó levantarse.
—No se mueva —dijo Charlene.
Él meneó un poco la cabeza.
—Las pantallas. —La voz de Wherry era un susurro—. Tengo que ver las pantallas. Pregunta. Las ciudades.
Hans se había girado para verles. Asintió.
—Ya he pedido información sobre eso. Las ciudades importantes. ¿Qué más?
—¿Puedes contactar con la nave donde viaja el personal del Instituto? —preguntó Wolfgang—, Tenemos que hablar con JN. Están bastante lejos de la atmósfera, pero no sé si se les ve desde aquí.
—No importa. —Hans se volvió hacia la consola—. Podemos contactar a través de relés. Intentaré localizarles. Tendremos que usar otro canal. Haré que aparezca en la pantalla que tenéis detrás.
Se puso a trabajar ante el tablero. Era el único que tenía algo que hacer que le ocupara por completo. Charlene y Wolfgang se quedaron a un lado, sintiéndose indefensos. Salter Wherry, después de su esfuerzo por levantar la cabeza, yacía inmóvil. Parecía haber perdido toda la sangre, y tenía la cara lívida y las manos crispadas. Su respiración jadeante era el único sonido que rompía el urgente bip de los nuevos lanzamientos. Las chispas ya no se concentraban en una banda alrededor de la órbita de la Tierra. Ahora cubrían el globo como una red brillante, más densa en el hemisferio norte y en el polo.
Olivia Ferranti llegó cuando las imágenes del satélite de reconocimiento aparecían en la pantalla. La doctora miró sorprendida la explosión blanquiazul que había sido Moscú, y luego la ignoró y se arrodilló junto a su paciente. Su ayudante conectó rápidamente los electrodos de la unidad portátil al pecho desnudo de Salter Wherry, y cogió una sierra de aspecto ominoso y un escalpelo de un maletín esterilizado.
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