Wolfgang se agitó en sus brazos. Alzó su cabeza y se apretó contra su mejilla.
—¿Qué es lo que pasa con JN? —dijo por fin—. No me gustó el aspecto de De Vries.
Charlene tiritó en la oscuridad.
—Malas noticias, Jan habló con ella esta mañana, cuando por fin le dieron los resultados de las pruebas de laboratorio. Tiene un tumor cerebral maligno que se desarrolla rápidamente. Es aún peor de lo que creíamos.
—¿Inoperable?
—Ésta es la peor parte… es lo que Jan De Vries estaba preguntando. Hay un problema de operación y quimioterapia conjunta del que sobrevive uno de cada cinco casos. Pero sólo puede ejecutarse en un número muy escaso de centros y a cargo de un grupo reducido de personas. No hay forma de hacerlo en la Estación Salter. Ya oíste a Ferranti. Harían falta cinco años de desarrollo.
—¿Cuánto tiempo le queda a Judith?
—Dos o tres meses, no más. —Charlene había contenido sus sentimientos a lo largo del día, pero ahora estaba llorando en silencio—. Tal vez menos… la aceleración del despegue la dejó inconsciente, y eso es mala señal. Sólo estaban a tres g. Y todas las instalaciones que podrían haber hecho la operación, allá en la Tierra, han sido reducidas a cenizas. Wolfgang, está condenada. No podemos operarla aquí, y no puede volver allí.
Él guardó silencio un rato, meciendo a Charlene en sus brazos.
—Esta mañana parecía que estábamos en el principio de todo —dijo—. Han pasado doce horas y es el fin. Wherry lo dijo: es el fin de todo. No te lo había dicho, pero también se está muriendo. Estoy seguro. Me dio un mensaje para JN, para que desarrollara la hibernación en las arcologías. Le prometí que se lo transmitiría, y lo haré. Pero ahora no importa.
—Todos han desaparecido —dijo Charlene suavemente—. La Tierra, Judith Niles, Salter Wherry. ¿Qué queda?
Wolfgang se quedó callado largo rato. En la oscuridad, mientras sentía su cuerpo caliente contra ella, Charlene se preguntó si él la había oído. Los dos empezaban a adormilarse, pues los nervios les habían despojado de toda energía. Se sentía demasiado débil para moverse.
Por fin, Wolfgang gruñó y se desperezó.
—Quedamos nosotros —dijo—. Aún estamos aquí. Y los animales también. Alguien tiene que cuidarles. No podemos dejar que mueran de hambre.
Apoyó la cabeza contra su hombro.
—Quedémonos aquí y tratemos de dormir un poco. Luego podremos ir a alimentar al viejo Jinx. —Sus palabras se difuminaron en el sueño—. Algunas cosas tienen que continuar; a pesar de que haya llegado el fin del mundo.
Nadie habló durante casi cuatro horas. Cada una de las tres figuras vestidas de blanco estaba absorta en su trabajo particular, y las mascarillas imponían aislamiento y anonimato. El aire en la cámara era terriblemente frío. Los trabajadores se frotaban las manos heladas, pero no quisieron usar guantes termales y arriesgarse así a perder destreza.
La mujer que había sobre la mesa permanecía inconsciente. Su respiración era tan débil que era necesario confirmar su condición estable a través del monitor. Había electrodos y sondas en su abdomen, cavidad torácica, nariz, ojos, columna vertebral y cráneo. Un grueso tubo había sido conectado a una arteria en la ingle, dispuesto para bombear sangre a través del aparato que había junto a la mesa.
Todo estaba preparado. Pero se produjo un momento de duda. Los tres comprobaron los signos vitales una vez más; luego, sin hablar, de mutuo acuerdo, salieron de la cámara y se quitaron las mascarillas. Durante unos segundos se miraron en silencio.
—¿Tenemos que seguir adelante? —dijo Charlene bruscamente—. Con tanta inseguridad y tanto riesgo… No tenemos experiencia con los seres humanos. Ninguna. Y no estoy segura de qué cantidad de droga habría que ajustar para la distinta masa y química corporal…
—¿Qué acción sugieres, querida? —Jan De Vries había sido el que se había opuesto más vehemente a la idea cuando se propuso por primera vez, pero ahora parecía tranquilo y resignado—, ¿Volver su temperatura corporal a la normalidad? ¿Intentar despertarla? Si eso es lo que sugieres, proponlo. Pero debes ser tú, no yo, la que se enfrente a ella y le explique por qué no accedimos a sus deseos explícitos.
—Pero ¿y si no funciona? —La voz de Charlene temblaba—. Mira nuestros archivos. Es tan peligroso… Jinx sólo lleva así tres semanas nada más.
—¿Y sostienes que la experiencia con el oso no es aplicable?
—¿Quién sabe? Podría haber un centenar de diferencias significativas… Masa corporal, antígenos ya existentes, reacciones a las drogas. Y muchas cosas tan probables como éstas. Por lo que sabemos, funciona para Jinx gracias a alguna droga previa que hemos usado en nuestros experimentos. Recuerda que cuando hicimos lo mismo con Dolly, la matamos. Necesitamos intentar otras pruebas, otros animales… necesitamos más tiempo.
—Sabemos todo eso. —Wolfgang Gibbs no compartía la calma fatalista de De Vries ni la nerviosa vacilación de Charlene. Parecía tener un interés objetivo en el nuevo experimento—. Míralo de esta forma, Charlene. Si podemos colocar a JN en el Modo Dos en las próximas horas, pueden pasar dos cosas. Si se estabiliza y recupera la conciencia, muy bien. Intentaremos comunicar con ella y averiguar cómo se siente. Si la colocamos en Modo Dos y no es estable, podemos devolverla a la normalidad. Si tenemos éxito, tendremos la oportunidad de intentarlo otra vez. Si fallamos, morirá. Eso es lo que te preocupa. Pero si no intentamos estabilizarla en Modo Dos, ya está muerta de todas formas. Recuerda el diagnóstico. Morirá en menos de tres meses, y esto es algo que no podemos cambiar. Míralo de esta forma: si tú estuvieras sobre esa mesa, ¿qué querrías que hiciéramos?
Charlene se mordió el labio. Sintió la terrible tentación de no hacer nada, de dejar a JN con una temperatura corporal cercana a la congelación mientras deliberaban. Pero la temperatura en el interior de la cámara seguía descendiendo. En el plazo máximo de media hora tendrían que devolver a Judith Niles a la conciencia o intentar el Modo Dos.
—¿Qué es lo que dicen los últimos informes sobre Jinx? —preguntó bruscamente Charlene.
—Está bien.
—Vale. Entonces sigamos adelante. Esperar no servirá de nada.
Si los otros dos se sorprendieron por el repentino cambio de actitud, ninguno lo mencionó. Se ajustaron las mascarillas y volvieron al interior de la cámara. La temperatura había bajado otro grado. Los monitores registraban un pulso de cuatro latidos por minuto, y la sangre congelada era conducida lentamente a través de las venas contraídas.
La etapa final dio comienzo. Sería ejecutada bajo el control del ordenador, con los humanos presentes solamente para provocar una anulación si las cosas salían mal. Jan De Vries inició la secuencia de control. Entonces se acercó a la figura inmóvil sobre la mesa y gentilmente colocó la palma de la mano sobre su fría frente.
—Buena suerte, Judith. Haremos todo lo que podamos. Y nos comunicaremos contigo, Dios lo quiera, cuando llegues.
Se quedó mirándole la cara largo rato. Las inyecciones de droga cuidadosamente medidas y las masivas transfusiones de sangre cambiada químicamente habían empezado ya. Los monitores mostraban ahora pautas extrañas, períodos constantes que se alternaban con bruscos cambios en el pulso, la conductividad de la piel, el equilibrio de iones y la actividad del sistema nervioso. Los osciloscopios mostraban cimas y valles impredecibles en los ritmos cerebrales, a medida que los ciclos de las ondas se alzaban, caían y se fundían.
Incluso ante los experimentados ojos de los observadores, todo lo que sucedía en los monitores parecía extraño y desconocido. Y, sin embargo, no hubo ninguna sorpresa. Como ella misma había solicitado, Judith Niles fue embarcada en un extraño viaje. Exploraba una región donde la sangre estaba cerca de la congelación, donde las reacciones químicas del cuerpo tenían lugar a una fracción de sus ritmos normales, donde sólo unos pocos animales hibernados y ningún ser humano se había aventurado y regresado con vida.
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