Uno de los reporteros más curiosos abandonó su asiento y se acercó a la parte trasera de la hoja de vidrio para contemplar la vista de la otra cara, pero regresó con aspecto decepcionado. Harpur sabía que habían soldado una plancha metálica al armazón posterior, cubriendo por completo el cristal. El municipio había decretado que exponer a la vista del público las actividades domésticas del señor Bennett durante el tiempo en que el vidrio estuvo cargándose habría constituido una invasión de la intimidad del propietario.
Conforme iban transcurriendo los minutos en el sofocante ambiente de la sala, los periodistas fueron poniéndose cada vez más nerviosos, y empezaron a intercambiar sonoros bostezos. En la primera fila, algunos reporteros estornudaron repetidamente y renegaron entre estornudo y estornudo. Estaba prohibido fumar cerca del equipo de grabación, que en nombre del estado exploraba vorazmente el vidrio, por lo que relevos de tres o cuatro personas empezaron a salir al pasillo para encender los cigarrillos. Harpur oyó sus quejas sobre la prolongada espera y sonrió. Él llevaba cinco años esperando, y tenía la impresión de que habían sido muchos más.
Aquel mismo día, el 7 de junio, era una fecha clave esperada por Harpur y el resto del municipio, pero había sido imposible hacer saber a la prensa por anticipado en qué momento exacto conseguirían la información. El problema era que Emile Bennett había sido incapaz de recordar a qué hora de aquel ardiente domingo se había trasladado a la vivienda de sus padres para recoger la hoja de vidrio lento. En el transcurso del subsiguiente juicio no había sido posible fijar la hora en algo más definido que «hacia las tres de la tarde».
Un periodista reparó finalmente en que Harpur estaba sentado cerca de la puerta y se acercó a él. Vestía de un modo estridente, tenía el cabello rubio y su aspecto era increíblemente juvenil.
—Perdóneme, señor. ¿No es usted el juez Harpur?
Harpur asintió. Los ojos del muchacho se abrieron desmesuradamente durante un instante y después se entrecerraron mientras estimaban el valor periodístico del anciano.
—¿No fue usted el juez que presidió el… caso Raddall?
Había estado a punto de decir el caso del vidriodetective, pero cambió de idea al momento. Harpur asintió por segunda vez.
—Sí, es cierto. Pero ya no concedo entrevistas a la prensa. Lo siento.
—No tiene importancia, señor. Lo comprendo.
El joven reportero salió al pasillo, andando con pasos que iban haciéndose más rápidos, más elásticos. Harpur supuso que el muchacho acababa de decidir su punto de vista para el artículo del día. El mismo se veía capaz de redactar el artículo:
El juez Kenneth Harpur, el hombre que hace cinco años presidió el polémico caso del «vidriodetective», en el que un hombre de veintidós años, Ewan Raddall, fue acusado de doble asesinato, estaba sentado hoy en una de las sillas del sótano de la comisaría. «El Juez de Hierro», un anciano en la actualidad, no tiene nada que decir. Se limita a observar, a esperar y a formularse preguntas…
Harpur sonrió irónicamente. Ya no sentía amargura ante los ataques de los periódicos. El único motivo que le impedía hablar con los periodistas era que se encontraba más que harto de ese aspecto de su vida. Había llegado a la edad en que un hombre desecha lo trivial y se concentra en lo esencial. En cuestión de dos semanas más tendría libertad para sentarse a «tomar» el sol y contar el número exacto de matices azules y verdes que había en el mar, y cuánto tiempo transcurría entre la aparición de la primera estrella vespertina y la segunda. Si su médico lo permitía, tomaría un poco de whisky de primera calidad, y si su médico no lo permitía, se tomaría el whisky de todos modos. Leería algunos libros, tal vez escribiría uno…
Definitivamente, la hora aproximada que Bennett había testificado en el juicio resultó ser bastante exacta.
A las tres y ocho minutos, Harpur y los periodistas vieron a Bennett aproximarse a la hoja de vidrio con un destornillador en la mano. Exhibía la timidez característica de una persona que se halla en el radio de acción del vidrio lento. Bennett maniobró durante unos instantes en ambos lados del cristal, y a continuación apareció el cielo en una desenfrenada fluctuación, indicativa de que el vidrio había sido separado de su armazón. Un momento después, la imagen de una manta marrón, similar a las usadas por el ejército, fue cubriendo el vidrio hasta anular la luz de otros días, y la habitación quedó a oscuras.
Los dispositivos de grabación situados en la parte trasera de la sala produjeron suaves sonidos (clic-clic-clic), que quedaron ahogados por el ruido de los reporteros al precipitarse hacia los teléfonos.
Harpur se levantó y salió de la sala, lentamente, detrás de los periodistas. No había necesidad de correr. Según el informe policial, el vidrio permanecería a oscuras durante dos días, el tiempo que había estado en el maletero del automóvil de Bennett antes de que éste se decidiera a instalarlo en el marco de la ventana de la parte trasera de su casa de la ciudad. A partir de ese punto, y durante dos semanas más, el cristal mostraría los casuales acontecimientos cotidianos que tuvieron lugar cinco años atrás en el parque infantil situado detrás de la casa de Bennett.
Dichos acontecimientos no tenían especial interés para ninguna persona. Sin embargo, el informe policial también indicaba que en el mismo parque infantil, en la noche del 21 de junio de 1986, una mecanógrafa de veinte años, Joan Calderisi, había sido violada y asesinada. Su novio, un mecánico de veintitrés años llamado Edward Jerome Hattie, también había sido asesinado, presumiblemente por intentar defender a la muchacha.
Sin que el asesino lo supiera, un testigo presenció el doble asesinato… y ese testigo estaba a punto de dar su perfecto e incontrovertible testimonio.
No había sido difícil prever el problema.
Desde el mismo día en que el vidrio lento había aparecido en algunas tiendas muy caras, la gente se había preguntado qué sucedería si se cometía un crimen a la vista de un cristal. ¿Cuál sería la posición legal si, por ejemplo, había tres sospechosos y se sabía que un fragmento de vidrio identificaría al asesino sin duda posible al cabo de cinco o diez años? Obviamente, la ley no podía arriesgarse a castigar a la persona inocente; pero era igualmente obvio que no podía permitir que el culpable estuviera en libertad todo ese tiempo.
Así resumieron el problema los periódicos sensacionalistas, aunque para el juez Kenneth Harpur no hubo problema ninguno. Tras leer las especulaciones, le costó menos de cinco segundos tomar una decisión, y mantuvo una calma impresionante cuando la causa instrumental le tocó en suerte.
Había sido una coincidencia. El distrito de Erskine tenía tantos homicidios y vidrios lentos como cualquier otra zona comparable. De hecho, Harpur no recordaba haber visto ese material hasta que el alumbrado eléctrico de Holt City fue repentinamente sustituido por hojas de vidrio alternas, unas de ocho horas y otras de dieciséis, suspendidas en líneas continuas sobre las vías públicas.
Había sido preciso cierto tiempo para que las primeras hojas de retardita, que apenas retrasaban medio segundo la luz, evolucionaran hasta ser capaces de producir retrasos de años. El usuario debía estar absolutamente seguro de la dilación que deseaba, debido a que no había forma de acelerar el proceso. Si la retardita hubiera sido un «vidrio» en el auténtico sentido del término, habría sido posible reducir un fragmento para obtener espesores distintos y recibir antes la información; pero en realidad se trataba de un material extremadamente opaco: opaco en cuanto a que la luz jamás entraba en él.
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